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amores románticos y amores alterados

 

A las ocho, Carmesí

por Sebastián Basualdo

–Una– dijo, largando el humo por la nariz–. Recién hace una hora que estamos acá.

Estaban estacionados frente al hotel.

“Se trabaja, hoy”, pensó; pero la salida de un automóvil fue como si lo obligara a no decirlo.

–No enciende las luces porque le debe estar regalando caramelos.

La noche los cubrió de silencio.

–¿A quién?– preguntó Francisco.

Estaban estacionados, clavados en la otra vereda, pocos metros antes del árbol que parecía vigilar con desdén el portón del estacionamiento, en medio de una noche recién estrenada, oliendo a dos hombres escondidos. A tabaco y complicidad.

–Relajate, ahora enciende las luces– dijo Antonio.

Monica Bonavia - Fotografia
Fotografía: Mónica Bonavia (monicabonavia.com.ar) -
Retoque digital: Eugenia Martínez


–No es ella– dijo Francisco, y después lo miró; una mirada condescendiente, como si el “relajate” ya no le doliera. Ocurre que le dolía pensar en la foto, en el auto que ni siquiera imagina, que no alcanza a imaginar porque, apenas lo intenta, lo supera la imagen de Laura: puede verla ya, la siente abrochándose el último botón de su blusa, puede oír el sonido del botón aferrándose desesperadamente a la tela.

Francisco la dibuja en su mente una y otra vez; algún gesto de ella se queda aferrado a su desesperación: la manera en que estará mirándose en un espejo, o acaso su pelo ya seco, prolijamente peinado para disfrazar un cuerpo todavía húmedo y tibio, colmado de besos perdidos dentro de un lápiz labial que no usará por miedo a despertar sospechas.

–Ya es la hora.

–Siempre lo mismo, che –dijo Antonio–. El tipo frena a un metro de la ventanilla, paga el turno y le regala los caramelos a ella. El tipo enciende un cigarrillo y la mujer cambia el dial de la radio mientras mastica su caramelito. Lo que se digan después casi no importa... ¿Qué estás pensando?

–Nada.

El automóvil blanco dobló en la primera esquina, hacia la izquierda.

Pensaba en que lo fue a buscar esa misma tarde. Se lo contó despacio una y otra vez. La historia venía de lejos, a partir de una foto que encontró el día que comenzó a buscar a Laura, o a la que había sido Laura antes de conocerlo a él. A Francisco. No basta el presente para  amar a una mujer, le había dicho alguna vez su amigo. Y él le creyó tanto en esa oportunidad que, meses más tarde, no pudo explicarle lo que había experimentado cuando se lo dijeron por teléfono. Quiso contarle todo, o al menos lo importante de una sola llamada, la voz de mujer que no tardó en darle el nombre de un hotel. “Vaya al Hotel Noy a las ocho de la noche”, dijo aquella voz. Lo demás costaba trabajo creerlo.

“Son así”, le había dicho Antonio, todavía en su casa.

“Sólo por un hombre son capaces de traicionar a la especie. Llevo el revólver”.

–¿Sabés qué estoy pensando yo? –dijo Antonio–. Que nunca escriben su nombre detrás de una foto para no olvidarlo. Las muy turras escriben el nombre de los tipos porque quieren olvidarse y no pueden. ¿Me dijiste que una mujer te dio la dirección? Me cuesta creerlo, che.

Ya no se preguntaba si tenía razón o no. Él lo había presentido desde el primer momento en que se enfrentó con aquella foto escoltada por corpiños y medias dispares. Pero se calló. Dos años de matrimonio es muy poco tiempo para construir un mundo en el ombligo de una mujer. Demasiado poco para confesarse un artesano ciego e inútil sin Laura. Por eso aquella tarde cerró el cajón. Cerró el nombre también pensando en las historias que Laura nunca le contaba más allá de un poema, un Colegio Nacional o la necesidad de pertenecer a una época dorada. 

¿Cuándo habrá sido la primera vez?, se preguntó. Francisco sabía que todo comienza en algún punto determinado, en alguna explosión que le da historia a la vida. Un tiempo.

–El hotel y la hora.

–El mismo de la foto.

Se miraron.

–¿Ella nunca lo nombró? –preguntó Antonio, y la última palabra abandonó una estela de amargo silencio: la luz roja comenzó a titilar nuevamente.

–Está por salir otro auto –dijo Francisco–. ¿Qué hora es?

–La hora de la cena –dijo Antonio, y, extendiendo el brazo, abrió la guantera y sacó el revólver. Aclaró–: Lo que hablamos.

–Un susto y la traés al auto –dijo Francisco–. El tipo que siga su ruta. Antonio esperó a que el automóvil se acercara lo suficiente y dijo:

–Es un taxi.

Francisco no quería mirar.

–¿Qué pasa?

–Nada –dijo Antonio, viendo pasar el taxi–. Un susto.

–Y la metés en el auto.

–De prepo si es necesario. Antonio, guardando el revólver en la guantera y como pensando en voz alta, dijo:

–Pensar que hay maridos calentando la sopa a esta hora. No se imaginan que sus mujeres pueden estar saliendo de un telo, hotel, albergue transitorio, o cómo se diga.

¿Querés saber, Francisco, lo que hacen? Llegan a sus casas a las diez de la noche. Supongamos que son las diez de la noche. “¡No sabés con quién me encontré, querido!”, les dicen a sus maridos apenas apoyan la cartera sobre la mesa o se quitan los zapatos. “¿Te acordás de la que nunca te hablé porque nunca existió? No sabés cómo hablaba, no me podía ir. Hacía tanto tiempo que no me encamaba así que, pensé, mientras vos trabajabas, ¿por qué no tomar un café con ella para hablar de cuando teníamos diecisiete años? ¡No sabés qué memoria que tiene! Se acuerda de todo. Te juro que quedé maravillada. ¡Sí! Una hora y media estuvimos hablando de nosotras. Sobre la importancia de un buen orgasmo, claro. ¿Cómo? ¿De la familia? No, querido, de eso casi no hablamos. Cada una debe tener su familia, es cierto, pero nunca hay que olvidarse de... ¿Qué te pasa?

Francisco sonreía de un modo ligeramente infantil, casi demencial. Por un momento lo había visto todo claramente: Antonio tendría los brazos en alto en el momento exacto en que la bocina le desgarraría el pecho, o acaso debía primero oírse la frenada de un automóvil desesperado, el llanto y los gritos de Laura, y, por sobre todo, mezclarse con los comentarios de la gente... Uno, un solo comentario como moscardones agrupados en torno a un rumor fétido: frente al Hotel, justo frente al Hotel Noy un loco se había pegado un tiro en la boca.

–Hace dos horas ya que estamos esperando.

–Una– dijo el otro, el que fumaba–. Una hora.

–Es lo mismo– dijo, y subió la ventanilla.

–Nos ahogamos, Francisco.

–Hace dos horas que nos estamos ahogando.

 

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Sebastián Basualdo, Los asesinos tímidos.

 

 

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