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Extraños

 

La mujer del moñito

por María Teresa Andruetto

Hacía poco tiempo que Longobardo había ganado la batalla de Silecia, cuando los príncipes de Isabela decidieron organizar un baile de disfraces en su honor.

El baile se haría la noche de Pentecostés, en las terrazas del Palacio Púrpura, y a él serían invitadas todas las mujeres del reino.

Longobardo decidió disfrazarse de corsario para no verse obligado a ocultar su voluntad intrépida y salvaje.

Con unas calzas verdes y una camisa de seda blanca que dejaba ver en parte el pecho victorioso, atravesó las colinas. Iba montando en una potra negra de corazón palpitante como el suyo.

Fue uno de los primeros en llegar. Como corresponde a un pirata, llevaba el ojo izquierdo cubierto por un parche. Con el ojo que le quedaba libre de tapujos, se dispuso a mirar a las jóvenes que llegaban ocultas tras los disfraces.

Entró una ninfa envuelta en gasas.

Entró una gitana morena.

Entró una mendiga cubierta de harapos.

Entró una campesina.

La mujer del moñito

Entró una cortesana que tenía un vestido de terciopelo rojo apretado hasta la cintura y una falda levantada con enaguas de almidón.

Al pasar junto a Longobardo, le hizo una leve inclinación a manera de saludo. Eso fue suficiente para que él se decidiera a invitarla a bailar.

La cortesana era joven y hermosa. Y a diferencia de las otras mujeres, no llevaba joyas sino apenas una cinta negra que remataba en un moño en mitad del cuello.

Risas.

Confidencias.

Mazurcas.

Ella giraba en los brazos de Longobardo. Y cuando cesaba la música, extendía la mano para que él la besara. Hasta que se dejó arrastrar, en el torbellino del baile, hacía un rincón de la terraza, junto a las escalinatas. Y se entregó a ese abrazo poderoso.

Él le acarició el escote, el nacimiento de los hombros, el cuello pálido, el moñito negro.

-¡No! –dijo ella-. ¡No lo toques!

-¿Por qué?

-Si me amas, debes jurarme que jamás desatarás este moño.

-Lo juro –respondió él.

Y siguió acariciándola.

Hasta que le deseo de saber qué secreto había allí le quitó el sosiego.

Le besaba la frente.

Las mejillas.

Los labios con gusto a fruta.

Obsesionado siempre por el moñito negro.

Y cuando estuvo seguro de que ella desfallecía de amor, tiró de la cinta.

Tiró de la cinta.

El nudo se deshizo.

Y la cabeza de la joven cayó rodando por las escalinatas.

 

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