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Fantasy

 

La lanza

por Mauricio Benary

— No soy culpable. El destino es fluctuante, a cada paso, a cada traspié que cometemos oscila  desnaturalizándose.En el monasterio alguna vez hablaban sobre la vida eterna, pero ¿Qué sentido tiene expiar los pecados en la eternidad? ¿Eso es justicia divina? No, señor. Lo que perpetramos aquí se debería pagar aquí mismo. Nada se olvida, nada queda atrás. Todo se paga. Como si la vida de uno fuera una novela escueta y susceptible a los hechos de capítulos anteriores. Una ficción con variados finales que se van escribiendo y borrando, alterándose paulatinamente según las vivencias y los actos que las influencian. No sé si me entiende. Así fue mi vida, así lo ha sido siempre. Parece extraño pero no tanto.

— ¿A qué se refiere?¿Por qué me menciona cosas extrañas? hábleme sobre aquella tarde no sobre el destino. ¿Qué es lo que me está diciendo con toda esa palabrería? No creo la versión de los hechos que dio esta mañana. ¿Qué tiene que ver el destino en todo eso?

La lanza - Mauricio Benary

— Deje que le explique. Como todos los días salí de la capilla a las seis de la tarde. Mi tarea es mantenerla en orden. Abrir y cerrar el Sagrario, cargar y dejar en su debido lugar las vinajeras, el cáliz y la patena lustrados; limpiar el altar, perfumarlo de incienso y preparar todo para la liturgia. Así fue desde que yo era un niño, ahora no lo soy. Me obligaron a vivir allí. Como si estuviera enclaustrado junto con esos dos que me querían cerca. Que estuviera todo el tiempo con ellos, que fuera su monaguillo. Nunca me dejaban solo, ni para descansar. Hacían que les lea libros, que permanezca hasta altas horas en sus habitaciones. Tenía que escapar de allí ¿Entiende?

— No. Cada vez entiendo menos.

— Entonces deberá entender que yo no soy culpable .Los pecados se expían en la tierra, y  yo no recuerdo haberme visto consumando lo que dicen. Y aquí me ve. A un paso de ser enjuiciado y preso. ¿Le parece justo a usted?

— No se trata de mis apreciaciones personales. Sino del delito que ha cometido. ¿Espera que lo considere inocente?¿Qué se enjuicie al destino?

— ¡Es que lo soy! ¡Los culpables son ellos!

— ¿Quiénes? ¿Los dos curas?

— ¡Por supuesto! Yo no podía permanecer más en ese monasterio. Debía volver al parque. ¿Usted cree que sabe todo? Durante años vi los delitos que esos dos cometían. Y usted ¿Adónde estaba?

— Le voy a hacer una pregunta. Y quiero que su respuesta sea específica. No la evada relatando mentiras, porque lo que sucedió es más que evidente. ¿Reconoce este cuchillo?

— Si,  lo he usado todos estos años.

— ¿Ah sí? ¿Es suyo?

— No. Yo no tengo posesiones. Pertenece a la cocina del monasterio. Con él rebanaba las verduras día tras día en mis labores.

— Y si no es suyo, ¿Por qué lo portaba cuando fue atrapado en el parque?

— Porque es una reliquia.

— ¿De qué está hablando, hombre?

— … ¿Usted conoce la historia de la lanza de Longinus?

— ¿Está loco? ¿O se está haciendo pasar por trastornado?

— Es evidente que lo estoy… si no puedo recordar haber hecho lo que hice…

— ¿Cómo dice?

— ¿Sobre Longinus?

— ¿Qué ha dicho? ¿Me está tomando por tonto?

— Yo no dije nada.

— ¡Sí! ¡Dijo algo en voz baja antes de hablar de la lanza!

— ¡Ah! Es una reliquia sagrada de un valor incalculable, la historia dice que La Santa Sede en los años de Inocencio pagó esa lanza con un crimen, un negocio turbio. Y luego fue exhibida por la Iglesia en una fiesta como “la gran reliquia” ¡pero no dejaba de ser la lanza de un Centurión! Lo que le atribuía relevancia era el vestigio de sangre que ostentaba, sangre sagrada.

— ¿Cómo? Le pedí que fuera concreto…

— Longinus era un soldado romano ligado a su destino, como todo hombre. Pagaba sus propios errores y a veces por los ajenos. Un día para comprobar que un temerario enemigo de su amo estaba verdaderamente muerto tuvo que clavar la lanza en uno de sus costados para ver si salía sangre con agua. Mil quinientos años después la lanza fue declarada sacra. ¿Sabe cómo la apodaron?

— ¿A qué?

— ¡A la lanza!

— La lanza de Longino, ¿sino cómo?

— ¡La lanza del destino! ¿Es paradójico, no?

— Usted, ¿me está hablando en serio?

— Claro. Me preguntó porque poseía el cuchillo, yo le estoy contestando, que para mí es un objeto sagrado. Está manchado con la sangre de mis enemigos. Eso lo convierte en reliquia. ¿Quiere que le cuente más sobre mis enemigos?

— No. No es necesario. Deberá hacerlo frente al jurado el día que lo enjuicien y lo envíen al presidio.

— Así es el destino, el hecho de portar el cuchillo sagrado me hace culpable a los ojos de todos. Cuando en realidad yo solo cumplía con mi suerte y ellos con la suya ¿O se le puede atribuir culpa a la lanza por clavarse en un costado?

— Usted no quiere confesar,  se está haciendo el loco. Pero ya confesará.

— ¿Confesar? Se confiesan los pecados. Y yo no recuerdo haber cometido alguno. Tampoco se revelan a un oficial ¿Quiere que le cuente?

— ¿Qué me quiere contar ahora?

— ¡Pf! Si usted supiera cómo se confiesan los pecados. Pero, si quiere le cuento lo que sucedió esa tarde…

— ¡Por fin, hombre!

— Yo solo me vi parado frente a esos dos tipos con el cuchillo en la mano, como si este hubiera venido a mí bañado en sangre. Una horda de padres corrían, y créame, no me iban a hacer nada bueno. Así que corrí en dirección contraria. No sé con qué fuerzas salté el portón. Corrí por las calles cuchillo en mano. Ante mí la gente se abría paso y gritaba: ¡Asesino, asesino, agárrenlo! Escondí la reliquia en el bolsillo y fui a buscar agua para lavarme. Entré al mercado, corrí por los pasillos, hasta que cansado y sin nadie que me persiguiera aminoré el paso.

»Estaba en la zona en que los carniceros hacían los cortes, ahí sí me sentía seguro, parecía uno más de ellos. Nadie advirtió que yo no era un carnicero común y corriente. Para mí, mejor. Tras los puestos había un baño, lo recordaba desde la infancia; más sucio que el del monasterio, lavé mi camisa para borrar las manchas y me la puse así mojada. Partí hacia el matadero, salté el paredón y otra vez vi la calle. Esta mañana me encontraron en el parque, me pegaron y esposaron. Estas manchas no son de esos dos tipos, señor. Esta sangre era mía. Brotaba de la boca, de la cabeza y nariz ¡Ja! ¿Yo, culpable? No, señor. No puedo acreditarme el destino de nadie, yo cargo con el mío y con eso me basta. ¡Ellos eran culpables! ¿O podemos atribuirle a Longinus la muerte del enemigo de su amo? De ninguna manera.

— ¡Basta! No voy a seguir con esta farsa. ¡Usted es un asesino! Esa cosa a la que llama “destino” inevitablemente lo llevará a la cárcel. Y esa otra a la que llama la lanza de no sé qué es el arma con que asesinó a los padres. ¡No permitiré que se haga pasar por loco!

— ¡Usted es el que se hace pasar por loco! Queriendo hacerme creer que no entiende lo que sucedió. Disculpe, ya no seguiré esta farsa. Allá usted con su propio destino ¿Qué sentido tiene que expiemos nuestros pecados en la eternidad? Lo que perpetramos aquí, aquí mismo se tiene que pagar.

 

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Mauricio Benary, autor de la novela, La cofradía del ventrílocuo, de próxima edición.

 

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