Universo cuentos

 

 

 

 

Para consultas escribir a:
centroavatares@yahoo.com.ar

Visitanos en:

   seguinos en instagram

 

Fantasy

 

La visión de Ricardo

por Carlos Galvalizi

Llegan de a poco, materializándose entre las nubes bajas del valle que se esconde del sol de la mañana temprana, como si atravesaran un portal mágico que conecta a otra dimensión.

Precedió su llegada un coro de bronces imponiéndose a acordes de cuerdas pulsadas por los dedos de dioses nunca vistos. O tal vez por los de esas temibles amazonas enviadas a recolectar selectos cuerpos de los muertos en combate para transportarlos al Valhalla en las grupas de sus corceles.

Los caballos, briosos y salvajes, relucientes como los yelmos alados y los escudos y espadas de ellos, a veces piafan y golpean con sus cascos, en lentos movimientos, un suelo brilloso por el rocío. Los músculos se marcan y abultan; los alientos dibujan volutas y nubecillas efímeras en el aire frío de la mañana en los bosques mitológicos.

El río aún oscuro se desliza perezoso entre las murallas de colinas boscosas que guardan los misterios y las glorias de los fieros hijos de Odín. Se desliza hacia allá,  hacia donde está el Bifröst, el Arco Iris de fuego que ha de cruzarse como aduana al reino del dios mayor, ese edén de la gloria conquistada con el valor eterno y épico de los guerreros de honor.

Avanzan lentamente sobre el verde terreno brotado en flores mágicas, en formación cargada de corajes y victorias acumulados desde las eras primales en las que se inscribió el destino de cada uno. Los dioses que los guían, los hermanos de Odín, marcan el camino a los altivos combatientes que esta vez, lejos del estruendo de las batallas que los hicieron ameritar este desenlace, guardan respetuoso silencio a pesar del orgullo que mantiene enhiestos sus cuerpos sobre sus monturas. Una masa compacta de cientos de aguerridos veteranos de mil combates, escoltando a los dioses que se encaminan a su sino final, no emite más sonidos que el sordo paso de sus caballos y algunos resoplidos que chispean aquí y allá.

El Arco Iris brilla, flamígero,  a una distancia que les parece siempre la misma pero que su fe les dice se acortará. Hiende la atmósfera de celeste intensísimo como si fuera el trazo circular hecho por una espada divina. Tal vez lo sea.

La mítica tropa llega a un recodo del río de las deida­des. Y allí, al doblarlo, al superar la lengua boscosa que impide ver más adelante, se presenta a su vista Skidbladnir, el bajel  enviado para el último tramo del viaje de ellos hacia el paraíso. Reluce en blanco y oro, majestuosamente quieto en las aguas cristalinas del río cortejado por los bosques de negruzco verde, bajo el Sol ya alto y sonriente. Lo une a tierra un puente de troncos de cedro. Las filas de remos a ambos lados de la nave se yerguen, en espera, como una continuación del costillar de la quilla. El mástil hecho con roble de los bosques del mismísimo Asgard, el reino de los dioses guerreros, parece un guerrero más, altivo y arrogante, aguardando a cumplir su cometido. El emblema de Odín remata la proa alta y desafiante que abrirá el surco definitivo en las aguas de la líquida serpiente que repta hacia el Bifröst.

Ellos se acercan a paso cada vez más lento, atentos y ansiosos. De pronto, los ojos se agrandan, los alientos se suspenden y hasta los caballos se paralizan. Es que desde la nada, como salidas del Sol, las hijas de Wotan descienden hacia ellos en sus corceles alados y blanquísimos, ululando un saludo fiero a los guerreros que por primera vez en su vida sienten sus piernas amainar en vigor. Ellas, las Valkirias, ba­jan formando sendas filas simétricas que se posarán en cada ribera para escoltar a la nave en su viaje al infinito.  “¿Esa no es Brunilda?” dice el asombrado susurro de un corpulento barbudo, envuelto en piel de oso, cuya espada cortaría en dos a un buey. Un amistoso codazo lo llama a silencio justo en el momento en que ella levanta su brazo, mostrando la lanza en horizontal.

Fue una señal; como el disparo de una flecha encen­dida que anuncia el principio o el fin de una batalla. Una orden potente resonó en cada cabeza y todos dejaron sus cabalgaduras. Alguna cariñosa palmada al equino compañero de con­tiendas y aventuras marca la despedida entre los que irán al paraíso y los que quedarán como habitantes de esta Tierra. Otra orden, impartida de la misma arcana manera, los pone en marcha hacia el navío, los dioses seguidos por esos rubi­cundos conquistadores de victorias y honor a fuerza de combates.

La nave parte. Se separa de la costa con suavidad, como flotando en aire en vez de agua, apenas las decenas de Valkirias alineadas en las riberas levantan al unísono sus lanzas apuntando al llameante fenómeno en la lejanía, emitiendo una nueva señal que todos entendieron. Un ulular profundo saluda el despliegue de la vela blanquísima que ostenta en su centro el emblema de Odín, bordado en oro. Parecería que un ave enorme y regia extendiera sus alas sobre la nave cargada de destino y corazones acelerados. Un hálito fresco y vital emanado desde los bosques eternos infla la vela como un pecho que suspira y empuja el navío aguas abajo por el río que eras después recorrerá Sigfrido.

Ahora sí todos ven que la distancia hacia el flamígero Arco Iris se va acortando. El sereno andar de la nave, escol­tada por el trote suave de las Valkirias, va agigantando la visión que los pasajeros tienen del flameante portal. Los dioses agrupados en la proa sonríen, conocedores de lo que les espera, pero los cientos de guerreros que componen su guardia cruzan miradas de expectación y hasta temor. Esto se ha tornado demasiado grande para su comprensión. Nada se ve distinto más allá del inmenso arco de fuego que tal vez fue trazado por la espada de una divinidad. Solamente más río, más bosques, más colinas y más cielo como los que ya cono­cen. La fe de algunos tambalea y debe ser sostenida por la fe y las quedas palabras de otros. La inquietud, sin embargo, se propaga a lo largo del navío blanquísimo orlado en oro. Se va potenciando como una acumulación de poder geológico, sorda pero camino a un estallido, a medida que la nave se aproxima cada vez más y el Bifröst  les parece una boca ominosa que los va a consumir. Hasta que, llevando a esos gue­rreros a un cenit de ansiedad y temor, la proa se hunde en el plano determinado por el arco de fuego. Entonces, murmullos y hasta gritos de asombro van indicando el cruce del portal por cada palmo del navío, irradiándose hasta la popa y borboteando en sonrisas y miradas de fervor e incredulidad.

Jorge Soto
Ilustración: Jorge Soto

Primero que nada ven a Heimdall, el dios guardián del portal, dándoles la bienvenida con sones de su cuerno, plenos de alegría. Entonces pueden mirar alrededor. Lo que antes de atravesar el portal era una continuación del paisaje dejado atrás, ahora se ha trocado en el paraíso nunca visto y siempre anhelado. Un marco colosal de montañas y bosques verde oscuros, que emiten un halo como de ánima viva, rodea lagos de un azul incomparable que destellan su paz eterna bajo el Sol. Innumerables águilas y halcones baten majestuosamente sus alas sosteniendo sus vuelos en completa armonía unos con otros, jugando entre ellos en el vientre inmenso de la bó­veda iridiscente que a todos acoge. El río ha abandonado su recorrido serpentino y es ahora un cauce recto y cristalino que se va angostando y culmina en lo que todos divisan como un promontorio altísimo de rocas gigantescas que despiden chis­pas de brillo diamantino. Su creciente proximidad va atenuando los comentarios, el asombro y las sonrisas. Todo es reemplazado por una nueva expectativa, por una sensación gradual de advenimiento aumentada por el hecho de que las Valkirias se han adelantado y forman, enfrentadas desde ambas riberas, irguiendo sus lanzas en saludo al navío que está arribando. Están lo suficientemente cerca como para poderse apreciar la belleza feroz de esas hembras guerreras, los pechos turgentes de las que no usan corazas, sus cabellos de oro y su piel claro de luna. Sofrenan con sus muslos marmóreos el ímpetu de sus corceles, que piafan y resoplan, mientras algunas de ellas dejan momentáneamente sus cabalgaduras para acercar la planchada de troncos al Skidbladnir, que se ha acercado de costado perfectamente a la orilla sin el más mínimo error, como si lo empujara una mano gigantesca, protectora e invisible.

Los dioses y su guardia de guerreros descienden en orden y silencio, un silencio tan solemne que solamente es desafiado por algún graznido de las aves, el resoplar de un caballo y el retumbar de centenares de pechos llevados al borde de la inquietud. Las Valkirias hacen formar a ese ejército de frente al promontorio de los destellos diamantinos y luego se ubican en sendas filas a los costados, escoltándolo.

Transcurren minutos de una espera que a la anticipación constituye en tortura. El batir de los corazones ya compite con los tambores de guerra que han llenado los huecos y las sombras de los bosques de la nación germana. Un parloteo generalizado de las aves del cielo les hace levantar la vista a los fornidos elegidos. Todos los signos de un portento por suceder tienen lugar ante el pasmo de esa tropa que parece no ser capaz de resistir los hechos que han soñado y deseado desde el vientre materno. Ven que las águilas, halcones y otros pájaros que se han sumado están ordenándose y vuelan en amplio círculo alrededor del promontorio. De los bosques aledaños van surgiendo las bestias amistosas que son alimento y abrigo de los hombres; se detienen al filo de la foresta, conformando una platea de testigos de las maravillas que están teniendo lugar. El cielo se vuelve de un celeste tan intenso que ya duelen los ojos al mirarlo. El Sol se está expandiendo, jurarían todos, posicionado exactamente sobre la vertical del promontorio. De su centro brota un punto oscuro, renegrido, que rápidamente gana tamaño hasta ser reconocible por los centenares de ojos azorados. “El Águila Sabia”, dicen los susurros y los jadeos que recorren esa tropa de un extremo al otro. La inmensa ave guardiana del Árbol de la Vida sobrevuela la escena como si revistara la legión hetero­génea de Valkirias, dioses y guerreros, antes de posarse con gracia soberana sobre la cúspide del promontorio. En cuanto esto sucede, las aves que volaban en círculo lo desarman y se dispersan por el firmamento. Sobreviene un silencio absoluto, respetado por las aves del cielo, las bestias de la tierra y la respiración suspendida de los hombres, cuyas piernas tiemblan. El Águila Sabia extiende sus alas, grazna largo y vibrante y parte de regreso hacia el Sol después de un vuelo bajo y en redondo que tendió su rauda sombra como una manta sobre la multitud en pie, dejando atrás el inicio del último prodigio por suceder.

Apenas las garras del ave se despegaron del promontorio, éste comenzó a transformarse. La luz del Sol se atenuó hasta parecer crepúsculo. Los destellos diamantinos se multiplicaron y pronto esa miríada se compactó hasta volverse un único brillo. Las pétreas superficies se diluyeron en el aire, se esfumaron, se reinflaron, se salpicaron de protube­rancias que volvieron a esfumarse mientras un esplendor creciente se abría paso desde las entrañas graníticas, como un plasma vital que reemplazaba paulatinamente a las rocas y fuera tomando  formas cada vez más definidas. El estupor de los indomables guerreros vio cómo se dibujaban murallas, se levantaban torres, se definían puertas y almenas a partir de una masa primero etérea, después gelatinosa, y finalmente sólida y brillante, mientras un paulatino fragor de trompetas y cuernos daba grandiosa atmósfera al fenómeno. El bloque de guardianes de los dioses se agitó, se sacudió, se pobló de jadeos y hasta de gritos a medida que el portento se materializaba ante sus ojos; unos se sostenían en mutua asistencia, otros parecían rezar, algunos más quisieron retroceder, mas todos quedaron inmóviles donde estaban cuando la desco­munal silueta quedó firme, sólida, refulgente y definida ante ellos. Inmensa, exorbitante en su grandiosidad, la vista no podía abarcarla con una sola mirada.

El Valhalla.!”, fue el estremecido murmullo que barrió a esa masa humana como un remolino de viento en el desierto. Pero, antes de que el remolino se asentara, las puertas de la colosal entrada que tenían enfrente de sí comenzaron a abrirse. Un resplandor de oro y fuego se extendió desde adentro como si fuera el soplo de todas las divinidades del cosmos mitológico y, en el centro de ese resplandor, al borde de la escalera de incontables escalones de mármol, se materializó progresivamente la figura gigantesca, cruel y paternal que cada hombre y mujer de la Nación germana anheló llegar a ver alguna vez.

Abrió sus brazos sobre esa  multitud petrificada y ex­pectante. Atrás de él, ya dentro del palacio paradisíaco, espe­raban Hermod y Bragi, sus hijos directos, rodeados por las cohortes de Valkirias despojadas de sus armaduras, vestidas de blanco y portando fuentes llenas de tajadas de jabalí y jarras de hidromiel destinadas a la reparación de fuerzas. Él habló. Su voz fue una onda cálida y sólida que rápidamente llegó al alma de sus visitantes.

Bienvenidos, hermanos e hijos. Ha terminado vuestro viaje. Aquí y ahora comienza la justa retribución a vuestro valor y coraje, la recompensa a la gloria ganada en mi nombre y pagada con tantas cicatrices y hasta con la vida. Venid, pasad… Reunámonos en el Gran Salón de las Espadas y que comience la fiesta perpetua de los bravos.”  Giró sobre sí mismo y se adentró en el Valhalla mientras el Sol recuperaba la fuerza de su luz. Lo siguieron los dioses menores y el ala­rido rugiente de centenares de gargantas, precediendo el ingreso triunfal de los guerreros, ahora inmortales, al mítico palacio. El rugido creció hasta ser la apoteosis de una orquesta inmensa cantando al Cosmos las hazañas de los dioses. Buscó la bóveda celeste, rebotó en las pétreas caras de las montañas, descendió a acariciar los lagos y danzó con los animales del bosque y las aves del cielo. Con los rostros barbados desencajados de pura euforia y adoración, los brazos hercúleos en alto sosteniendo espadas y hachas, los ojos echando centellas de orgullo y los pechos ensanchados como nunca, la aguerrida masa cocida en tantas guerras legendarias como se puedan recordar siguió al anfitrión cuyo nombre vivaban ahora tanto o más que cuando lo invocaban en las batallas:

Odín....!Oooodín.!!!!Oooooodín….!

Con ese alarido-plegaria aún reverberando en todos los rinco­nes del paraíso, las enormes puertas se cerraron tras el último guerrero.

El hombre de las largas y delgadas patillas que daban un marco a su rostro sacudió su cabeza, inseguro sobre si había soñado o había sido preso de una visión inducida, vaya a saber por qué fuerza oculta, durante el lampo inasible en que no se sintió conectado a la realidad. No estaba seguro de lo sucedido.

Pero sí se sintió absolutamente seguro de lo que debía hacer.

Richard Wagner tomó pentagrama y pluma y comenzó a escribir las primeras notas de la “Entrada de los Dioses al Valhalla”.

 

..........................................................................................................................

 

Carlos Galvalizi, de Su libro, Retoños Tardíos, Cuentos y poemas.

 

volver a Fantasy

 

marta rosa mutti

perfil Marta Rosa Mutti

Avatares - Centro de narrativa y poesia

cursos y seminarios - apasionarte

libros - Marta Rosa Mutti

Asterion letrario

vuelo de papel

novedades Avatares

textos y contextos - Avatares letras

serviletras

contacto-avatares

 

avatAres apuntes literarios y algo más - Anuario de letras - Publicación de Avatares letras, Escuela de escritura - Comunicate: 011 15 40752370 - centroavatares@yahoo.com.ar