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Realismos

Noche caníbal

por J.R. Schöb

La noche

Estaba aterrado. Se encontraba acorralado entre el desorden de una construcción y una muchedumbre sedienta de sangre. Para Alejandro no había escape y solo tenía un tubo de acero para defenderse. A su espalda Ana, la mujer amada. La multitud dubitativa, temerosa del caño y del corpulento Alejandro no se decidía a atacar.
Estaban agotados, habían corrido mucho. Él sangraba por una profunda herida a un lado de su pecho, ella había sido brutalmente golpeada. Sabían que no debían dejar ver su debilidad, el ser miserable se fortalece con la vulnerabilidad ajena. Esta le hace sentirse superior, lo envalentona, lo tienta.
La respiración agitada y la adrenalina que aceleraban su metabolismo hacían que su cuerpo hirviera. La sangre sobre él, parte propia, parte de su hermano, se mezclaba con el sudor de su brazo tensionado, descendía por la mano al tubo, bajaba a lo largo de este. Amenazante golpeaba el piso con el acero y de este salía despedida una nube de rocío carmesí. La muchedumbre empujaba y arengaba a unos cabecillas del frente a ser los primeros en golpear, pegar, patear, arrastrar, pisotear, arañar, desgarrar, lacerar, cercenar, mechar, morder y finalmente... comer. A la luz de las fogatas nocturnas, sus famélicos rostros deformados por la excitación les daban el aspecto de demonios en la noche de Walpurgis. Algunos sacaban la lengua haciendo ostentación de sus ansias caníbales.
Alejandro blandía el metal frente a los rostros de los más adelantados. —Al primero que dé un paso le arranco la cabeza de un cañazo. —gritaba amenazante, al tiempo que golpeaba el piso y volvía a blandirlo frente a los ojos de los que alguna vez fueron personas. Él nunca fue violento, solo hacía lo único que le quedaba por hacer. Finalmente, estaba frente a frente con un joven transformado en un animal sanguinario. Una masa de gente amorfa saltaba tras él. Desaforados, de sus bocas junto con gritos incomprensibles escupían saliva y sangre. El desquiciado que se había abierto paso hasta Alejandro exhibía un rostro particularmente deformado, en su frente tenía un pequeño cuerno y sus pómulos saltaban puntiagudos de su pálida cara. Se veía fuera de sí, terriblemente escuálido y encorvado. No se atrevía a atacar, pero la excitación del momento lo descontrolaba. La turba gritaba y lo empujaba, los movimientos rápidos lo enloquecían. Los gritos, los golpes, empujones, la adrenalina, el tubo, la mujer indefensa detrás. Entonces con sangre en su rostro, los ojos rojos y gritando: ¬—Te voy a comer el cráneo —se abalanzó sobre Alejandro. Un furibundo golpe del caño en la cabeza dejó al desquiciado fuera de combate. Este cayó como sin vida. Pero aparecieron un segundo y un tercer enajenado a reemplazarlo. Estos pisaban al compañero tendido como basura en el camino. La caterva de gente enloquecida avanzaba lenta pero inexorablemente sobre la pareja caída en desgracia. Paso a paso. Las manos estiradas queriéndolos aferrar. En ese momento Alejandro y Ana se percataron de la escalera en el andamiaje de la construcción. Se escaparon, entre tropezones y manotazos con toda rapidez escaleras arriba. Un aluvión de pseudo-personas los perseguía por detrás.

Alejandro llegó al patio en la terraza de lo que solía ser un hermoso restaurante sobre las barrancas del Paraná. Vio escenas que le recordaron el infierno de Dante. Hombres royéndoles las nucas a otros, cadáveres descuartizados repartidos en el suelo, la negra sangre coagulada y seca por todos lados. La gente bailaba y saltaba desquiciada en torno a hogueras. Corrían, jugaban y se golpeaban con miembros arrancados de los cadáveres. Reían y bebían en una orgía caníbal sin pudor alguno. Era increíble que esas personas absolutamente enajenadas de todo lo humano poco tiempo atrás solo se preocuparan por cosas mundanas, como ir a la escuela o al trabajo. Alejandro intentó disimular el estupor provocado por la dantesca escena para cruzar esa macabra fiesta sin ser percibido. Pero a los pocos pasos lo reconoció Malón. Él era un amigo que Alejandro conocía de conciertos a los que concurrían habitualmente. Era un poco tonto, pero jamás Alejandro hubiera pensado verlo así, despojado de toda individualidad, sumergido en un monstruoso enjambre caníbal.  Malón le grita —Che, Ale, ¿Qué hacés? ¡Una masa verte! ¿No está re copada la onda? —Tenía una jarra de vino mezclado en la mano, como muchas veces lo había visto, pero esta vez, Alejandro sabía que dentro de la jarra había sangre. La cara de Malón saltaba y se deformaba al son de las hogueras detrás de él. «¡Pero su cara!» Ante los ojos estupefactos de Alejandro, de la frente de Malón crecía un cuerno. También sus pómulos y esquelética quijada se estiraban amenazantes hacia adelante. Su cuerpo se agrandaba y arqueaba, mientras que sus brazos se estiraban hasta rozar el piso. Malón se le acercó diciendo cosas que Alejandro no entendía y lo abrazó. Alejandro no podía contestar, las palabras no salían de su boca, solo sonidos guturales lo hacían. Pero Malón no percibió nada extraño en esto. Alejandro simuló risas, soportó el abrazo y las palmadas para luego seguir su camino con una mala imitación de sonrisa en el rostro. Caminó en dirección al río. Detrás de él el pandemónium, enfrente el Paraná brillando bajo la luna llena, sus islas eran sombras negras bien contorneadas por el luminoso río.
Para ese momento sabía que todo era una pesadilla. Nada más que un mal sueño. 
En sueño lúcido caminó hasta el borde de la barranca. Sabía que todo aquello no era real pero no podía dejar de sentir estupefacción y una profunda decepción por el género humano. Al llegar al borde de la barranca, saltó al vacío.  En una larga caída recuperaba su conciencia y antes de chocar con la superficie del río, se despertó.

 

El desayuno

Con el cuerpo bañado en sudor frío y acongojado a causa del terror, Alejandro se levantó y tomó una ducha revitalizadora.
Preparó el mate para el desayuno.  Mientras desayunaba imágenes de la pesadilla se repetían una y otra vez vívidas en su cabeza. Aunque con cada repetición el horror que le producían mermaba, la extraña sensación de que haya sido más que solo un sueño prevalecía. Entre risas y congojas se preguntaba qué reacción tendría Malón cuando le contara el sueño, sabiendo que a él le gustaban las películas de terror.
Encendió el televisor para informarse mientras desayunaba.
En el noticiero vio al presidente Macri premiando a policías por haber matado a personas desarmadas por la espalda. Recordó al hijo de inmigrantes, diciendo “las fronteras son un colador.” Entonces le vino a la memoria todo el renacer del movimiento nazi en Europa y Estados Unidos y reconoció en Macri solo una imitación porteña de una Europa en franca decadencia. Evocó a Trump y Bolsonaro, dos racistas, homófobos, xenófobos y misóginos, siendo llevados al poder por esas mismas minorías que abiertamente desprecian; un mercenario islamista, pagado por las democracias occidentales, abriendo el pecho de un hombre para comer su carne, haciendo un corto propagandista de las cruzadas por petróleo. Recordó cincuenta y siete muertos de la carnicería en una prisión brasileña y no pudo dejar de creer que ese mal sueño no está tan lejos de la realidad como desearía. Que tal vez lo de esa noche fueron metáforas de una realidad, recuerdos de otra vida o, acaso, recuerdos del futuro.
En ese momento escuchó que llamaban a la puerta. Era Aníbal, su hermano, que venía a visitarlo.
—¿Qué hacés Aníbal?
—Pasaba de camino a la reunión del comité. Es temprano y paré a tomar unos mates.
—Pasá. Justo estaba en eso.
—¿Ana? —preguntó Aníbal.
—No está. Está laburando —le dijo Alejandro y se sentaron a desayunar juntos en una mesa frente al televisor.
En un momento Alejandro le dijo a su hermano:
—No te resulta alarmante como los políticos juegan con el nazismo como monos con Gillette. Ya no solo utilizan inmoralmente la xenofobia como herramienta electoral, sino que como una forma cotidiana de hacer política. Yo soy un convencido de que Hitler no quiso matar a millones de personas. ¿Por qué querría hacer semejante boludez? Se le fue el control de las manos. Vos prendés el fuego del nazismo y después perdés el control, no podés ser blando o te comen a vos también.
Aníbal lo miraba de costado, como no queriendo decir algo, pero Alejandro no quería percibirlo y continuaba con el discurso.
—¿No te llama la atención la liviandad con que la gente toma que en la televisión aparezca a hablar un nazi disfrazado de político, economista o ecologista y que el presentador lo escuche como si nada? Como a un invitado cualquiera.  ¿A eso le llaman imparcialidad? ¿Y la moral? “ni noticias”. Aparece uno diciendo: “Yo soy de la opinión que matando a algunos de tal minoría la economía mejora.” y el conductor en vez de decirle que es un incivilizado despreciable, dice que no está probado que la economía mejore. ¿Y La gente de la tribuna? Ni se entera, no le importa o peor aún: le gusta. Les gusta porque, por alguna razón a todas luces falaz, ellos creen estar del lado favorecido del tácito convenio. Tácito convenio, por sobre todo tácito. La inmoralidad nunca se dice en voz alta. Incluso gente descendiente de inmigrantes entusiasmados por el discurso de políticos xenófobos. ¡Es de no creer! Y te juro que estoy ahí, miro esa masa anestesiada, y no puedo salir de la estupefacción. Miro la gente a mí alrededor y creo estar rodeado de maniquíes, extraterrestres o poseídos.  La gente, dios incuestionable para los periodistas, políticos y todo aquel que pretenda manipularla, oscila entre una multitud de personas y la masa. El sujeto integrante deja de ser un individuo para pasar a ser una parte, un órgano, de este. Superior en poder, pero muy inferior en inteligencia y espíritu. La masa es un ser gelatinoso, sin voluntad ni objetivos, pero con tendencia a la violencia, que va devorando personas a su paso y las asimila o las destruye. No hay grises. Los espíritus inferiores no reconocen los matices. Todo es bueno o malo, amigo o enemigo, a favor o en contra. Y claro que sí: resumido, simplista, fácil. Si los físicos y matemáticos no pueden resolver el problema de los tres cuerpos. ¿Cómo pretenden...
—VOS ¿Cómo pretendés ganar posiciones para las internas de intendente si hablás de esa manera? —lo interrumpió Aníbal irritado—. Estamos laburando como locos para ganarle terreno al Berón ese, y a vos hablando así, te van a echar del Honorable Concejo Deliberante a las honorables patadas.
—Tranquilo Aníbal, solo con gente de confianza llamo inmorales a los inmorales. ¿O qué? ¿Debería hacer caso a los otros y desconfiar de mi hermano?
—No Ale. Claro que no. No te calentés.

 

La Carta

Mi nombre es Benjamín.
Escribo esta carta para la gente de un futuro distinto. Inspirado por mi tío Pancu, que me leía historias cuando yo era un niño y me daba consejos para una humanidad que ya no existe y casi no recuerdo. Las historias de terror que antes se contaban no son nada en el mundo de hoy. Me rio de las cosas de las que la gente se horrorizaba. Estoy seguro de que muchos cambiarían esta realidad por esa fantasía. Olores nauseabundos, latigazos, avispas que pican no son nada comparado con la muerte que espera en cada esquina. El pensar que cada segundo puede ser el último, es morir mil veces por día. 
Hablando de morir, seguro que será dentro de poco. Tengo una herida abierta en la cabeza que se me abichó y no creo aguantar más de una semana. Por eso escribo esto.
Recuerdo que en otros tiempos comíamos en mesas y caminábamos derechos. La gente no andaba agachada escondiéndose en yuyos altos, tras paredes o escombros para cazar o evitar ser cazado. En un ratito, no más, todo cambió, los países desaparecieron y cada Leónida, jefe de barrio, se convirtió en ley y rey de nuestras vidas. Cuando era chico, el matar y morir eran cosas raras. El canibalismo no era la forma normal de arreglar cuentas y mejorar tu posición en el grupo, ni se veía mucho. No lo sé. Hoy, en el Circo Romano nomás, se matan, se torturan y comen unos a otros solo para entretenernos. Cada día unas cuantas docenas. Ahí antes se jugaba fútbol. Los leónidas organizan esos espectáculos para calmar la sed de sangre, natural en la gente. Dicen. Pero la verdad, es que yo no sé si es tan así, o, por el contrario, la gente sale más loca todavía. A la salida hay que tener cuidado: siempre hay algún grandote que quiere hacerse la estrella y se agarra a algún chiquito para hacer lo que vio en la arena. En verdad, a veces resulta más divertido que el espectáculo de adentro. Además, por el entusiasmo que la gente se agarra, es un buen momento para ajustar cuentas. Así se arman tremendas batallas campales entre barrios que terminan con muchos muertos desparramados, que nadie limpia. Por eso los estadios hieden y algunos dice que ese mal olor enferma a la gente.
Todavía hay algunos de los tiempos antes de caníbales. Son super viejos. Tienen como 40 años… o más. Antes era normal esa edad, pero ahora es un montón y cada vez hay menos. Solo los que tienen muchos que los protejan pueden vivir tanto. La gente de aquellos tiempos no tenía un cuerno en la frente, no caminaban encorvados y sus brazos eran re cortos, nunca tocaban el piso. Cuando yo era un gurí éramos todos así, pero ya no se los ve. Los otros días nos encontramos con uno de los últimos de esos. Son re fuertes. Él me lastimó la cabeza. Capaz que la herida me termine matando. Débil como estoy, si salgo a la calle cualquiera se la va a creer mejor que yo y eso es peligroso. Pensar que en un momento quise roerle el cráneo y ahora, de alguna manera, él lo hace conmigo.
Aquella tarde salí a mendigar algo para comer a lo del leónidas Jánibal. Llegando ya, vi que se había reunido un gentío en la canchita. El leónidas Jánibal estaba allí en el tumulto jugando con unos pibes a la pelota con su camiseta de Boca. Cuando me acerqué vi que no se trataba de un juego, estaban festejando mientras pateaban unas cabezas cortadas. Gritaban dando alaridos triunfantes. Pensé que, entre tanta excitación caníbal, no era un buen momento para molestarlos, pero como dijo Ugolino della Gherardesca: “el hambre más pudo”. En ese momento me vio Herma y se dirigió directamente hacia mí. Herma, antes se llamaba Carlos Cambaceres, era solo un sobreviviente con aspiraciones, hasta que en una noche de locura alucinógena mató al Carpincho, el que era un ser tan despreciable como pequeño y débil, pero su hermano era el leónidas de Anacleto, Gustavo el Perro. Cosa que Herma no sabía, hasta que fue muy tarde. Para salvar la vida, joven y bonito, se hizo hembra del leónidas Mau hasta que a ese lo mataron. Ahora es pareja de Jánibal. El leónidas más viejo y jefe de la revolución caníbal.
En ese momento Herma estaba extremadamente excitado por la situación y por pastillas. Sus ojos saltones me miraron y al paso, con todas sus fuerzas me agarró del cuello en una mezcla de abrazo, que me decía que yo era parte del grupo, y una disimulada ahorcada, señalando que no me quedaba otra. Me llevó al centro de la ronda. Ahí me dijeron que una de las cabezas era del padre de Ana, la cuñada muerta de Jánibal. «Así son algunas familias.» pensé con moral de otros tiempos. Después de muchos años vi la cabeza redonda con una frente que no tenía cuerno.
El leónidas Jánibal, en aquel tiempo Aníbal González, encabezó la toma del poder por los caníbales en la región. Mató y devoró a su hermano Alejandro que era el intendente de la ciudad, pero después perdió el lugar en el nuevo orden, quedando solo como jefe del barrio.
En un momento se escuchó un ruido desde un rincón de la canchita, al borde de la calle. Era un grupo que traía a Ana, que gritando y llorando forcejeaba. —Papá. Papá. —gritaba.
Jáníbal se reía enloquecido. —Pero miren quien resucitó de entre los muertos. Mi querida cuñadita. —dijo y pateó la cabeza del padre a los pies de Ana. Ella era re alta. Se dejó caer de rodillas sin más energías para pelear. —Déjenla. Déjenla. —gritó Jánibal y la soltaron, haciéndola caer sobre la cabeza de su padre. Ella la abrazó llorando. El Leónidas celebraba rechoncho de placer.
Pero de repente Ana se levantó golpeando con su cabeza la pera de uno de los dormidos que la tenían sujeta, manoteó un machete que este tenía en la mano. Rápida como un gato saltó sobre el Jánibal, levantó el machete y le tiró con todo. Él intentó esquivar, pero la punta del machete lo alcanzó y le hizo un tajo en la frente que salpicó con sangre a los que estábamos cerca. Herma entró en la ronda para defender a Jánibal y pudo apartar a Ana. Otros intentaron agarrarla, pero ella los golpeaba, y con el machete intentaba cortar a quien se le acercara. De todas maneras, estaba encerrada. Herma retiró a un costado a su jefe. Las hienas comenzaron a jugar con su presa. En revoltijo la muchedumbre gritaba y aullaba excitada mientras intentaban quitarle el arma. Recuerdo que me impresionó la garra con la que peleaba esa mujer. En un momento, el púber Laucha supo aprovechar su posición a espaldas de Ana para darle un golpe en la nuca con un tubo, que hizo que ella cayera sobre una de sus rodillas, perdiendo el machete. El Laucha saltó hacia atrás dando un grito de euforia mientras bramaba, reía y babeaba a la vez, inmediatamente se protegió en la turba que llena de júbilo le felicitaba con palmadas en la espalda. Al borde del tumulto estaban los dos hermanitos del Laucha, que festejaban re sacados, orgullosos de su hermano mayor. La ronda cayó sobre Ana para patearla, rasguñarla y arrastrarla de los pelos. La Comadreja Carla le pegaba patadas con muchas ganas. Mucho tiempo atrás, la Comadreja se llamaba Carla Rossi y era mi compañera de escuela. Siempre fue re ágil y fuerte, ella y yo jugábamos juntos en los equipos que siempre ganaban. Yo sabía que ella gustaba de mí, pero éramos chicos y después el nuevo orden se impuso. Ella era hermosa en la escuela, pero el mundo caníbal la transformó en el monstruo que es ahora, como a todos nosotros. Ella era una de las pocas mujeres que en este mundo violento podía sobrevivir sin un hombre que la poseyera. Ana, por el contrario, pertenecía a una familia pudiente y nunca se juntó con la gente del barrio. Carla la odiaba ya en tiempos de paz. Y ahora se desquitaba. ¡Como disfruté viendo a la Carla pegarle patadas a la arrogante de Ana!
En esos momentos escuché gritos detrás de mí, y un golpe me tiró al piso. Era Alejandro; grande, fuerte y… ¡vivo! Con un tubo de hierro en la mano golpeaba a uno y otro lado para sacar a su mujer de la montonera. Poco después, por un segundo se calmó todo. La turba no sabía qué hacer y estudiaban la situación. Pero Jánibal gritó —Mátenlos. Mátenlos. —al tiempo que con una mano cubría el corte a un costado de su cuerno, que sangraba sin parar y le tapaba el ojo izquierdo. Todos saltaron sobre Alejandro y Ana. Él pudo dar unos golpes con el caño, pero no lo hizo de una manera decidida, como teniendo miedo de golpear. ¡Era un mariconazo! Mientras que Ana, todo lo contrario, aunque había recibido una paliza, había podido recuperar el machete y cortó a varios. Al Toro, macho grande y malo si los hay, de un machetazo le abrió un tajo desde la frente a la pera. El hombre grande y guapo como era, salió a los gritos de dolor pa’ su casa. Dos caras le van a llamar, si sobrevivió. Pero al final todos cayeron encima de los dos y los inmovilizaron. La masa estaba enardecida. El Jánibal festejó —Ahí tenés puto. —En la masa loca comenzamos a cantar— Puto, puto, puto…
Jánibal se acercó riendo y sangrando. De no haber sido una cosa sabida, nunca hubiera imaginado que eran dos hermanos. Jánibal… normal, solo que increíblemente viejo, lleno de cicatrices; el otro parecía mucho más joven, nadie hubiera pensado que era un viejo de más de cuarenta. Su andar derecho; brazos cortos; su rostro plano, sin cuerno, ni pómulos casi tenía. Si no hubiera recordado que en un tiempo éramos todos así, me costaba creer que eran de la misma especie.
—Ratas inmundas. Salieron del agujero por fin. —dijo Jánibal y ahí tuvieron una pequeña charla familiar frente a todos. No me acuerdo bien, pero se tiraron con de todo. Alejandro en algún momento le gritó fuera de sí. —Vos rata, que te acurrucaste a mí cada vez que pudiste y cuando tuviste la oportunidad me robaste casa, auto, vida e intentaste matarme.
Jánibal no contestó. Fue calladito a buscar el machete que estaba en el piso.
Alejandro le dijo: —Querías ser rey, y mirá a lo que llegaste: matón de la cuadra. Ni entre las bestias pudiste reinar. ¿Valió la pena destruir el mundo por esto?
Jánibal perdió la paciencia. —¡Aghhh! ¡Ya comienza de nuevo con sus sermones! ¡por dios! Años sin verte y tu chamuyo me pudre la cabeza en dos segundos. El gran héroe que va a salvar el mundo. El mundo se hizo caníbal y ni vos ni nadie lo podía parar. Si no era yo, era otro. El héroe peleando contra el viento. Morite. Yo como Leónidas tengo mucho más poder que vos como intendente. Yo, como dios, decido sobre vida y muerte de todos.
Nervioso miró a su alrededor y dijo: —Mirá.
Entonces se acercó dónde estaba la cabeza del padre de Ana, la pisó, sacó pecho y burlándose dijo —¿No me parezco a Ronaldinho? —Todos nos reímos cómplices. Se escuchó un chillido terrible, era de Ana que no podía gritar y llorar al mismo tiempo. Desde el piso, atrapada, miraba impotente al caníbal, con un odio brillante en los ojos. El Laucha se arrimó a Ana, puso sus manos haciendo una pared alrededor de su oreja y se acercó como quien va a susurrar algo, pero gritó con todas sus fuerzas —No pasa nada. No pasa nada. —Ana se revolcó del dolor mientras todos nos reímos por el chascarrillo. Lo que el Laucha no sabía era que uno de sus hermanos había desaparecido. Un oportunista hambriento se lo había llevado, mientras este quería llegar al Laucha y en un mar de piernas que lo pisaban y empujaban lloraba llamándolo.
—Se terminó la historia. —dijo Jánibal y machete en mano fue en dirección de los condenados.
—Vamos Jánibal. —gritó Herma y todos vivamos. —“Muerte. Muerte. Muerte” —cantamos a coro.
En esos momentos solo dos esqueléticos caníbales agarraban los brazos del gigante Alejandro. Con una facilidad impresionante se los sacó de encima y agarró el tubo de acero, pero no tuvo tiempo de esquivar el machetazo de Jánibal. El filo del machete se la dio en las costillas quebrándole algunas y abriéndole un tajo re grande. No lo mató porque Alejandro pudo agarrarle la mano al Caín justo antes. Como anestesiado por lo desesperante del momento, Alejandro sin reparar en el corte de su pecho, teniéndole fuertemente la mano del machete, con un cañazo, le quebró el antebrazo. Jánibal cayó al piso dando alaridos de dolor. Alejandro tuvo tiempo para matarlo, pero dudó unos segundos. En ese tiempo Herma aprovechó para agarrarlo desde atrás. Jánibal se levantó del piso y con la mano izquierda se agarraba el brazo roto, que colgaba muerto. En un segundo Ana, olvidada por los estúpidos, se levantó como un flash a espaldas de Jánibal, con su mano izquierda lo agarró por el cuerno y con la otra, hundió en su cuello una sevillana que traía escondida, y se lo rajó de lado a lado. La sangre saltó a borbotones, salpicándonos a todos y bañó de sangre a Alejandro y Herma, que forcejeaban de espaldas. Lentamente, se dieron cuenta de lo que pasaba, dejaron de pelear y se dieron vuelta. Alejandro vio a su hermano aún de pie desangrándose. Cuando este cayó vio de su mujer, que obsesionada seguía con la miraba la caída del asesino de su padre. La cara de horror y desconcierto de Alejandro daba risa. Era patético.
Herma también quedó hecho un estúpido, estudiando la situación. Alejandro agarró a su mujer aún en estado de shock y con el tubo, sacudiéndolo amenazante, caminaban para salir del quilombo. Su precaución era exagerada, porque todos estábamos estupidizados viendo al más viejo de los caníbales, que un momento antes era una leyenda, en el piso como cualquier otro muerto de cada día. Estábamos engolosinados tratando de retener en la cabeza las imágenes que se contarían por años, de mil maneras. Y nosotros ahí, primeros en la fila. El primero en reaccionar fue el Herma, que comenzó a arrancar la camiseta de Jánibal boca abajo, mientras la sangre del cuello se hacía barro. Con el machete cortó dos lonjas de la espalda del otro que se agitaba exhalando su último aire mezclado con borbotones de sangre. Entonces Herma se comió las lonjas. Así era el ritual de toma de poder violenta entre los mandamases. Ahora era Herma el Macho Alfa.
Todos nos caímos sobre el muerto para sacar nuestro pedazo y así lo aceptábamos a Herma como nuevo jefe. Yo tenía mi punta de acero y me puse a abrir, postear y repartir a Jánibal, “la leyenda”. Otro me ayudó con el machete. Sus carnes aún se movían cuando las repartíamos. El asqueroso hedor de un cuerpo con las entrañas afuera y desmembrado, que de niño tanto me repugnaba, con los años se transformó en aroma de triunfo y gloria. Pero nunca me supo tan grandioso como en aquel momento. Parte de su gloria pasaba a mí con cada bocado.
Increíblemente Alejandro todavía no se había ido, sin saber si golpear al Herma en venganza o salir corriendo, se quedaba ahí mirando como un estúpido la dantesca escena. Herma con una rodilla en el piso, paró de comer, lo miró a los ojos y estiró su lengua caníbal que derramó chorros de sangre y vómito con pedazos de piel y carnes que había tragado segundos antes, y después gritó en alaridos inentendibles: —Mátenlos. Agárrenlos, que no se escapen.

Alejandro y Ana salieron corriendo y unos treinta exaltados íbamos atrás. Un impulso me incitaba a correr y ser uno con la masa. Ese era el día en el que yo pasaría al frente. Corrí. Corrí como nunca. Mi sangre fluía feliz en mi cuerpo, me daba fuerzas y vida. El hambre había desaparecido. No había tiempo para esas cosas. Éramos una manada de lobos en el ocaso detrás de un oso herido. Él era grande, nosotros pequeños, pero juntos éramos más fuertes. Las fogatas se prendían una a una en la noche que comenzaba y el humo pesado se acumulaba en los bajos. La adrenalina fluía en mí como un combustible infernal. Corría más rápido y ágil que cualquier otro. Ellos dos pensaban que por ser más altos serían más rápidos, pero corriendo en dos patas eran más torpes y lentos que nosotros en cuatro. Éramos más ágiles esquivando obstáculos. No tenía otra cosa en la cabeza que atrapar a la presa, matarlo, comerle el cráneo. Roer su nuca. Si yo lo mataba nadie podría disputarme ese derecho y parte de su gloria pasaría a mí. Carla corría a la par mía, se admiraba de mi destreza y no podía evitar sonreír por la excitación del momento. Y yo le devolvía la sonrisa haciéndole entender que aquella noche era mía.
Ellos se habían escapado en dirección del barrio del Morro. Ahí los encerramos en las ruinas de la construcción de un rascacielos. La rueda ya se había formado cuando llegué, pero yo fui hasta el frente. Todos respetaron mi posición de cabecilla y me abrieron paso. Ahí estaba frente al premio mayor. Se veían deliciosos. Ana se escondía atrás de él. Él nos amenazaba con el caño, pero yo no le tenía miedo. Era solo un movimiento para alcanzar la gloria. Levantaría el brazo ofreciéndole de blanco mis costillas y cuando él largara el golpe le agarraría las manos. Así todos podrán saltarle encima y los teníamos en bandeja. Él nunca golpearía en mi cabeza. El mariquita no querría hacerle daño. Su imbécil forma de pensar lo condenaría. Pensé. Recuerdo que yo quería medir la distancia, el movimiento que haría cuando yo le salte, el tubo. Pero la gente me aturdía, me empujaba, Carla y Herma me miraban expectantes. Entonces al grito de “Te voy a comer el cráneo” salté sobre él.

 

Spring – Rammstein

 

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