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Realismos

 

El Desarmadero De Mi Pueblo

por Carlos Alberto Seisdedos

Hace frío esta tarde de mayo, y a pesar del sol apacible del sábado, igual se siente, aunque como sin ganas. Por eso esta tarde y este sol no tienen nada que ver, no se parecen en nada a una noche cálida con la luna como testigo muda de románticas serenatas.

A esta hora y en este lugar no hay luna ni noche. No hay  música de guitarras ni voces románticas. Solamente afirmada contra una pila de hierros, como descansando, hay una vieja ventana. Está rodeada de objetos inverosímiles y curiosos, algunos como queriendo quitarle a su presencia la dignidad antigua de confidente en citas serenateras.

Y allí, sola, ha perdido los atributos que le dieron vida: Unas paredes antiguas, unas pesadas cortinas. Voces sentimentales de cantores puebleros, de afuera. Suspiros de alguna mujer emocionada, de adentro.

Debe tener muchas historias que contar. Las vistas y oídas con esos sentidos duplicados hacia adentro y afuera de una vida de pueblo. Pero está aquí, inmóvil como todo lo que la rodea, con esa inmovilidad final que hay en este baldío del desarmadero.

Como si la vida que alguna vez palpitó a través de sus postigos, se hubiera descascarado con cada pedazo de pintura que va perdiendo a fuerza de intemperie. Y el baldío como apiadado, parece haber querido juntar el pedazo de vida que le resta a cada cosa para hacer un solo corazón vivo de chatarra.

El desarmadero de mi pueblo

Cuando miro todo esto bajo el sol tibio de mayo, siento que hay mucho para pensar viendo estos trastos arrumbados detrás del alambrado. Hay historia,  recuerdos, y también mucho de poesía. Quizás fue eso lo que me empujó a cruzar sus límites y caminar por este lugar. En este pedazo de tierra se apilan despanzurrados artefactos, muebles vencidos por el tiempo, carrocerías de automóviles, y la gama más increíbles de objetos otrora útiles.

Veo desde una colección de ruedas de carros que quién sabe qué caminos habrán abierto y qué huellas habrán rodado, hasta una antigua balanza de mostrador con sus patas de bronce y el armazón de vidrios que aunque enmugrecidos dejan ver el mecanismo interior que parece impecable, y donde a gramo ganado o gramo perdido se jugó quizás la prosperidad o la pobreza de algún antiguo comerciante.

En un rincón, un montón de botellas reflejan los rayos del sol de invierno. Apiladas como queriendo darse abrigo mutuamente, van perdiendo el colorido de las etiquetas y algunas ya únicamente por la forma delatan el contenido que guardaron.

Me pregunto ¿Qué mesas habrán servido? ¿En qué brindis se desangraron para seguir a su destino olvidado en la pila de vidrios? ¿En qué momento de alegría compartida ó confidencia triste las tuvimos en las manos? Porque quizás alguna de ellas estuvo en nuestra mesa y fue testigo de alguna palabra, de algún silencio ó de alguna secreta esperanza.

Y encuentro viejas volantas que van olvidando un orgullo ganado y perdido en los caminos y hoy lloran su propia muerte en los jirones de sus deshechos tapizados. Más lejos una enorme olla ennegrecida, me habla por su tamaño de antiguos campamentos de chacra, de duros jornales ganados a sudor en los surcos y rastrojos por antiguos pioneros, anónimos de literatura, pero renacidos de nombres propios en el milagro de cada amanecer nuevo.

Y hasta me topo con un viejo sillón de peluquería, de severas líneas, que le está dando la espalda como desafiante a los que pasan por la calle. Será tal vez, para hacer más invulnerables los secretos recogidos en charlas de temerarias conclusiones, hipócritas alabanzas ó criticas despiadadas, volcadas en la espera del recinto donde se lo usó.

Y hay muchas cosas más. Todas para detenerse un rato y ver pasar a través de una vida que ya perdieron, un poco de vida que ganamos.

Al final, un poco nostálgico, doy la vuelta y me voy yendo, y le digo adiós a las botellas, a las viejas volantas, al sillón de peluquero y al pasar junto a la ventana, que imaginé apagando los ecos de viejas serenatas, se me ocurre que es como si detrás de ese alambrado del baldío, el progreso le fuera cerrando los ojos, despacio, a un melancólico pedazo de nuestros recuerdos.

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Carlos Alberto Seisdedos

 

 

Carlos A. Seisdedos.
Entre su obra, Crónica Novelada: Territorios de la Nostalgia.

 

 

 

 

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