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Realismos

 

El fantasma del perro que tuvimos

por Gustavo Nielsen

Estaba deprimido, tan deprimido que solamente ansiaba acariciar la cabeza de alguien. “Mejor si es una mascota”, pensé, y me acordé de mi perro de cuando era chico. No estoy seguro de que esto haya pasado así, o si es una idea que vino después, algo inventado. Lo reconocí de inmediato. Le dije: “Hola, Yerri”. El movió la cola cuando le toque la cabeza. Era igual al caniche que había tenido, por eso le puse ese nombre. Yerri Kent se me subió en dos patas para rascarme el pantalón. Por las dudas lo llamé con otros nombres, pero no reaccionó.
Esa noche recordé qué había pasado con el verdadero Yerri Kent. Lo habían agarrado unos gatos salvajes y lo habían destrozado. Yo tenía siete años cuando pasó. En el sueño, Yerri me seguía hasta la puerta del colegio. Entonces me desperté y el perro estaba a los pies de la cama, mirándome. Con esos ojos.

El fantasma del perro que tuvimos

Yerri era de los perros inteligentes que hacen gracias. El muertito, sit, acostarse como una rana, con las patas de atrás extendidas hacia los costados. No eran grandes habilidades para un caniche, pero él las había aprendido. Le gustaban mucho las manzanas, como premio a sus actuaciones. Le acerqué un gajo a mi nuevo perro y no se lo comió.
Salimos juntos a comprar el diario. El saltó todo el camino de vuelta a casa. Me di cuenta qué era lo que podía querer, doblé el ejemplar y se lo puse en la boca. Lo llevó hasta mi sillón de leer. Parecía orgulloso con su misión. En el diario quedó un agujero que se repetía en todas las páginas, provocado por su colmillo.
El primer día durmió en la puerta de la calle, el segundo en la terraza, el tercero en la pieza conmigo. Se escondió detrás de una cortina. Me acordé de que Yerri dormía detrás de las cortinas. Era un juego: uno lo llamaba y él se hacía el escondido. El juego ponía en evidencia el hecho de que a lo mejor no existía, ni había existido nunca. Que podía no ser una mascota real, sino nada más que una buena historia.
Probé con otras comidas que me parecieron más amigables. Compré Trocitos de Dogui, latas de preparados del Kennel Club y carne picada. El perro estaba –era- inapetente. Le conseguí unos huesos saborizados marca Peluche, que lo alegraron. Los sacaba del plato y se los llevaba a la terraza. En un momento lo seguí y lo vi levantar una pata en el aire, pero sin hacer pis. Después se sentó al borde de un cantero. Era evidente que estaba esperando a que me fuera. No iba a hacer caca, ni comerse el hueso, ni ninguna otra cosa. Ni ladrar. Nunca ladró.
La mañana que nombré él me miraba, desde los pies de la cama, con esos ojos. Me desperté tratando de comprender que el perro estaba ahí para salvarme de algo, y los ojos de él, esos ojos, me decían “bravo, te diste cuenta”. Me lo decía su brillo. No me dio miedo. Volví a dormirme y pensé:
-Es mentira lo del perro.
Y después pensé:
-Si estás deprimido, te salva el perro de tu infancia.
Entonces abrí los ojos y no era de día como antes. Estaba oscuro. Encendí la luz. No había perro. Adiviné el bulto detrás de la cortina. Me alegré; fui hasta allí. La descorrí. Estaban todos los huesos apilados, de colores, como para encender una pequeña fogata.
Mi hermana Machi suele venir los viernes, a tomar mate y conversar. Me extrañó que no se acordara de Yerri Kent. El caniche pasaba mucho tiempo con nosotros, de niños. Quiso verlo y le dije que estaba durmiendo en la terraza. Pero después entré a la cocina a cambiar la yerba y vi a Yerri debajo de la mesada. Los repasadores colgantes le hacían de cortina. El estaba atrás, entre la cesta de papas y la de cebollas.
-Aquí está, Machi –dije.
Arriba de la mesada había una botella de vino sin destapar, un vaso dado vuelta y el paquete abierto de Cruz de Malta.
-¿Adónde? –dijo Machi.
-Acá, vení.
Ella entró a la cocina y yo acomodé la bombilla en el mate. Cebé y se lo pasé. Mi hermana me hizo un gesto de mentón, intrigadísima.
-Ahí abajo –señale.
Nos agachamos como si fuéramos a contemplar a un bebé en su moisés. Corrí las telas. Mi hermana sorbió el mate hasta que hizo ruido.
-Ahí abajo no hay nada –dijo.
Igual lo sigo teniendo, igual lo quiero. ¿Cómo voy a temerle a mi caniche de la infancia? Me encanta que sea así, que aparezca cuando lo necesito, cuando quiero acariciarle la cabeza porque estoy triste, o porque tengo ganas de volver a jugar. No come, no duerme, no ensucia. Le tiro el palito y me lo trae.
En este tiempo raro aprendimos varias cosas, los dos. Yerri descubrió que ya no necesita fingir, porque sabe que sé. Y yo aprendí que la mascota ideal no es un perro al que queremos, sino el fantasma del perro que tuvimos.

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Gustavo Nielsen

Gustavo Nielsen: Ha publicado las novelas La flor azteca (1997), El amor enfermo (2000), Los monstruos del Riachuelo (junto a Ana María Shua, 2001) y Auschwitz (2004).

Sus libros de cuentos son: Playa quemada , Marvin  y Adiós Bob. Premio Clarín Novela 2010: La otra playa.

 

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