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Realismos

 

No sé qué hacer con ella

por Mónica Lavin - México

Antes de marcharme al trabajo entro a su cuarto. Es tarde pero ella duerme. Su cara, todavía con la pintura de anoche, parece la de otra, la quisiera retener así con algo de la placidez infantil que retoma su rostro.

La recámara es un desorden, sobre el buró las colillas apretadas en el cenicero, una taza de café abandonado con huellas secas de bilé, un perfume abierto y una revista con restos de barniz de uñas derramado. Junto a la cama, las botas negras y sobre la silla, las medias de encaje, la falda tejida y la chamarra de cuero.

La luz del sol se filtra pujante por las cortinas advirtiéndome la hora. Me acerco para trastocar ese gesto angelical y en lugar de llenarla de caricias le hablo autoritario.

—Despierta, Teresa. ¿Qué no tienes que llegar a la escuela?

Retuerce la cara, tan tersa aún la piel sobre la almohada tibia; por sus labios frescos deja salir una voz ronca de desvelo y de tabaco.

—Ya no voy a la escuela, papá.

—¿Cómo? —respondo exaltado— pero sólo hace un mes que te inscribiste.

—Era muy aburrido eso de la taquigrafía.

—Tienes que cumplir con alguna de tus elecciones, lleva a fondo un compromiso. No es posible —la reprimo desesperado.

Intenta abrir los ojos cuajados del rimel que se estira formando hilos entre sus pestañas.

—Esta no es forma de amanecer para una chica de dieciséis años.

Irritado me subo al coche y muchas cuadras después de casa intento recuperar el pulso y la calma. Escucho mis palabras.

No sé que hacer con ella - por Mónica Lavin
Ilustración: Jorge Soto

¿Cuál es la forma de despertar a los dieciséis años? ¿Cómo despertaba yo? ¿Cómo se provoca a un hijo para que sea responsable? ¿Cómo se le explica que la vida está hecha de tediosas y obligatorias obligaciones? ¿Cómo se le cambia el modo de vestir, de comportarse? ¿Cómo se vive con ella sin violentarse, sin querer echarla de casa?

Trabajo y me olvido. Me persigue su cara con las mejillas rozagantes coronando aquel cuerpo voluptuoso, aquellas piernas macizas que luce con sus faldas ajustadas. Me alcanzan mis dieciséis años.

Salía de casa con el vecino, pasábamos por Julio a la vuelta. Ibamos a la prepa, pero no íbamos. Mejor nos enfilábamos al taller de Enrique pues su hijo vendía la mota. Allí, entre escapes y mofles herrumbosos compartíamos el toque prodigioso mientras el habla se nos ablandaba hasta lograr ciertas imágenes lentas y poéticas, interrumpidas por algún ataque de risa suelta. Entonces, a pesar de aquel panorama aceitoso, sentíamos que el pedazo de azul que entraba por los cristales rotos de la única ventana era un pastel de vida que saboreábamos gustosamente. Los deberes se evaporaban y sólo la falta de saliva nos iba acercando a la mentira que debíamos fabricar para entrar a casa con la carga de matemáticas y etimologías adecuada.

Papá y mamá o se hacían tontos o verdaderamente permanecían al margen de los vicios de su hijo cara de niño bueno. Nunca lo supe, por lo menos tuve la astucia suficiente para librar ese año de la prepa y que mis escapadas se mantuviesen secretas y propias.

Voy a tener un bebé, me dijo directa, retadora, con la sentencia premeditada. Después, los eventos de la boda nos absorbieron la sorpresa, el coraje y un mucho de la pasión.

Cuando tuvimos a Teresa entre los brazos, con esa piel tibia y rosada, enloquecimos. Yo de ternura, de saberme capaz de amar algo que era mío. Ella de preocupación, de agobio y de falta de sueño. Se le acabaron la escuela, la coquetería y los planes. Por principio la empezó a odiar.

Regresaba tarde, después de un trabajo insulso pero con el que vivíamos bien, ella miraba la televisión absorta y el bebé en su cuna ronroneaba contemplando unos ositos. Tomaba a Teresa abrazándola contra mi pecho, con la boca le hacía cosquillas en el cuerpecito gordo cubierto por la felpa del mameluco.

—¿Vas a cenar, o no? -me gritaba mi mujer irritada desde la sala.

—Ahora voy, estoy jugando con Teresa.

Se hartó y me fui lejos de mi pequeña Teresa que creció sin mí y sin ella. Hasta que tocó el año pasado a la puerta de mi nueva casa pues era yo lo único que tenía además de su irresponsabilidad, su inconsistencia y su cuerpo de mujer.

Desde entonces no sé qué hacer con ella. La regaño y luego me reconcilio, le compro un vestido como a mí me gusta y le prohibo que vea a los amigos que me desagradan; pago la inscripción en la academia de danza, de pintura, de computación y la amenazo porque desiste. Le digo que la echaré a la calle si llega tan tarde, si fuma tanto, si se despierta a las tantas, si no hace nada y luego, me paralizo, si yo soy al único que tiene. La imagino encinta, como su madre, con el mismo resentimiento y el mismo bebé sin arrullo en la cuna solitaria.

Llego a casa con el sabor de una resaca, una larga resaca que me atrapa en la soledad del automóvil, en los escasos minutos en que me tengo fuera de mi familia y el trabajo. No quiero saludar a nadie. Por fortuna es muy noche y todos duermen. Entro al cuarto de Teresa. Aún no ha llegado, la cama está sin hacer y el montón de colillas sin tirar. Me siento en la silla sobre la ropa del día anterior y me quedo allí adormilado.

Teresa entra y se sobresalta al verme, su presencia me despierta.

—¿Papá? —exclama y pregunta a la vez.

Viene con los pantalones ajustados y la blusa corta, los labios de rojo intenso y el pelo alborotado. Huele a vino y tabaco. La miro entre mi cansancio y mi desesperación. Los reproches se diluyen y la acerco a mi regazo. La abrazo y le digo Teresa, hija mía, mientras ella, en quedito, llora.

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Mónica Lavin, La isla blanca

 

 

Mónica Lavin, de La isla blanca, publicado recientemente en Colección Marea Alta, Lectorum, México.

 

 

 

 

 

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