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Realismos

 

Restituto Restivo, el último gaucho

por Carlos Villa

Restituto Restivo, sin apelativos ni segundos nombres, aunque bien podría haberse llamado Segismundo Roldán, o Nicasio Acevedo, o Juan Luna o Jacinto Chiclana como el personaje borgeano… bien criollo, pero simplemente era el gaucho Restivo. No se le conocía prosapia, parientes, amigos ni priendas.

Vivía en la casilla del barrio, ubicada en el medio de su terreno, con patio de tierra barrida, sin una mata de pasto, guarecida por un inmenso eucalipto cuya sombra impedía que se formaran yuyos. Restituto solía tomar mates bien temprano a la mañana; sentado en un tacho oxidado dado vuelta, rodeado de varios perros flacos, sin dueños, como él, pero aquerenciados al rancho. Los perros ni mosqueaban; el mate, lavativa amarga, era un ritual cotidiano a puro silencio, nada había para decir.
Tenía un calentador de alcohol, la pava negra de tanto merodear el fogón a leña, y el cacharro de calabaza gastado del continuo manoseo; la bombilla, pura lata lustrosa.
La última chupada ruidosa del último mate de la mañana se confundía con los ruidos guturales de las tripas de Restituto y de los perros. Señal rutinaria del llamado de la naturaleza y del hambre de los animales.
La casilla era de madera y de adobe, y de algunos ladrillos indómitos, recocidos y retorcidos o crudos y simétricos; los había acarreado desde los escombros de los abandonados hornos de ladrillos cercanos.
El techo del rancho tenía chapas de cartón alquitranado, a dos aguas hacia los costados del terreno. El frente de la casilla tenía una breve galería, una pequeña ventana y la puerta hecha de tablas.
La letrina al fondo del terreno.
Rancho humilde y limpio, impecablemente blanqueado a la cal.
Restivo era hombre de pañuelo al cuello, de camisa, bombachas y alpargatas y facón a la cintura, prendas de todo el año con el agregado de algún viejo poncho en los días de frío, y un chambergo negro injertado, que siempre ocultó sus crines pringosas.
Bigote desordenado, hirsuto, negro y enmarañado, vestigio de su impronta antisocial, huraño y rebelde…
Edad irreconciliable con el destino que le tocó vivir, la colonización del barrio humilde lo rodeó y él se quedó en la historia. Los viejos comentaban que había trabajado en esos antiguos hornos de ladrillos de la zona cuando lotearon el descampado; los horneros se retiraron abandonando las canteras de tierra y Restivo aquerenciado en el campo y en su rancho, hizo pata ancha ante el progreso, determinó el límite de su terreno con palos hasta donde necesitaba tener visión del campo, y cuando apareció el loteo tuvieron que respetar su presencia por su indomable tozudez a ceder terreno.
“Tendría que darle esplicaciones a los sapos y renacuajos a los que lej usurpé el charco que era este terreno cuando vine pa’ca, no a ustede manga de ladinos” –eso les espetó largando un gargajo al costado y amagando sacar su facón cuando vinieron a tratar de mudarlo.
De cualquier manera, la zona aún era un bañado, el valor de la tierra era escaso, pero la ciudad hinchada empujaba a la gente hacia las afueras, al descampado… Restivo insistió ante los agrimensores resistiendo el desalojo de su querencia con amenazas de poncho y facón y al final se sometió al progreso con un alambrado impuesto que le cercenó su horizonte. Lo conformaron con la perforación del pozo de agua y una bomba de mano, a cambio que negociara la irregularidad de su desmañado lote por la racionalidad estrecha de un contorno rectangular similar a los de sus vecinos. La propiedad no hubo manera de discutirla porque Restivo era el dueño de su pampa. ¡Y le dieron un título de propiedad!
Su edad, 50, 60 años, qué más da, edad perdida, ignota y remedo histórico de épocas pasadas. Su presencia en el despoblado caserío no era antojadiza ni inquietante, quizás atípica, y el hombre aprendió a relacionarse solamente por alguna necesidad.
Los pibes del barrio eran los privilegiados que entraban a su terreno sin reparos, sin cercas al frente, los perros los conocían y ni bulla hacían.
Gaucho de pocas palabras, sólo hablaba lo necesario, “buenas don”, “buenas doña”, “hola gurises”, y a veces desaparecía días enteros sin saber nadie dónde encontrarlo.
Cuando reaparecía solía repetir una sentencia que lo llenaba de orgullo, quizás presintiendo que estaba lleno de sabiduría ante el piberío que preguntaba. Él decía que no quería “permanecer indigno” ante la sociedad, entonces se mostraba huidizo y dejaba entrever con su sonrisa desdentada, casi sin decirlo, que había recorrido aventuras “al otro lao e las casas”. En el cabaret o casa de citas de las afueras, reconocido a lo lejos en la oscuridad de los encuentros por un sol de noche forrado en celofán rojo y colgado del alero rotoso. El antro lo cobijaba durante las esperadas noches de duro escabio y liberación sexual. Los gritos, alguna pelea y los insultos de los parroquianos borrachos los atenuaba la inmensidad de la pampa.
Restivo tenía un matungo al fondo de su terreno, juntaba la bosta del pingo, la mezclaba con tierra negra y cuanto resto orgánico hubiera, y la apilaba para abono; a veces cuando tenía ganas llenaba algunas bolsas de arpillera y las ofrecía por el barrio. Las llevaba casa por casa en una vieja carretilla de madera, los vecinos le compraban el abono, y a la vuelta al rancho siempre se traía algunos fierros, botellas o diarios que él canjeaba por chirolas en el depósito de chatarras que estaba a las afueras del poblado.
¿En qué gastaba Restivo? En algo de grapa o vino, algún asado esporádico, en la camisa del sol de noche, en algo de carbón para el fogoncito de las noches de frío, en algún jabón blanco, en yerba, en cal viva para blanquear el rancho, en la mecha del calentador, en el cuero de la bomba de agua, en harina para hacer el pan, en algunas alpargatas… y no mucho más; casi todo eso lo obtenía a cambio de algún servicio de guadañar los zanjones, de podar alguna planta o de la venta de la bosta embolsada… Ahhh, las putas eran un vicio, para eso juntaba las chirolas, no mucho, la madama le hacía precio por su fama de cliente habitual, y servicial para algún mantenimiento del antro.
Era reconocido en el puticlú, nunca caía sucio; cuando en el barrio lo veían lavarse en la bomba de agua se corría el rumor: “Restivo se va de putas esta noche”, se emperifollaba, se lavaba hasta las crenchas, se limpiaba las uñas y luego olía a alguna vieja lavanda que estiraba para sus días de gala, tanto los días patrios como sus jornadas higiénicas en el amplio sentido.
Todos los días de sol prendía el horno de barro, leña sobraba, cocinaba algún cuis, o alguna paloma cazada a gomerazos, las sobras ni caían al piso, los perros daban cuenta de ellas. A veces conseguía un pedazo de falda; y los días de fiesta no faltaba el asado y la damajuana de vino.
Polenta con pajaritos era uno de sus platos regulares, se iba al descampado, ponía la trampa, echaba algún pan viejo desmigajado abajo del arco tramposo, se retiraba unos metros a descansar y se traía una bolsa llena de pájaros en los que se entretenía horas desplumándolos y destripándolos.
“Buen estofao pa acompañar la polenta” solía decir.
Tenía una quintita con lo necesario para sobrevivir, no era de gaucho andar sembrando pero la vida se lo exigía, por eso la mantenía escondida a la vista de los vecinos… el gaucho observa, medita, calcula, cuida a su pingo pero no trabaja.
Tenía algunas gallinas sueltas en el terreno y un gallo matón.
Pan horneaba una vez a la semana, con el pasar de los días el pan se ponía duro y lo ablandaba en un mate cocido de la tarde.
Hacía que leía a la hora de la siesta cuando no estaba durmiendo, se sentaba debajo del árbol y recitaba para sí alguna historia mientras miraba un viejo periódico que rescataba de la pila de diarios olvidados en espera de canjearlos en el depósito.
A lo sumo miraba los dibujos y a decir verdad algunas letras reconocía.
Corría el 1966 cuando ya viejo y muy retobado, como todo retobado viejo que potencia sus mañas, se le enfrentó a puro facón a una patrulla de milicos que le requisó la casa de madrugada en plena dictadura.
Los perros lo alertaron y Restivo se levantó en calzones con el poncho al hombro y la faca amenazante en mano y a los gritos.
Por la buena disposición del sub-oficial de la patrulla, un milico criollo del interior, y a sabiendas que no era lo que buscaban, no fue a dar con la osamenta a un zanjón. Así y todo se ligó una buena paliza cuando le clavaron el caño del fusil en las costillas y lo revolcaron a las patadas en la bosta del fondo. Y ahí lo dejaron, y así lo encontraron los pibes al otro día, rodeado de los perros también golpeados que lamían su costillar amorotonado, nunca supe si para curarlo o saboreando una posible muerte.
Era la anécdota del caserío, se les enfrentó a los milicos y había salido indemne, o más o menos indemne. Al otro día, Restituto Restivo horondo, sacando pecho y caminando despacio para disimular el dolor, se paseó por las calles de tierra sabiendo que ante su presencia, todos se darían vuelta y hablarían de él.
“Pa que a naide se le ocurra entrar sin avisar” decía para sus adentros y al que lo quería escuchar.
De viejo se consiguió un sulky de paseo, de esos de ruedas finitas; si mal no recuerdo la municipalidad se lo cedió para un 25 de mayo por su simpática figura de paisano autóctono y en extinción. El sonriente político, seguramente habría ganado alguna simpatía de los vecinos con su maniobra especulativa; la sociedad de fomento del barrio se llenó de gente ante ese promocionado acto de donación anunciado durante días desde el camioncito que se paseaba a diario por cada calle de tierra, voceando la noticia.
Lo cierto es que a partir de ese día, Restituto ofrecía la tierra abonada con el sulky tirado por su caballo; y los perros, a la sombra del carro lo seguían durante cuadras en su recorrido por el barrio.
A la vuelta de sus recorridas, casi siempre hacía algún flete y recibía en trueque algo de su necesidad; “Don Resti, me lleva el colchón a cardar hasta lo de don Alvaro?”, “¡Y cómo no, doña Rosario!” “¿le sobra una manta doña?”… y si no había nada a cambio era de gauchada nomás… y ahí nomás llevaba el recado en el sulky, para eso era el gaucho Restivo,  “pa servirle, por las buenas don”. A fuerza de necesidad se había vuelto un poco manso, un poco nomás, siempre que no lo torearan…
Recuerdo que el cartero de paso por el barrio lo encontró sentado a la sombra del eucalipto y llamó su atención que no lo saludara, volvió la vista insistiendo en el saludo y lo percibió sospechosamente rígido y con los perros husmeando la humanidad inerme. Se arrimó al gaucho, la lívida piel de su rostro y sus ojos mirando al horizonte cercenado, le indicaron que Restituto Restivo había partido.
Fue un reguero de pólvora la noticia en el barrio. ¡Falleció Restivo!
Los vecinos que nunca habían pisado su lugar, último refugio indómito del centinela leal de una pampa usurpada, se ocuparon de su modesto funeral.
Lo velaron en el rancho a la luz del sol de noche, del aullido de sus perros, de una pertinaz lluvia impensada, del croar de los sapos y ranas y finalmente del anuncio del alba por los zorzales y el gallo matón, y con la presencia de todo el vecindario. Hasta el matungo arrimó el hocico a la ventana del rancho cuando el curita le dio el responso. Una matrona vecina le cepillo el bigote rebelde para emparejarlo con la seria circunstancia, le peinó hacia atrás las desparejas crines y le ubicó el chambergo sobre su plexo.
Alguien lo regó con su lavanda para ahuyentar las moscas amigadas con el tufo del rancho.
A la mañana, con sol negado por oscuras nubes, cargaron el cajón al sulky, dieron una vuelta por las barrosas calles de tierra del vecindario para la postrera despedida de su pago chico, y en compañía de sus perros, su caballo, los vecinos y la madama y las putas moqueando, fue acompañado hasta su última morada…
Antes de pasar la entrada del cementerio, el hornero, vecino de su añoso eucalipto, en un vuelo rasante sobre el sulky, lo despidió con un graznido cagando el féretro. Un refucilo lejano y el rumor de un trueno apagado pareció dar la orden de desmontarlo del carro, y una multitud de vecinos se agolpó ante el cajón pujando por alguna de las escasas manijas, casi una paradoja para un solitario gaucho que salvo unos pocos en el vecindario, entre ellos los pibes y las putas, apenas conocían sus palabras.

 

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Carlos Villa

Argentino, 69 años. Porteño de nacimiento. De San Fernando, Bs. As., de casi toda la vida. De profesión Ingeniero. Observador nato de incertidumbres humanas. Curioso de nacimiento. Pragmático, con muchas dudas, sin dogmas. Ha publicado Proyecto Rumsfeld, El juego de la imaginación. Relato novelado donde se plantean infinidad de conceptos racionales y determinativos en un recorrido histórico y humanístico en torno a argumentos científicos, filosóficos, psicológicos, religiosos y metafísicos. Además, en estos momentos (junio 2020)  se encuentra en vías de inminente publicación  libro de cuentos del autor: Vivencias Barriales y otras Yerbas.

 

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