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Realismos

 

La suave curva

por Félix Bruzzone

Reina no termina de pedirle a Esteban que bañe a Luli, bañá a Luli antes de que la cena esté lista, dice ella cuando él, al atender el teléfono, reconoce la voz de Sergio y entonces los diez años que pasaron desde la última vez que hablaron parecen atravesados por finos vehículos metálicos. Esteban oye el zumbido de la línea telefónica (la voz de Sergio entrecortada por una mala conexión pregunta por un número equivocado) y se imagina él mismo una aguja de plata capaz de andar veloz sobre el borde de la oscuridad para salir del sofá donde está sentado, del living, de la ventana, de la casa y del jardín donde la noche es una curva suave o una rampa.

Escuchar a Sergio, para Esteban (su mujer hace una tarta para el picnic de mañana, Luli lo espera en la bañadera con el oso que ayer le regaló su abuela), es una explosión y un abismo. Así: Sergio en el taller de su padre, el mejor taller en todo Castelar; su padre, con dos dedos menos tras el accidente en la Ford del que se habla en todos los asados, el mejor mecánico de la zona. Sergio Morán. Él y Sergio juegan a la pelota, como los demás, en la canchita que los Gutiérrez (sin hijos varones) les prestan a los chicos del barrio. Sergio juega y Esteban, siempre al arco, ataja mejor que cualquiera de los otros. Piensa en el hermano de Sergio, el mayor, Esteban no recuerda su nombre, que a los dieciocho se va del taller tras una chaqueña a la que conoce en un carnaval en Zárate. Esteban piensa en la tristeza de la madre y en el hijo que se queda a vivir en Villa Angela, difuso horizonte de monte húmedo, para no volver.

Sergio en la Ford, después. Sergio en el sindicato y, no mucho después, las reuniones en Martelli con la gorda Blanca, que no se llama Blanca (y Sergio no se llama Sergio) porque es el tiempo en que nadie usa su verdadero nombre. Reuniones cada vez más peligrosas, horizontes nocturnos en llamas, espejismos en acequias sin forma y, de un momento a otro, la necesidad de huir: Sergio primero cruza el Delta, después Uruguay, viaja a México y, última noticia, postal desde Toronto. Sergio suelda juntas en fábrica de autopartes; según escribe, está muy contento.
Esteban mira el cerco tras la ventana y se imagina, él mismo lejos de todo, volver, como vuelve Sergio desde el teléfono, desde el fondo oscuro del jardín, volver con lo puesto, baño a Luli y después comemos, dice, y de algún modo quiere que sea Sergio quien atraviese aquel cerco y diga algo como eso, o que al menos la ayude a Reina con la tarta mientras él baña a Luli para que entonces los cuatro puedan sentarse a la mesa que jamás compartirán.

Después, la comunicación se interrumpe. Esteban, eufórico, alcanza a decir soy Esteban, pero no sabe si Sergio pudo oír algo o si su voz fue una dirección única que, por un momento (pero sólo se trata de un momento), sus manos temblorosas como después de haber oído a un muerto, alcanza a sacudirlo y a alejarlo de Reina, de Luli, de la tarta, del picnic de mañana o de cualquier otro plan posible.

Entonces, Esteban piensa que Sergio vive y, mientras Luli, desnuda en el baño, dice papá tengo frío, mira una última vez por la ventana, ve la curva suave de la noche, o la rampa, y sabe que, tras ella, la historia de Sergio otra vez comenzará a borrarse.

 

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Felix Bruzzone. Buenos Aires, 1976.
Escritor y editor. En 2005 cofundó la Editorial Tamarisco, dedicada a publicar autores nuevos y escrituras nuevas. En 2008 publicó el libro de cuentos 76 y la novela Los topos. En 2010, la novela Barrefondo. Sus libros se tradujeron en Francia y Alemania. Su breve pero contundente obra lo hizo merecedor, en 2010, en Berlín, del preciado Premio Anna Seghers, que reconoce a un autor latinoamericano cada año. Publica cuentos y crónicas en diversas antologías y medios gráficos y virtuales de acá y allá. Tiene tres hijos y tres perras. El ilustrador: Pablo Derka, nació en Trípoli, Libia, en 1978. Es ilustrador autodidacta y diseñador gráfico independiente. Trabajó en producciones escénicas (Berlín y Buenos Aires)

 

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