La poesía como texto unitivo es una voz que al traspasar la superficie del otro se injerta en él, produce cierto temblor y adquiere cuerpo. Ese pasaje eidético lo supone la escritura –palabra– desde la metáfora, como la puerta de la revelación al “otro”.
Esta situación es la que marca el signo de los nuevos poetas. Ellos aluden a un mundo que no es inmóvil ni preciso. Lugar en el que escribir es asumir un límite, no en el sentido de restricción, sino como doble reconocimiento de imposibilidad y de una falta, una ausencia que es la limitación misma que nos impone el lenguaje para expresar nuestra historia. La palabra, como herramienta del poema, avanza, retrocede, es vía de conocimiento. Se dicen, y se respiran orgánicamente en la autoconciencia, a modo de convocar la presencia de un sujeto mayor a ellas (imágenes, espacios, resignificación) que las supere y las devuelva constituidas en uno de los tantos “otros” que presentifican, dan sentido e intentan ser un reflejo del acto de la existencia.
Por ejemplo: si decimos “el árbol del silencio”, estaremos pluralizando aunque parezca un contrasentido, pues la experiencia de totalidad de la expresión ya pluraliza (allí cabe un universo) y por otro lado conduce al salto interno que es propio, único, identificatorio pero, pertenece a actuantes infinitos.
En síntesis podemos decir que el poema no sólo es aleatorio sino que por propia sustancia adquiere cuerpo cuando devela y trasciende el sentido último entre el decir y la experiencia, ese temblor que nos atrapa y del que no nos deshacemos, sino por el contrario, aferramos. Es ése aquí, que nos permite acceder al centro total del ser.
Hoy la poesía se ve habitada por una tensión escritural de riqueza imponderable, donde la búsqueda y la avidez por descubrir y abrir la puerta hacia el espacio interior, resultan ostensibles. Para ello, se nutre en la figura de un diálogo ondulante, entre la historia, la palabra, el silencio y la otredad.
El poema es el espacio privilegiado para la indagación en la subjetividad, abierta a la producción de sentidos. El trabajo del poeta, si quiere corporizar su sentir, buscará que el lector ingrese en el personaje construido en su ficción literaria. Y no será suficiente con saber cómo decir, sino enfrentar la lucha de la imposibilidad de expresarnos, a tal punto de crear un lenguaje dentro de la propia lengua. Alejandra Pizarnik fue quien postuló y cumplió: “hacer el cuerpo del poema con mi cuerpo”. La apuesta y la concreción es un rasgo de enorme intensidad y compromiso. Una necesidad de convocarse totalmente a la literatura y disolver la persona. Por eso Pizarnik estableció una especial relación entre cuerpo–lenguaje–escritura. Tan sólo como orden natural del mundo, fusiona lucidez y abandono para hilar la voz que señala, muestra el misterio de la palabra cuando adquiere cuerpo.
Se prohíbe mirar el césped
Maniquí desnudo entre escombros. Incendiaron la vidriera, te abandonaron en posición de ángel petrificado. No invento: esto que digo es una imitación de la naturaleza, una naturaleza muerta. Hablo de mí, naturalmente. A. Pizarnik
Y al decir de Nietzche: “Ya no es un artista, sino que se ha convertido en una obra de arte”.
Entonces antes de tomar la pluma y seguir el impulso de nuestra musa, pensemos en que la forma no alcanza, el logro se constituirá si ponemos un tanto de la arcilla que nos compone y con ella hacemos que las palabras respiren, rían, canten, lastimen, denuncien sin poeta. Libertarias dueñas de su cuerpo y voces.
Soñándome descalza con palabras desnudas dejo de ser un pensamiento porque me piensas.
Ahora libre, golpeo a tu puerta.
M. R. Mutti
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