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Apuntes literarios

La Gran Final

Mariano Buscaglia

Ese género de ficción – y no tanto – que algunos llaman post-apocalíptico es tan basto que me es imposible reducirlo a este espacio. No voy a hablar de sus subdivisiones, ni me explayaré en las obras más conocidas. Esta reseña es un capricho dictado por los avatares de la lectura, lo que algunos años de buscar y encontrar dieron por resultado y que hoy se me ocurre amalgamar acá, para desgracia de los lectores de la revista.
Tal vez fue San Juan, el Apóstol y esa sublime addenda bíblica que se conoce como El Apocalipsis o Libro de las Revelaciones, lo que sentó las bases de un género que tiene, por redundante finalidad, hablar del final de los finales. Racionalizar el desenlace es casi una forma inconciente de quitarle la máscara a lo desconocido; dándole forma, el horror deja de ser algo incomprensible. Luego de prefigurar un fin, la humanidad puede comenzar a elucubrar una solución a sus problemas contemporáneos.

La gran final

En los albores del siglo XX, los autores franceses encontraron en esta vertiente literaria un verdadero oasis a sus angustias, a esa nube negra que se perfilaba en toda Europa ante la inminencia de una crisis a escala planetaria. El ninguneado Miguel Verne – hijo del famosísimo Julio – escribió, apañado bajó el nombre de su padre, algunas novelitas memorables. El Eterno Adán – 1910 – retoma el concepto de una humanidad cíclica que renace de sus cenizas, en este caso, un arqueólogo descubre un manuscrito milenario que retrata la extinción masiva de la especie tras una inundación que cubre los continentes. Idea recurrente en la ciencia ficción – y en la realidad – que también retomará el autor J. G. Ballard en su novela El mundo sumergido – 1962 –, donde las aguas y el propio pasado Cretácico comienzan a anegar a una humanidad atontada por los cambios abruptos a la que es sometida. Camille Flammarion, una especie de Carl Sagan de la Belle Époque, escribió en 1894 una deliciosa novela en cuyo título lo decía todo: El Fin del Mundo, el libro tiene un acierto que lo eleva por encima de producciones similares, el autor describe varios cataclismos que golpean la sociedad futura, pero ninguno alcanza a quebrantarla. La humanidad, tras un largo apogeo, se desinfla y muere víctima de su propia decadencia como especie. En un arrebato morboso, Flammarion elige su urbe, la ciudad luz, como la primer capital que desaparece tras la hecatombe inmensa que producen las aguas. Las descripciones frías, distantes y asépticas, propias de un científico desalmado, serán expropiadas por el británico Olaf Stapledon en sus cosmogonías antinovelísticas de El Hacedor de Universos – 1937 – y Los primeros y últimos hombres – 1930 – J. H. Rosny, otro autor francés, tuvo la virtud de escribir sobre tópicos que utilizaría la ciencia ficción 40 o 50 años después, redactando fantasías de una fuerza inimaginable. La muerte de la Tierra – 1910 –, una novela breve, posee la audacia de retratar la extinción absoluta de la humanidad, describiendo los últimos momentos del único sobreviviente humano, que lega el planeta a unas criaturas raras, extrahumanas, los ferromagnetos. El ignoto autor galo, Jacques Sptiz, desarrolla una hipótesis que suena ridícula así descripta, la de que la humanidad se extinga a causa de una invasión masiva de moscas. La novela, La guerra de las moscas – 1938 – sienta cátedra de como escribir una novela sobre el fin de la humanidad. Los insectos sufren una mutación que los vuelve inteligentes y le declaran la guerra a la otra plaga que puebla el planeta, los humanos. La novela está plagada – y recalco este verbo adrede – de aciertos que pronto incorporarán otros autores. Una invasión descripta de forma verosímil, donde las potencias reaccionan tarde, dejando que la crisis se cuele por los países más desposeídos. Hay imágenes terribles como la bandera blanca que enarbola la humanidad, rindiéndose ante el invasor, bandera que es cubierta por los excrementos que lanzan las moscas desde el aire. Cruzando las aguas, en Inglaterra, M. P. Shiel fue el autor de una novela perfecta: La nube púrpura – 1901 –. Este libro, que no da concesiones, está lleno de aciertos. El primero de todos es que el sobreviviente es por completo antipático y desagradable. No es lo mejor de todos nosotros, sino casi lo peor. El último representante de la raza humana, es casi un desecho de la misma, un desclasado. Un misántropo que se pasa la mitad del libro quemando las ciudades que siguen en pie, para borrar el recuerdo del hombre y temiendo a los fantasmas que acechan en las ruinas. También inglés fue W. H. Hogdson cuyo inmenso genio muchos reducen al de ser un mero precursor de Lovecraft. Hogdson fue un autor de una imaginación tan excéntrica y exuberante que aún hoy día es leído con reticencia. Su obra magna fue El reino de la noche – 1912 –, donde la última humanidad se recluye en pirámides gigantescas que se alimentan de la poca energía que pueden extraer de la Tierra, mientras el exterior está sumido en la negritud más absoluta, producto de la ausencia casi total de la luz del sol. El exterior está poblado por seres gigantescos, babosas horrendas y fuerzas maléficas, invocadas milenios atrás, por nigromantes enloquecidos que experimentaban con otras dimensiones. La sensación de vacío y soledad que trasmite el libro es devastadora.

La gran final

Y fue una mujer, Andre Norton, quien sentó los tópicos novelísticos de la Tierra tras un debacle nuclear. La novela Star man’son, 2250 A.D. – 1952 – habla de un mundo devastado por la guerra atómica, del hombre que olvida ese pasado y lo restringe a leyendas terribles, donde las ciudades en ruinas, sembradas de selva y cráteres, sólo sugieren, a la memoria dormida, su esplendor de antaño. Lo mutante y lo monstruoso adquieren un protagonismo absoluto.
Más acá, en nuestro país, las incursiones son escasas, pero notables. Pérez Zelaschi escribe La ciudad – 1982 –, una novela que habla de una ciudad que se yergue sobre tierras baldías, pobladas de mutantes y tribus salvajes, un bastión decadente que termina por albergar lo peor del hombre en su interior. Un libro que, sin duda, merece mayor gloria y reconocimiento. Otros autores que arañaron el fin del mundo fueron Leonardo Castellani con su novela teológica Los papeles de Benjamín Benavides, y Plop de Rafael Pinedo. También rescato algunas incursiones en el relato breve, Juan Jacobo Bajarlía con su libro de cuentos El día cero, Américo Castro con El último hombre sobre la Tierra y Borges con ese cuento extraño y algo maldito El informe Brodie del libro homónimo.
Poco resta que agregar más que estas tres letras –y un símbolo- que me remitirán a ese principio cíclico que no puedo dejar de referir:

FIN (?)

La gran final


 

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