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LITERATURA EN APUNTES

 

A salvo

 

Nancy Manoli

Tienda de libros Hermano William

Para los lectores apasionados el encuentro con un escritor admirado es un hecho que literalmente nos deja sin palabras. Podemos batallar con el lenguaje y salir más o menos victoriosos, podemos incluso haber escrito alguna página digna, lo cual sugiere que en otras circunstancias las palabras no nos son esquivas, pero tener frente a frente a alguien cuyo nombre figura en los lomos y en las tapas de los libros que atesoramos en nuestras bibliotecas, nos enmudece. Sobre todo si el encuentro es absolutamente casual. Porque a ciertos rituales de puesta en voz de un escritor nos hemos –como decirlo- ¿habituado? Las charlas, las presentaciones de libros, las clases, son formatos en cierto modo previsibles en el circuito literario. Y no es poca cosa sentir que nos envuelve el aura que rodea a los elegidos en esas ceremonias. Pero esto me conmovió aún más. Para el personaje consagrado el hecho tuvo la fugacidad del instante. Una vez que ocurrió se desvaneció para siempre. Para mí, ese mismo instante, se eternizó. Paradójico cómo olvidamos caras y nombres de seres con los que hemos compartido aún muchas horas de nuestras vidas y retenemos con nitidez escenas tan breves. Fogonazos que interrumpieron la repetición. Sucedió en el ingreso a las oficinas de un importante medio gráfico. El edificio es monstruoso. Recuerdo mi carpetita apretada bajo el brazo, atiborrada de columnas, casi como las muestras de una costurera. Las presentaría a un periodista con quien alguien me había contactado. Han pasado unos cuantos años y pese a ello, el avance tecnológico ya se entrometía en las normas de acceso. Una mesa de entradas – una isla- con empleadas de impecable uniforme y blanca sonrisa. Consultaban a qué sector del edificio uno se dirigía, solicitaban documentación y nos tomaban una fotografía. Con el nombre y la foto vertiginosamente transfigurados en credencial prendida a nuestras solapas sobrevendría el milagro. Ábrete sésamo y ya podríamos encaminarnos hacia nuestros destinos. Los no iniciados no podíamos saber que éste era sólo el primer portal.
Y ahí estamos. Un extraño y yo entregando documentación.
¿Es el método que elige la muchacha para detenerse a observar minuciosamente la identificación del visitante?
¿Es el tiempo que le dedica a la fotografía cotejándola con el rostro que tiene enfrente?
¿O es otra cosa lo que me distrae de mi propia y ovejuna acción burocrática y me va capturando lentamente haciendo que gire, leve, la cabeza, para contemplar mejor? No es que la recepcionista haya reconocido al portador. Está experimentando un conflicto de otro orden: extrañamiento. No puede compatibilizar el nombre latino que lee con el formato de la libreta entregada. No se corresponden, El tamaño y la textura de los materiales delatan su extranjería. Plantea su duda: “Como dice Martínez”…

Definitivamente me rapta la voz del interrogado, que con mansedumbre explica: “es un documento norteamericano”. Ya soy su cautiva, giro la cabeza por completo y miro y reconozco y no atino a más que un esbozo de sonrisa, gesto que me devuelve y mi memoria guardará, empecinada. Porque para que se cumpla cierto equilibrio cósmico, fatalmente, quien dialoga no lo reconoce y por tanto el intercambio se vuelve fútil y quien lo reconoce, nada puede decir.
- Martínez. - Sí. Martínez.
- Tomás Martínez.
- Tomás Eloy.

Entonces comprendí el destino simple de un escritor, el destino que sólo unos pocos verdaderamente grandes pueden alcanzar: no jactarse de los dones recibidos, poder convivir con la fama, o mejor, quedar a salvo, resguardados, porque la fama, a diferencia de otros casos, no persigue todo el tiempo. Dejarse ser… un hombre. Nada más. En ese momento tal vez Eloy se apropiara de las luminosas palabras de Conti: “Yo soy escritor nada más que cuando escribo. El resto del tiempo me pierdo entre la gente”.

 

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