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La frontera del amanecer

por Aldo Ferrante

ecordaba muy bien que había comenzado a escribir. Ahí aparecía la curva de los árboles, de repente. El auto desmantelado, el olor a viejo, a humedad, la madrugada pesada que poco a poco pintaba la salida del sol. O algo así. En el esfuerzo, el día se demoraba tras las gruesas nubes grises y al tiempo lumínicas, mezclándose con el humo de la fábrica de juguetes que se metía sin pedir permiso. Había una lucha allí arriba. Todo se descubría sobre la pantalla mansamente. Reconstruía con fluidez los espacios que entraban en sus ojos. Nunca imaginaba pelos tan negros, espesos, azabache. Recordaba eso con precisión pero cavilaba sobre sus propios pensamientos y la sensación de que también poseían el peso conveniente y de la nada se le confundían las imágenes otra vez.

Todo lo veía a través de las hendijas de la persiana mientras se miraba las manos con dedos amarillentos del cigarrillo. Apoyó la oreja en el vidrio para escuchar mejor, siempre creyó que eso funcionaba. Cerró los ojos, se concentró y entonces recordó por qué había empezado a fumar ya de grande.
-… Corta… cede… hiere… alivia…
-Más despacio y más lento decilo.
-Pará, por favor… paren.
-¡No! ¡Eso no! Esa basura de poesía quiero escuchar.
- … Vuelve… ilusión… no… sí… terror…
-¡Así no es! ¡Decila bien!
Apenas, ella percibió un llanto reprimido y varios susurros. Amagó a salir pero quedó en eso, el temor pudo sobre el amor propio. Después del último ruido oyó piernas apuradas dejando atrás al auto, y “alguien que me ayude” con una voz terminada, el óxido pintado de sangre y las manos haciendo rechinar las puertas trabadas del auto.
Aunque la memoria y la razón chocaran dentro de un laberinto sabía de su borrador sobre pájaros alborotados escapando de las copas que oscurecían la curva y ocultaban escombros, bolsas de consorcio y ramas cortadas debajo de ellos. También había escrito sobre la complicidad de los paraísos montando el escenario y la aparición de colores extraños mezclados en el cielo revelando algo nuevo y un final. Ahí estaba el debate natural y repetido con capricho: el vaso, el huevo, el amanecer.
Quieta. Es normal si me quedo quieta. “Hoy es normal”, le dijo ella a ella dentro del vidrio. Vio que transpiraba. Se agitó. La pava chifló el hervor y miró inquieta hacia la cocina. “No, tengo que seguir”. Buscó el mate, la yerba, el azúcar. Puso el agua dentro del termo con manos temblorosas, cebó el primero y le preguntó a las cosas cómo iba a seguir el pobrecito si era que salía de ahí.

Las manos en el teclado jaqueaban la idea de personajes con vida propia que tanto de un lado como del otro, y como de éste lado finalmente, tuviesen una decisión tomada. “Será así”, pensaba resignado. Y seguía indagándose por qué no obtenía la vida propia en el transcurso de la historia aunque la historia fuera el devenir, una espontaneidad y al final, una decisión, la consecuencia, un camino elegido, un error desconocido hasta convertirse en el error y certeza sin haberlos tenido a ambos en la previa. “Parece una paradoja”, se decía, “la mía o la de ellos, o la mía y la de ellos, y la de él en ese auto que sólo ve nada. Ella que ve y se queda. “La salida es por ahí”, quería convencerse. “Es la paradoja”. Recordaba muy bien haber escrito sobre las fiestas, las ropas, las horas, los chicos y las chicas, el poliamor, papá, mamá y los regresos a casa.
“Sigue en el auto” susurró con los ojos pegados en la ventana. Se tapó la boca con las dos manos e imaginó su muerte. Caminó hacia la cocina y buscó los cigarrillos. Prendió uno mientras se sentaba como derrotada. Tomó un mate frío y pitó el rubio. Comenzó una charla con las cosas.
-… deseada, lejos, ahora…
-¡Así no es, así no es! Decila bien.
-Dejame por favor. Déjenme.
-Vení, date vuelta.
-Déjenme…
-¡Pará un poco! Mirate eh, siempre tan prolijo, tan delicado… y mirate ahora… ¡Pará te dije, quietito! Esa poesía eh, me gusta, está re loca, me gusta. ¿Me escuchás? Vos te merecés otro lugar eh, más cómodo. Pero me tenté, ¿entendés? Ellos no te quieren, yo sí. Sos raro loco, demasiado. Y ellos me quieren a mí. Están celosos digo yo.
-…
-Ya se fueron. Me esperan, ya hay luz. Arreglate, dale… me voy eh… Ah, de esto a nadie eh…

Entre tantas notas por ahí, lo había dejado tirado en la mugre, transpirado y con lágrimas recorriendo moretones y algún que otro corte entre ropas desgarradas. Ahora que el día cruzaba la espesura de las copas colándose por los agujeros del abandono, los ojos se le caían.
Cuando escuchó chillar al chaperío ese, casi en la puerta de su casa, se sobresaltó. Pitó por última vez el cigarrillo y fue sigilosa hasta la ventana. Vio al chico sentado en el cantero de su vereda marcando un celular. Apoyó la oreja en el vidrio para escuchar mejor.
-Hola… no, sigo acá… sí, mejor… ¿querés que te lo diga? Es un poema, gil. “Soga” se llama… ‘cuchá… “Pincha/ quema/ ahora/ se abalanza/ presente/ ausente/ corta/ cede/ hiere/ alivia/ da envidia/ se pierde/ lejos/ ahí/ vuelve/ ilusión/ no/ sí/ atracción/ terror/ estigma/ deseada/ olvidada/ suerte/ fin/ comienzo”.

 

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