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El viaje

por María Mantovan *

ue esa fría mañana de invierno. El amarre del buque en Venecia. Un aire gris entraba por la proa y los gritos inundaban el puerto. Los pañuelos blancos se confundían con el cielo y los soldados agolpados en la cubierta. Niños que corrían sin cesar, mujeres ansiosas, padres sedientos de hijos, hermanos crecidos y amigos distantes por el tiempo transcurrido llegaron a la cita. Las horas pasaban lentamente, las escaleras tardaban en aparecer.

El viaje

Stefanía, la menor, esperaba con gran ansiedad pues no lo recordaba y dos fotos llegadas durante todos los años pasados le habían aportado poca información. Quería acelerar los tiempos. Al cabo de cinco horas asomó la escalera y dos horas más tarde los primeros hombres bajaron. Ropas andrajosas y un bulto personal los acompañaba. Barbudos, con la piel curtida y delgados, enfrentándose a la multitud. Se preguntaba si se reconocerían. Ella tenía cinco años cuando él se unió al ejército para cumplir con el servicio militar. Antes de finalizarlo fue enviado con las tropas a África. La segunda guerra mundial lo había alcanzado. Sus dos hermanos varones habían sido enviados uno a Rusia y el otro a Alemania. Las mujeres en casa con un padre que había servido en la primera guerra. Su madre ya no estaba. Su alma había dejado el cuerpo poco después de nacer la pequeña.
Un cerco de alambre los separaba de la zona de desembarque, los hermanos juntos y en silencio secundaban al padre, hombre alto, erguido con destacado bigote y autoritario. Cada uno tejía una historia acerca del hermano que esperaban luego de diez largos años. Ella había oído contar historias acerca de la ciudad insomne al norte de Nigeria, en la que sus habitantes no sabían lo que era el sueño, no dormían nunca, de modo que si alguien lo hacía, ellos inmediatamente lo enterraban, creyéndolo muerto. Muchos soldados habían logrado huir de allí, pero otros se durmieron antes. Las pesadillas solían atraparla pensando en Gino, aunque nunca supo exactamente en qué lugar de África podría encontrarse.
Una hilera de ex combatientes comenzó a desfilar a lo largo del alambrado sin éxito, no hubo nadie que se detuviera ante su familia ni que lo reconocieran. Hasta la nueva tanda pasaron algunas horas. El día avanzaba y la expectativa aumentaba, ya que tampoco estaban seguros que quienes eran los que regresaban. La guerra había terminado, pero no todos los que habían ido, volverían. El listado estaba en el barco. Ninguna información era dada a conocer. Un frío de estatua se apoderó de la joven cuando gritos y llantos explotaron sorpresivamente. Su cuerpo se estremeció y se abrazó fuertemente a su padre, quien no se movía ni articulaba palabra alguna. La mirada fija hacia los jóvenes que pasaban cerca construían en su mente la ciudad invisible creada entre los dos precipicios que separaban ambos lados del cerco, dos montañas abruptas que solo podrían unirse con un pase por el vacío atado a dos crestas con cuerdas, cadenas y pasarelas. Debía atravesarse sobre los travesaños de madera, cuidando de no poner el pie en los intervalos, pues nada salvo unas nubes había debajo. Ese difícil trayecto estaba esperando ser cruzado por el mayor de sus hijos. Buscaba torcer la realidad de una desarticulación familiar que después de diez años seguía tejiendo abrazos y ausencias. Muchas pestes habían azotado a su familia y esa llegada tan ansiada no se concretaba. El precipicio lo impedía. A ambos lados como custodios Aldo y Leopoldo ya regresados a casa esperaban al último integrante del clan.

Aldo, en su silencio del día gris, recordaba aquellos en los que la gente en la Alemania del cautiverio se irritaba y la tierra temblaba haciendo desdibujar los contornos de los edificios, de las farolas y de los automóviles, haciendo difícil distinguir donde terminaba uno y comenzaba otro. En la quietud del cansancio la exaltación de Leopoldo los atrajo unánimemente. Su dedo índice temblaba hacia adelante y gritó que el sol brillaría a pesar del clima y continuaría haciéndolo hasta que todos los habitantes del país hayan recuperado a sus soldados. Gino llorando tenía su cara contra el alambre.
Stefanía no podía contener su llanto, lo había reconocido por los latidos del corazón y no por el rostro, pues era nuevo para ella. Sus manos se juntaron y sus miradas no se separaron por largo rato. Nadie tomaba la iniciativa de moverse de sus lugares, por temor a que pudiera esfumarse la escena si lo hacían. El padre intervino sugiriendo caminar hasta el final del largo pasillo. Todos pegados al alambre para no caer hacia el precipicio que aún había. Los días siguientes fueron de recuperación lenta. La desnutrición, el frío, la piel curtida y lastimada debían esperar lentamente para no provocar un shock.
Las prioridades, los conflictos, la impunidad, la desigualdad, la puesta en pausa, la creciente inseguridad, asumir el riesgo de vivir el nuevo proceso, atreverse a mirarse y mirar, invitaban a triturar las palabras cuando no eran suficientes y exactas. La provocación de abrir las puertas para dejar ingresar el silencio a la crisis. La inestabilidad buscando equilibrar la clave del apego en el trapecio ofreció a cada integrante de la familia ver crecer el desierto del eje en la línea de continuidad. Despertar muerto cada mañana, aliviaba tensiones temporalmente, agudizando el ingenio, las miserias y las grandezas para hacer libres conexiones con ideas optimistas y navegar hacia cualquier punto que resultase esperanzador.
Los años de prisionero, haber dejado a la familia y los amigos, haber intentado establecerse una que otra vez en alguna aldea africana para ordenar su existencia desactivó la espera. Su amor por una nativa con la que dio a luz a un niño se diluyó tras las líneas de fuego que lo llevaron a andar y desandar caminos de búsqueda y replanteo de estrategias desafiantes. Vuelta de manos vacías y sentirse invisible en una noche profunda de saberse expulsado como hijo por querer a una mujer de color.
El viaje no había culminado, pues un año después otro buque llevaba a Gino hacia América. La postguerra había dejado a sus hombres extraviados en Venecia.

...

* María Mantovan: Mi pasión por letras comenzó desde la escuela primaria y fue creciendo con el tiempo. La poesía tuvo una época de exclusividad que se vio traspasada por otros géneros literarios. Avatares fue un inicio importante en este desafío, con antologías y más. La tecnicatura en formación del escritor me ayudó a seguir timoneando este mar de proyectos que me permite entrar y salir de la realidad mágicamente.

 

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