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El Mausoleo encantado

por Juan Behrend *

 

o era la primera vez que Mario Sandoval tenía la sensación de que algo raro estaba sucediendo en el mausoleo vecino de los Domínguez mientras se hallaba sentado en la banqueta delante del nicho de su mujer muerta para conversar con ella y contarle cuánto la extrañaba, como solía hacer cada semana. El mausoleo de los Domínguez era el más lujoso del cementerio San Jerónimo, el principal de la ciudad de Córdoba, ubicado en pleno barrio Alberdi, muy popular entre los estudiantes, sobre todo de medicina, gracias a que los alquileres moderados y la cercanía de la facultad y del hospital Clínicas, donde eran organizadas la mayoría de las clases prácticas. Era en este hospital que los jóvenes procedían a la vivisección de los cadáveres provenientes de la morgue, acompañaban al profesor mientras este los familiarizaba con los síntomas y las consecuencias de una enfermedad de los pacientes y les explicaba el tratamiento al que se los sometía.

Esta vez, pensó que el ruido proveniente del mausoleo de los Domínguez provenía de una comadreja cavando o algún otro roedor en plena actividad. No pudo resistir la curiosidad, le pidió disculpas a su mujer y se levantó para ir a inspeccionar. Atravesó el callejón y se internó en el pequeño prado que rodeaba la lujosa construcción mortuoria con sus columnas dóricas, su dintel frontal adornado con bajo relieves y querubines y su fachada con placas de bronce y diversos tipos de mármol. No parecía haber nadie. La pesada puerta de ingreso del pequeño edificio estaba clausurada. Casi no quedaban visitantes. Mario podía venir, después de la salida del trabajo, cuando faltaban pocos minutos para que el cementerio cerrara. No lograba liberarse antes. A esa hora el sol otoñal ya se había acostado y las primeras sombras nocturnas comenzaban a invadir el lugar. Decidió dar una vuelta alrededor del mausoleo, pero salvo algunas botellas vacías que se hallaban pegadas a la pared de atrás no había nada que le llamara la atención. Aprovechando que nadie observaba, se encaramó hasta alcanzar la pequeña ventana de uno de los costados aferrándose a sus rejas y buscando apoyo en el zócalo de piedra. Por un instante le pareció ver la luz de una linterna o de una lámpara muy débil, pero el esfuerzo para mantenerse izado era tan grande que no pudo confirmar su impresión. Es más, no tardó en decirse que debía ser el reflejo del haz luminoso de algún auto que había pasado justo en ese momento por la calle contigua.
Poco después, cuando ya estaba saliendo vio que el guardián del cementerio lo estaba esperando impaciente junto al enorme portón, con un manojo de llaves en la mano.
“Se ve que le cuesta decir adiós a su mujer”, le dijo con una sonrisa algo rígida, “una vez más usted es el último”.

“Ya sabe, es a causa del trabajo, no puedo venir antes…”, respondió Mario como disculpándose y se lo quedó mirando. Titubeaba, ¿debía decirle algo sobre el ruido?, ¿no pensaría que le faltaba una tuerca? Se dio un empujón, “¿Sabe si hay alguien todavía en el mausoleo de los Domínguez? Me pareció ver una luz”.
El guardián lo miró con sorna y lanzó una pequeña carcajada.
“Espero que no empiece usted también con los fantasmas y los ruidos. No se deje impresionar, usted es el último visitante”.
Hizo un gesto para alentarlo a partir.
Las dos veces siguientes que vino a visitar a su mujer, no volvió a notar nada que le llamara la atención. El mausoleo estaba cerrado y mudo.
Fue el jueves de Pascua cuando comprobó que los ruidos no eran producto solo de su fantasía. Como era feriado había llegado más temprano que de costumbre. Numerosos familiares todavía estaban visitando las tumbas de sus deudos o deambulando por los bucólicos senderos del cementerio. Mario estaba muy deprimido, no sabía si era a causa de la fecha u otra razón, pero se sentía particularmente solo y desesperado, hacia exactamente siete meses que su mujer había fallecido. Era obvio que el paso del tiempo no curaba la herida, a lo sumo le permitía aprender a vivir con ella. Limpió la superficie sobria del nicho, sacó las flores marchitas de la semana anterior, tiró el agua y colocó el rozagante ramo que había traído con sus colores preferidos. Luego se paró delante la lápida con su inscripción y el medallón con la imagen de la muerta.
Mario no era muy creyente, no venía a rezar sino a conversar con su mujer. Cuando no estaba abatido como ahora lograba charlar con ella como si estuviesen sentados en la cocina tomando un café juntos. Pero cuando estaba deprimido, sus palabras no podían dejar de transportar la amargura y la sensación de abandono, de injusticia, que la muerte de su compañera le producía. Justo cuando estaba intentando explicarle la tristeza que se había apoderado de él, quizás con la ilusión de obtener una frase de consuelo, escuchó de nuevo el ruido a roedores. Pero esta vez el mismo no vino solo, sino que le llegó acompañado por las notas de una música. Y no precisamente de una música clásica delicada y tenue, sino de un rock bien rítmico y acompasado con un solo de guitarra de esos que parecieran querer arrancar la piel del oyente. Al mismo tiempo tuvo la impresión de sentir un delicado olor a fritura, como si alguien estuviese preparando de comer.
En otras ocasiones tal vez le hubiera hecho un comentario divertido a su mujer, pero con el estado de ánimo sombrío que llevaba, todo esto lo sacó de quicio. Enojado cruzó la distancia que lo separaba de la construcción de donde provenían todas estas molestias, decidido a hacerse escuchar. Pero apenas se acercó a la puerta del mausoleo, se detuvo desconcertado. Estaba abierta de par en par, la música y el aroma a comida ostensiblemente provenían del interior. Logró distinguir la figura de una mujer, de aspecto agradable y cuidado. Sus cabellos castaños, bien peinados, le caían sobre el hombro, enmarcando un rostro de una delicada belleza frágil.

Lo que más lo sorprendió es que a pesar de la oscuridad que reinaba adentro del mausoleo, el rápido vistazo que había podido echar, le había delatado que entre los nichos y las tumbas alguien había instalado una habitación. En la tenue luz le pareció distinguir un sofá y una mesita, en el fondo vio una pequeña cocina a gas con su carrafa y una hornalla prendida con un sartén encima. A su lado una pequeña alacena con algunos platos y cacharros. Cerca de la puerta, al lado de un lavabo, había un calefactor eléctrico apagado. Todo parecía dispuesto para poder vivir allí. A pesar del carácter macabro del mausoleo, el lugar ahora tenía como un aire acogedor. Debajo del sofá asomaba una valija.
Desconcertado Mario se detuvo y disimulando su sorpresa retomó rápido el callejón que pasaba por allí. Furioso decidió ir a hablar con el guardián del cementerio. Pero el resultado tampoco fue alentador esa vez. Cuando le explicó, este se hizo el desentendido.
“No se aflija”, dijo, “la persona que vio es la esposa del último muerto de la familia Domínguez, cuyo sepelio tuvo lugar hace un par de meses. El pobre murió muy joven y de forma inesperada. Ella suele venir durante los días de fiesta, es una persona muy agradable, no se preocupe, no hay nada malo, vive en Mendoza, solo viene de visita a Córdoba”.
Cuando Mario le dijo que ponía música y que cocinaba y que todo indicaba que habitaba allí, él no le llevó el apunte, minimizando los hechos. Era evidente que lo había sobornado. Regresó a la tumba de su mujer sin saber bien que hacer. A la rabia que sentía ahora se sumaba su perplejidad y una oscura sensación de impotencia. Pero no estaba dispuesto a resignarse. Luego de conversar unos instantes con su mujer, para darse ánimos, decidió volver a la carga.
La nueva ofensiva adoptó un giro del todo imprevisto. Cuando Mario Sandoval se acercó al mausoleo origen de su perturbación, la mujer estaba en el ingreso, sentada en una silla plegable, como si estuviera en la playa.
“Buenos días señora”, la saludó decidido, “soy su vecino, vengo del pequeño mausoleo de enfrente…”, pero antes de que pudiera continuar y plantarle su queja la mujer se levantó y se le acercó sonriente para saludarlo y darle la mano.
“Yo soy la esposa de Daniel Domínguez, que, como seguro sabe, murió hace unos pocos meses. Encantada de conocerlo vecino”, dijo con una sonrisa cordial, “permítame que lo invite a un café”. Lo dijo con tanta gracia que Mario se quedó sin palabras.
En todo caso no podía rechazar la invitación.
La mujer le pidió que atendiera un instante. Desapareció al interior y regresó con otra silla plegable que armó al lado de la suya. Dos minutos más tarde volvió con el café luego de preguntarle desde adentro si lo tomaba con azúcar o con leche. El enfado de Mario ya había comenzado a derretirse.
La mujer no se anduvo con vueltas, ni que intuyera el estado animo molesto de Mario.
“Supongo que le resulta algo extraño verme así instalada en el mausoleo de la familia de mi marido”, dijo con una sonrisa confiada, “lo que sucede es que estoy embarazada y quiero que el bebé sienta la cercanía de su padre. Daniel todavía esta aquí con nosotros, como si hubiese decidido acompañarnos un poco más al menos hasta que su hijo llegue”
Mario no supo cómo reaccionar, la afirmación de la mujer le resultaba inesperada y bastante esotérica. Pero se contuvo. No solo repitieron el café, sino lo llevó hasta el umbral para mostrarle el extraño cuarto, pleno de sarcófagos y nichos, incluso le preguntó si la música que estaba escuchando le gustaba o sí prefería algo más suave y adecuado al lugar, quizás una música chamánica. Cuando se despidieron con un sucinto hasta pronto, Mario se dio cuenta que el encuentro le había hecho bien. Regresó a contarle a su mujer la extraña situación. En todo caso, estaba menos compungido y deprimido de cuando había llegado. Quizás porque Susana, como dijo llamarse la muchacha, se mostró muy interesada en conocer su historia y le puso no pocas preguntas sobre su mujer. Con todo, su presencia, y eso de utilizar el mausoleo como si fuera un hotel, no dejaba de desconcertarlo e intrigarlo.

Normalmente no hubiera regresado el domingo tal como hizo, si no fuera por la curiosidad que le produjo la presencia de Susana Domínguez. Esperaba que lo invitara de nuevo a tomar un café y a conversar en el umbral del mausoleo, pero sufrió una fuerte decepción. Cuando cruzó el callejón que los separaba, la vio sentada en la escalera, sollozando, encogida como un chico, abandonada, agarrándose desesperada las rodillas. Mario se preguntó que habría sucedido. Susana había perdido la llave y no podía entrar a su “casa”. Lo que parecía una banalidad en realidad no lo era. Se trataba de unas llaves especiales. Ningún cerrajero podría abrir la puerta sin hacer saltar la cerradura. El guardián no tenia ninguna copia, la única copia estaba en la casa de sus suegros en Mendoza.
Cuando Mario logró hablar con ella, luego de tranquilizarla, Susana le dijo totalmente desmoralizada:
“No, ya he buscado por todos lados, vacié varias veces mi bolso, no hay bolsillo sin revisar por lo menos tres veces, controlé el umbral y el pasto hasta cansarme. Pero el problema no es la llave o al menos no solo la llave, es el mensaje relacionado con su desaparición. Daniel quiere que me vaya, no está contento, debe pensar que venir y pernoctar en este mausoleo no es lo más apropiado para su hijo”.
Mario una vez más quedó desconcertado. Decidió convencerla para que fueran a tomar un café juntos, esta vez no en el umbral del mausoleo sino en un uno en las inmediaciones. Aunque sentía un poco de culpa porque no había dicho ni buenos días a su mujer, le parecía que ella comprendería su reacción.
Al principio, cuando el sugirió que podía pernoctar en su departamento, explicando que en el cuarto que había sido el estudio de su mujer había un canapé plegable en el que ella a veces dormía, Susana reaccionó agradecida, aunque argumentó que no se tomara la molestia, que ya encontraría un hotel adecuado. Al día siguiente tomaría el primer colectivo que la llevara de nuevo a Mendoza. Pero Mario no se amilanó, al fin logró convencerla y hacer que aceptara. Mario preparó un bife con ensalada, logró que tomara un medio vaso de vino y luego de la mandarina que sirvió de postre, se sentaron a ver una película en la tele. Se entendían bien, y para la sorpresa de ambos, entre ellos fue creciendo la simpatía. Mario se atrapó pensando que estaba naciendo una linda amistad. Al día siguiente, a fin de la mañana, la vino a buscar, había pedido permiso en el trabajo para llevarla a la terminal de colectivos. Al despedirse Mario le arrancó la promesa de que ella lo tendría al tanto de la evolución del embarazo y de cómo había sido el parto. Se pusieron de acuerdo de que ella vendría a verlo apenas pudiese o, de lo contrario, él la visitaría en Mendoza
Se dieron un beso y antes de que Susana subiera al bus, dirigiéndose a su vientre, le dijo al bebé:
“Decile chau a tu tío »
Sorprendido, a Mario le pareció escuchar a su mujer que le murmuraba suavemente al oído:
“También podría haberle le sugerido a su bebé que diga, chau papá, no te parece…”

 

...

* Juan Behrend, nació en La Cumbrecita, Córdoba, Argentina. Escritor. Periodista free lance. Miembro del comité de redacción de GEJ (Green European Journal). Traductor de libros y artículos del alemán al español para Siglo XXI.
Libros publicados:
Mi Cumbrecita - Entre dos mundos.
La última Gambeta.
En preparación:
Puros Cuentos.
Exiliados en tiempos de indiferencia - La historia de Chachis y Atilio.
Amor y demencia.
El Donante de Esperma.

 

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