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Las babas del diablo
como ejemplo de fabulación ontológica y de mal-decir

Por Liliana Díaz Mindurry

 

Lope de Vega lo hizo

eno en el lenguaje que produce un trastorno: la palabra se fractura y no hay logos que pueda unificar. El Logos, ese sueño esquemático y ordenado como una objetiva razón unificadora que permitiría desde la más pura inocencia producir comunicación, dar razón de un referente objetivado y producción, al menos, de una posible comunicación se quedaría estática en su cielo platónico y abstracto. El decir es un mal-decir, una maldición (llena de ventajas para el arte. Un bien-decir sería el fin de la creación, y un cielo platónico que se parece al infierno). Un decir filtrado de algo ajeno, de una ambigüedad, siempre que no sea querida: no digo lo que quiero decir, digo lo otro. Ese lo otro, podrá ser ese inconsciente que inventó Freud, o la palabrita que alguien prefiera nombrar, lo importante es que es algo ajeno, algo que se filtra, no desde la voluntad, precisamente, salvo que la voluntad sea doble, lo que también es posible, y es casi seguro, salvo que no hay nada seguro y esto ya es una petición de principios. Y es maldición porque no quiero decir lo que digo, desde el punto de vista de una Ley, de un Logos que buscaría imponerse en el bien-decir.
Casi todos los escritores, especialmente los poetas y los cultores de la literatura fantástica que son de la misma raza, y no incluyo a todos porque hay quien sueña con una literatura al servicio de una ideología, de un cuerpo doctrinal, o algún ingenuo soñador de la mímesis de los clásicos, y hasta sospecho que estos pretendidos ingenuos saben de este mal-decir, juegan a superarlo y lo aprovechan. Uno de ellos, Julio Cortázar, se adentró en la idea con un entusiasmo sin límites en toda su obra, jugando sí, pero muy lejos de la ironía de Borges, y más cerca del romanticismo, por más que la diversión fuera un modo de gnosis. Recuerdo especialmente un cuento, una pequeña obra maestra Las babas del diablo, del que Michelángelo Antonioni realizó una versión libre para cine Blow-up, otra pequeña obra maestra, que se olvida de la historia de Cortázar, pero recuerda las ideas principales.
Siguiendo a Bachelard y a Felisberto Hernández, para Cortázar el ser tiene una estructura abierta no sustancial, porosa (esponja) donde hay una falencia (falta de plenitud) y un dislocamiento (descolocación) que producen un extrañamiento ante sus propias categorías del entendimiento, tiempo-espacio (en terminología kantiana) y ante eso otro. La otredad produce deseo, la sensación de “estar sediento de ser”. El único conocimiento posible está en lo intersticial, en la “fisura”. La realidad se hace dinámicamente en esos intersticios o huecos. Para Merleau-Ponty el hombre deja de ser servidor del significado para volverse acto mismo del significado. Esa constante ansia camaleónica de ser otro o de ser “lo otro” lo lleva a la invención. Conocer es, entonces, sin duda, fabular. En esa fabulación se disuelve la sustancia y el conocer del científico está igualmente empeñado en fabular el mundo, con idéntica sensación de malestar y falencia ante eso desconocido, cuya realidad está en los intersticios y cuya revelación (Blow-up) es una epifanía (yo diría que el mal-decir en el arte se vuelve bendición cuasi mística). Ese malestar reside en ese inacabamiento y necesidad de ser lo otro que no puede nombrarse (maldición), revelada finalmente en el borde, como diría Borges “esa inminencia de revelación que no se produce, es el hecho estético”.
Claro que después de este borde de revelación, jugado entre lector y escritor, y ante esta ontología basada en la fábula, podemos pensar en una puerta del pensamiento postmoderno, anticipado ya por el “todo es literatura” de Borges. O evocar geometrías no euclidianas, física cuántica. Habíamos dicho que Cortázar estaba lejos de la ironía borgesiana. Es que la clave del pensamiento cortazariano, de su filosofía de fabulación es el número dos, número de la paradoja y del combate. “Roberto Michel, franco-chileno, traductor y fotógrafo aficionado, salió del número 11...”. Tanto la traducción como la fotografía duplican. En Borges en cambio, el foco está en la multiplicación, no en el “dos” de la guerra. El interés de Borges es siempre un interés de mostrar la irrealidad, afirmar el solipsismo. Ironizar toda forma de conocimiento para afirmar un melancólico agnosticismo. Espejo y cópula son abominables porque multiplican, se burla Borges, y en esa multiplicación al infinito la realidad deja de ser. El placer de Cortázar, es el de una guerra contra las previsiones del lector, para hacerlo participar del único y válido conocimiento a partir de la imaginación que recrea el mundo. Las babas del diablo está escrito contra la convicción de una gramática unificadora (nunca se sabrá cómo hay que contar esto), con todas las posibilidades ambiguas del vocablo “contar”, con el juego verbal de una “Contax” que intenta petrificar una realidad que se mueve constantemente, a la manera de un desconsolado Parménides, con un narrador que se disuelve, y muta sin cesar, ante una realidad fabulada por un narrador que se contradice constantemente, proyecta, imagina y da por hechos situaciones de juego metadiegético, con una revelación casi psicoanalítica en la que el lector se ve forzado a inventar posibilidades de interpretación y a fabular junto y contra el autor. Si las babas del diablo pueden volverse hilos de la Virgen, o ser ambas cosas en guerra, aquí se trata de transmutar, operación alquímica para producir bien del sufrimiento, bendición de lo que mal-dice. Si todo mirar rezuma falsedad, es que el puro acto de mirar, contar nubes o cuentos o fotografiar con una Contax pretende unificar, fijar en la nada, encontrar el mal-decir. Y es epifánico, en un sentido de manifestación fabulada, tan gloriosa como imaginaria.

Las babas del diablo

El arte entonces no ordena el caos sino que lo exhibe, lo muestra, para que vuelva a ordenarse, en un orden inventado en cuentos, fotografías en las que se mueven los objetos estáticos, revelan nuevas y nuevas cosas a gusto del lector vuelto o metamorfoseado en autor. Es decir un juego de “recusaciones y recursos” que lleva continuamente al caos, después de cada nuevo orden. Comienzo y fin vuelven a tocarse incansablemente. Este ingrediente lírico-trágico en nada se asemeja a la ironía borgesiana, porque aquí se afirma un modo de gnosis nueva, donde el juego es un ritual iniciático. Aquí ni se afirma la irrealidad en tono burlón, ni se trata de escapar de lo real como una primitiva literatura fantástica. Se trata de mostrar un universo de agujeros negros donde la percepción de tiempo espacio es continuamente inventada y se pierde (como un hilo de la Virgen-baba del diablo) cada vez que alguien pretende asirla. Todo, especialmente el tiempo se vuelve incontable, la experiencia narrativa surge de la incontabilidad misma y la sustancia ontológica es lo contable es decir lo imaginario, el mal-decir transformado en poesía. Entonces los perseguidores se dedicarán a todas las posibilidades del mal-decir, como irresistible desplazamiento hacia lo otro, es decir como deseo y la falencia o inacabamiento, así como la extrañeza formarán mundos posibles en continua guerra, constantes lateralidades. El lector espejo y hermano como en Baudelaire, perturbado, dislocado, incomodado pero en goce, se volverá compañero de ruta, ajeno, vuelto Otro, salido por fin de la molestia de ser el mismo, el uno, el espectador.

 

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