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Desde las voces propias, La Minga

Por Antonieta Chiniellato

La Minga

La Minga

En esta época, es la velocidad la que ocupa el primer puesto en la vida de los habitantes de las grandes urbes, por eso, parece impracticable la actitud de nuestros antepasados; no solo de quienes poblaron el continente europeo hasta el siglo XIX, sino el de los tiempos de los Pueblos Originarios que ocuparon este continente latinoamericano, antes de la llegada de los españoles.
Muchas etnias convivían en este bello, extenso y grandioso territorio que hoy denominamos « Patria Grande». Desde Centro América hasta la Antártida Argentina, (incluyendo las Islas Malvinas), los Mayas, los Incas, los Guaraníes, los Tehuelches, los Onas y cientos de tribus recorrían a pie la tierra madre en busca de alimento. Por entonces la mayoría de estos grupos, poseían costumbres, ritos y fundamentalmente: respeto; no solo por el suelo que habitaban, sino también por el otro ser humano cuando una acción de la naturaleza, les hacía “caer en desgracia”, perder la cosecha, animales o la propia vivienda.
A pesar del tiempo transcurrido, de la llegada de los conquistadores y finalmente de los adelantos tecnológicos que se lograron a través de la ciencia, hoy en día hay fenómenos naturales que ponen muchas veces en peligro hasta la misma vida humana. Siempre hay un hermano que debe resolver sin pérdida de tiempo, situaciones graves y no siempre cuenta con la ayuda del Estado o la cobertura de un seguro social.
En una comunidad organizada la Constitución debería funcionar desde lo que se conoce como: Derecho Social, cuya principal y gran misión es la de ordenar y corregir las desigualdades que existen entre las clases sociales con el claro objetivo de proteger a las personas ante las diferentes contingencias que le pueden ir surgiendo en el día a día.
Sin embargo, y más allá de los derechos que debiera hacer cumplir un Gobierno Democrático o el Poder Judicial, la desigualdad reina en nuestro país y es “la gente” quien acude en ayuda del amigo, vecino o simplemente el prójimo, como lo hicieron nuestros antepasados: los aborígenes y el campesino.
Los sabios aborígenes, que, no andaban por el mundo con tanta información como la que tenemos hoy en día, ni con nuestra prisa por alcanzar metas en la vida, poseían una actitud solidaria colectiva a la que llamaban «Minga».
Minga (minka en quechua) es una antigua tradición de trabajo comunitario o colectivo con fines de utilidad social.
Ciertamente el significado de la minga deriva del conocimiento que tenían los aborígenes de que, realizando un trabajo compartido para el bien común, este se hace más rápido y mejor.
Esta costumbre, como todas las tradiciones, se fue transmitiendo de generación en generación. Nuestros gauchos, habitantes nacidos de la fusión entre el español y el aborigen, fueron también perseguidos por no pertenecer ni a la civilización europea, ni a la indígena y se constituyeron en “los parias” del territorio argentino. Luego muchos de ellos ante la necesidad de dar un mejor bienestar a los suyos, aceptaron dejar esa vida errante y se convirtieron en el campesino, el hombre de campo o sea, dejaron de ser el gaucho “paria” al ser contratados por los dueños de estancias a quienes por un jornal miserable le debían trabajar la tierra, cuidar el ganado o realizar todo tipo de tarea que su patrón requiriese.
Muchos argentinos, descendientes de aborígenes, gauchos o los inmigrantes pobres, han tenido que vivir en la marginalidad y de hecho hay cantidad de ellos que continúan así, es decir construyendo sus viviendas en tierras donde aún no ha llegado la «civilización». Casas que suelen estar ubicadas al costado de una ruta o a la margen de un río, especialmente de éste último dado que el agua es esencial para la vida del ser humano, lo que muchas veces les acarrea la perdida de sus viviendas cuando hay crecidas importantes.
En esos momentos, cuando no llega la mano del Estado o alguna institución de bien público, «la minga» se hace presente, como ocurrió con la historia que les voy a contar.

Don Yatu y el Rancho Perdido

Cuando aquel día aborrecible
se me vino la creciente
y al arroyito inocente
le dio una fuerza increíble
cuando en furia incontenible
desatados elementos
se llevaron mi sustento
mi rancho, mi sementera
mi ganado, mi tranquera...
creí no recobrar aliento.

Pero mi compadre Juan
y mi vecino Ventura,
que dieron a mis criaturas
a mi mujer y a mí, abrigo,
se me mostraron amigos
como Dios nos manda ser
y me dijeron: «A ver,
prepárese pa´ la minga,
que aunque se oponga Mandinga
su rancho le hemos de hacer»...


En un pueblito perdido en la querida y calurienta Provincia de Santiago del Estero, la familia de Don Yatu y Fermina, vivían con sus cinco hijos en un ranchito levantando con sus propias manos a la orilla del río; una mañana mientras todos estaban trabajando la tierra seca, llegó la creciente y sin pedirles permiso les llevó su querido rancho. Fue al regresar para alimentarse y descansar un poco del sol agobiante, que se encontraron con la «nada», la desolación total, ya que hasta los animales habían desaparecido.
Desesperado Don Yatu corrió un kilómetro hasta la casa de su vecino Juan quien sin dudarlo les dio albergue a todos esa noche. Mientras las mujeres y los niños se acomodaban como podían, los hombres sentados en la cocina, mate de por medio, hablaban con respecto a cómo encontrar una solución para volver a levantar el rancho, la respuesta no se hizo esperar, al unísono dijeron: «Tenemos que convocar a una Minga».
Así fue que al día siguiente los dos hombres, salieron al alba y visitaron al resto de los vecinos, quienes acostumbrados a brindar hospitalidad y ayuda al que la necesitara, todos se comprometieron que al caer la tarde después de su jornada de trabajo, iban a llegarse hasta el lugar y le darían una mano hasta levantar nuevamente el rancho de Don Yatu.
También las mujeres se sumaron, mientras los hombres cortaban troncos, juntaban espartillos, preparaban el adobe e iban levantando las paredes, ellas les cebaban mate y hacían tortas fritas. Cuando caía la noche y la oscuridad no les dejaba continuar con la tarea, cada familia se volvía a su rancho y más allá del cansancio, cargaban sobre sus espaldas la alegría del día compartido en ayuda de su vecino.
No fue fácil terminar la tarea emprendida, ni tampoco fueron dos días de trabajo, sin embargo, nadie dejó de asistir, ni de aportar lo que podía, hasta que, cuando solo les faltaba colocar la paja en el techo y realizar el ritual para que los malos espíritus no pudieran entrar a la casa, fue que Don Yatu habló con Fermina para ver cómo le agradecían tanta solidaridad a sus vecinos.
Llegó el domingo, nadie trabajaba, así que decidieron darle duro y parejo para terminar el rancho ese mismo día, fue entonces cuando Don Yatu partió hasta el pueblo y le pidió fiado a Don Tobías, el dueño del almacén de ramos generales, harina, carne, unos huevos y cinco damajuanas de vino. Volvió al rancho y le dijo a Fermina:
- ¿Por qué no te hacés unas empanaditas con las mujeres y llamás al compadre que se venga con la acordeona y los musiqueros así festejamos que hoy estrenamos rancho nuevo?
Cuando caía el sol, el rancho estaba listo. Justo a tiempo llegó el padrino Ventura con los musiqueros, quien en voz alta dijo:
- Acá estamos compadre, además de la música trajimos varios soles de noche pa´ iluminar el patio de tierra ¿Dónde los ponemos? Ya verá qué lindo se va poner el baile”
Las mujeres habían amasado y cocinado las empanadas en el horno de barro construido por ellas y previo al festejo, comenzaron a tirar las flechas sobre el techo de la paja con el «gualicho» contra los malos espíritus, las que debían quedar en el lugar que cayeran.
Después, todo fue alegría, empezaron con las chacareras, los «aro, aro», siguió la mocita hija de Don Yatu que sabía cantar, a quien el padrino acompañó con su guitarra, deleitando a todos con la tradicional chacarera sincopada: «Telesita la mangamota, tus ropitas están rotas...».
No faltó el recitador, ni los zapateadores y así, entre chacareras, zambas y recitados, se fueron las empanadas, el vino y con el último vecino que dijo «hasta mañana», la familia volvió a dormir en su rancho.
Don Yatú quedó solo, apagando los soles de noche, ya solo le quedaba uno en la mano, comenzó a caminar lento hacia la puerta del rancho, lo miró asombrado, y, entre melancólico y lleno de gozo, mientras la luna iluminaba el campo, dijo en voz baja:

Y así con vino del año
que me fío el bolichero
y lujo de guitarreros
como en las mingas de antaño
se reparó aquel gran daño
que me hiciera la creciente
y ahora, contenta la gente
por así haber ayudado
me han dejado a mi obligado
en conciencia para siempre.

¡Qué linda ha sido la fiesta
y que lindo han trabajado.
Achalay como ha quedado
la nueva casita nuestra.
Bienhaiga la costumbre ésta
de ayudar a quien precisa
y de traer música y risas
junto con brazos muy fuertes.
Bienhaiga toda la gente
que ha venido a nuestra Minga!

 

Autor texto: Prof. y Periodista: Antonieta Chiniellato
Autor Décimas «La Minga»: Dra. Olga Fernández Latour de Botas
Santa Teresita - Pcia. Bs.As. 26-8-11- Argentina


 

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