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amores románticos y amores alterados

 

Fábula del que encuentra y del que pierde

por Inés Fenández Moreno

Ella siempre había tenido esa propensión a encontrar cosas, virtud que él celebraba y que tal vez fuera el meollo del enamoramiento inquebrantable con que se declaró a los pocos días de conocerla. Ella, en esa época tonta de la juventud, encontraba panaderos y vaquitas de San Antonio en primavera. En invierno encontraba caracoles sin casa merodeando por el balcón, gatos sin cola o telas de araña, perfectas y doradas donde, según decían algunas tradiciones orientales, era posible leer historias del futuro. A veces tenían largas conversaciones sobre estas cosas sin ninguna importancia. Por ejemplo qué eran los panaderos ¿El fruto del cactus? ¿Simples hierbas que crecían en la tierra húmeda? ¿Por qué se llamaban, además, panaderos? Cada estambre trae una minúscula semilla, su pan. Pero la naturaleza está llena de trampas parecidas, semillas volátiles, argucias para perpetuarse. Lo bueno del panadero era soplarlo, de eso no cabía duda. En cuanto a los caracoles sin casa, convenían en que eran algo asqueroso, pequeñas víboras hipócritas.

El se reía a veces de ella, de sus encuentros primaverales y poéticos: a que no encontraba una araña negra y venenosa, desafiaba, un pájaro a medio comer por el gato de media cola. Ella se defendía, no era “ella” la que encontraba, eran las cosas mismas las que se ponían en su camino. (Y con ese mismo espíritu protector, ella lo había encontrado a él).

Con el tiempo, como era de esperar, y por más que ella encontrara cosas menos románticas, él dejó de celebrar por completo aquella virtud. Además él, digámoslo de una vez, tenía una propensión inversa a perder cosas. En principio, a no encontrarlas y, más adelante, a perderlas. Tal vez no fuera totalmente culpable. Alguien comentó que era un problema del género masculino: los varones no tenían una visión detallada de las cosas, sino una visión de conjunto. Al revés del árbol que no deja ver el bosque, el bosque no los dejaba ver el árbol.

¿Dónde está la tijera?, preguntaba él, ¿y mi llavero? ¿Y el calzoncillo celeste? Casi siempre esas supuestas cosas perdidas estaban tan cerca de él, que daba risa. Ella lo inducía a ejercicios simples: no hables, le decía, mirá. ¿Qué ves?: un libro, ¿y detrás del libro? ¿O debajo?: la tijera. Las cosas suelen ocultarse un poco, pero no siempre deciden desaparecer por completo. Sin embargo, él perdía algunas cosas sin remedio. Documentos o citas con un posible cliente. Aunque iban caminando juntos, iban en direcciones contrarias.

Como dije, ella era candorosa, pero no tonta. A medida que la vida se volvía más oscura y compleja, ya no encontraba panaderos sino cosas a las que había que buscarles la vuelta: un cuello de piel de visón, con sus ojitos y sus uñas minúsculas; una libreta de matrimonio del año 1989; un pedazo descuadernado de Biblia; discos de pasta. Cosas a las que, creía, podía darles un nuevo destino útil o bello.

Una mañana de primavera encontró el paragolpes retorcido de una bicicleta y lo recogió. Una vez sobre la mesa, limpias las manchas de óxido, se reveló como una escultura cromada, curva y sugerente, todos preguntaban quién era el autor. Otra mañana en que le dio dolor de espalda pensó que el paragolpes era como su columna, una columna que, como se vio en la radiografía, tenía sus fallas secretas y su hermosura.

También podía encontrar cosas prácticas. Hacía quince días que él no encendía la chimenea porque no había leña chica en la casa. Ella salió a la calle y encontró una gran cantidad de troncos pequeños porque en la esquina acababan de podar un árbol. Eso fue lo más fácil del mundo.

En otra oportunidad, cuando tenían que transportar un piano y una batería del hijo, le salió al paso una camioneta que decía “especialistas en muebles antiguos y pianos”. Tal vez te lo trajo el panadero ironizaba él, “trabaja para vos como el genio de la lámpara”, y le contó el chiste del genio de la lámpara sordo: primero le trae a su amo una flor de lija en lugar de otro tipo de flor que él le había solicitado, después el amo pide que le lluevan billetes y ya pueden imaginar lo que le llueve… El final del chiste no podemos saberlo, porque fue otra de las cosas que él había perdido.

Un día ella iba por la calle pensando en una nota que iba a escribir sobre gente encerrada. Necesitaba saber el nombre de la parte donde termina el tablero de un auto y se forma una superficie de apoyo, entre el volante y el parabrisas. ¿Sería luneta? Entonces vio al hombre del overol del taller mecánico. La miraba con atención, era probable que ella hubiera murmurado la palabra luneta. Decidió preguntarle. El hombre se rascó la cabeza y dijo que eso no se llamaba luneta sino “torpedo”. Cuando vio su consternación y supo que ella estaba escribiendo, se negó rotundamente. De ninguna manera, usted no puede poner la palabra torpedo, dijo, le va a arruinar la nota. Ponga tablero y se va a entender, es una metonimia, agregó. ¿Usted se imagina a Borges usando la palabra “torpedo”? No cualquiera encuentra un lector de Borges, un entendido en figuras retóricas en un taller de chapa y pintura de la calle Giribone.

Cuando terminó la primavera hizo nuevos hallazgos importantes.

Encontró una piedra tan chata que parecía una mancha derramada, o una lámina de piedra azul. Una mañana encontró una gota de agua estática en el extremo de una hoja. La gota amenazaba con deslizarse al fin y caer, pero pasaban los días y siempre estaba allí.

¿No es milagroso decía ella? Hm, decía él.

Al final, como era de prever en esta fábula, ella encontró a otro hombre. (Y él, su marido, la perdió a ella). Lo encontró almorzando en un restaurante, en el salad bar. Los dos se dirigieron simultáneamente con su cuchara hacia las remolachas. Perdón, murmuraron, y corrigieron el rumbo de la cuchara. Pero entonces los dos se dirigieron al mismo tiempo a los tomates y otra vez chocaron los cubiertos y las miradas.

Empezaron a ser amantes muy poco después. Ella vivía exaltada, pero llena de culpa porque aún no había hablado con su marido. El día que se decidió a hacerlo se descubrió una mancha en el pecho. Una mancha rosada con una textura imperceptible de puntitos más oscuros. Lo más extraño fue que aquella mancha, rosada, tenue al principio, tenía la misma forma que la piedra azul. Lo confirmó cuando la apoyó sobre su pecho y la fue girando hasta hacerla coincidir con exactitud. Estuvo segura de que era sólo una mancha de culpa. En cuanto hablara con su marido, en cuanto le explicara, la mancha desaparecería. Sin embargo, en lugar de hacerlo, decidió esperar, observar la mancha.

Día a día vio cómo se oscurecía hasta que se volvió del mismo color profundo azulado que la piedra. Recordó un cuento de la infancia, un conjuro para hacer desaparecer lunares y verrugas. Envolvió la piedra y la enterró al pie de un árbol del Jardín Botánico. Se cuidó de hacerlo cuando algún paseante pudiera verla. Sólo así, el curioso la desenterraría y se la llevaría, alejando definitivamente aquel destino de ella. Pero pasaron los días y la mancha no desapareció.

Entonces habló con el marido, habló con el amante, y decidió perder a aquellos dos hombres. Después se sintió aliviada, ligera, y salió de nuevo a la calle, valerosa y dispuesta a tener nuevos encuentros.

Monica Bonavia
Fotografía: Mónica Bonavia (monicabonavia.com.ar) - Retoque digital: Eugenia Martínez

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Del libro de Cuentos, Malos Sentimientos

 

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