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Extraños

 

Cinco amigas

por Alberto Mario Pomato

Las cinco son idénticas. Casi como hermanas gemelas si no fuera por la diferencia de altura, la forma del cuerpo y el color a primera vista. Elena, Estefanía, Eleonora, Edith y Escolástica. Así se llaman. Elena es la más grande bajo todo punto de vista. La más alta, la de torso más amplio, cintura más abultada y caderas más anchas y sproporcionadas. También es la más longeva. Tal vez por eso es la voz cantante. O por el tono grave y potente del habla que retumba como trueno que anticipa la tormenta. Es el centro de atención porque se planta en el medio y la rodean las cuatro amigas. Estefanía, Eleonora y Edith son casi de la misma altura. De torso inflado, cintura recta y volados abiertos. Aparecieron en lo de Elena sin avisar en vísperas de Pascuas, y desde el primer momento congeniaron entre ellas. Escolástica fue la última en llegar. Es la más joven y la más pequeña. Aunque bien proporcionada. Es de formas ajustadas, torso menudo, cintura ligera y caderas rectas. La recibieron hace quien sabe cuántos años, en las Navidades. De entrada, se mostró tímida, aunque es dura y de carácter. Elena es un poco haragana. Hay que insistirle para que se mueva. Al igual que Escolástica, antes de asearse, lo piensa una y otra vez. Por eso, tiene aspecto de sucia, se la ve cubierta de mugre, como si se pasara el día deambulando por caminos de tierra. En cambio, las otras tres relucen, estánbronceadas, encendidas. Quizás porque les gusta mostrarse frente a las ventanas abiertas, disfrutar del paisaje, en los días de sol y también en los de lluvia, cuando se dejan empapar despreocupadamente.


Viven en la casa de Elena y todo hace presumir que será así por mucho tiempo. Es un cuarto de dimensiones reducidas, de techos altos y paredes de piedra sin decorados. Posee cuatro ventanales, uno en cada pared. Tienen unas vistas inigualables de la ciudad enclavada sobre el valle y de los paisajes más allá de los suburbios. El ambiente es fresco en verano y frío en invierno. Por las ventanas entra una brisa agradable en el período estival y ráfagas de viento helado acompañadas de chaparrones o nevadas en los prolongados inviernos. Pero a ellas no les hace mella. Se sienten en completa libertad. Las cuatro jóvenes, arrimadas a cada uno de los ventanales, se pasan horas contemplando las postales que les regala la casa.  Comparten sus impresiones, especialmente Estefanía, Eleonora y Edith que son las más extrovertidas. No se cansan de alabar y vanagloriarse de lo que ven. Buscan entre las callejuelas de la ciudad o en los techos de las casas algún incidente que sirva de tema de conversación. Elena las deja hacer en una actitud que tiene algo de maternal. Mira de reojo los inmensos paisajes a través del resquicio que dejan las amigas en los amplios ventanales.
Estefanía se regocija con los caseríos chatos, blancos e impolutos que observa desde su posición. Sobre ellos posan los tejados rojos. En los frentes cuelgan las ventanas con postigos pintados de colores sobrios. Pegadas a las ventanas hay hileras de macetas con flores de todas las especies y colores. En cambio, los balcones de madera prendidos a las paredes blancas se encuentran vacíos, solitarios porque no soportan mucho peso de viejos que están. Al fondo reposa el cordón cordillerano en un tono que se confunde con el cielo celeste en las tardes diáfanas. La cautivan los amaneceres de cielos enrojecidos, de montañas nevadas con nubes bajas que las atraviesan. Las sombras matinales tiñen de gris las paredes de las casas y de borravino los tejados. Los mismos que cuando el sol alcanza el punto más alto, se encienden al rojo vivo y contrastan con las paredes relucientes. Espera ansiosa los atardeceres serenos en los que el cielo distante se pinta de rosa y tiñe las cumbres mientras una pequeña esfera vigilante, pálida y tímida es testigo de fascinante belleza, preludio de la esperada noche de luna llena. A la derecha la acompaña un primer plano del frente de la iglesia de San Carlos y la espaciosa Plaza de la Independencia, desarbolada, con la perpetua vigilia de las dos criaturas de bronce, desnudas e inmóviles que, con sendas vasijas, alimentan de agua la fuente central. Contempla el frente blanquecino del templo, la antigua reja que lo circunda y separa el patio de la calle, el legendario pórtico central de pesada madera, las terminaciones acampanadas de las dos torres frontales de techos azulados y brillosos, del mismo color que la cúpula semicircular al fondo, mientras espera con ansiedad el ting-tang de las campanas llamando a participar del oficio religioso. Mira todo eso embelesada como si fuera una chiquilina.
La ventana de Eleonora da a la amplia Plaza de Armas, la más grande de la ciudad, con la estatua del prócer montado a caballo, plantada en el centro sobre un pedestal de mármol gris. El General sostiene la bandera. Cabalga bien erguido, con la cara seria, el torso girado a la izquierda, en posición de estar arengando a la tropa en el momento del ataque final. A la derecha se alza el mástil con el pabellón nacional que suele flamear impetuoso a partir de la media mañana con la llegada del viento norte. Se entretiene con los niños que, acompañados de los padres, dan de comer a las palomas. Se le hacen de juguete, y las aves apretujadas unas con otras, compenetradas en la puja por el vil alimento, son una mancha gris que contrasta con las baldosas blancas iluminadas por los rayos del sol. También espera el tradicional cambio de guardia en la tumba del soldado desconocido, a la izquierda de la estatua del prócer. En el frenesí de los días laborales contempla a los transeúntes que cruzan la plaza de un lado a otro sin cesar y en las jornadas festivas es una espectadora privilegiada de los tradicionales desfiles y actos conmemorativos. Eleonora es la más charlatana de todas y no se pierde oportunidad de compartir con las amigas las extravagancias de los paseantes y los coloridos y pintorescos diseños de los uniformes de los regimientos militares que desfilan frente a ella.
Edith, en cambio, es la más superficial y presuntuosa de todas, la que se siente más a gusto en la casa de Elena. Porque desde ahí mira todo desde arriba. Quizás por eso es que eligió la ventana que da al barrio más coqueto de la ciudad. El que cruza la amplia Avenida de la Confraternidad, con cuatro carriles de cada mano y un ancho descanso en el medio, que en las primaveras se cubre de tulipanes. Ahí se encuentran los negocios de las más afamadas marcas de vestimenta, joyas y automóviles de alta gama. Es una cita obligada andar por las amplias veredas, mirar las vidrieras y a la gente sentada al aire libre mientras se toma un cafecito en las tardes templadas. Sin embargo, Edith se contenta con la perspectiva que tiene desde la ventana. Desde ahí es testigo de los acontecimientos más grotescos que describe meticulosamente a las compañeras. Desde esa posición también puede ver las terrazas donde los bañistas toman sol o nadan en la piscina. Le fascina describir los cuerpos escultóricos de los hombres en trajes de baño. Las amigas le ponderan el instinto femenino y los ojos de lince. De vez en cuando mira más allá y contempla la explanada amplia que da al lago inmenso y el cordón montañoso donde yacen los picos más altos de nieves eternas. Temprano en la mañana el barrio le da un descanso y, si el buen tiempo acompaña, se distrae con las espejadas aguas lacustres donde se reflejan las altas cumbres, o con el manto de neblina que posa sobre el lago como pompas de algodón.
Escolástica es la más romántica. La que sueña con que alguna vez le llegará el amor de su vida. El príncipe azul que subirá a buscarla para entregarle un collar con incrustaciones de piedras preciosas que brillarán como las estrellas que mira entre suspiros en las noches de verano. Al mismo tiempo que escucha a la distancia los acordes lejanos y las voces angelicales del coro de niños huérfanos de la ciudad en los conciertos corales para órgano de los miércoles en la iglesia de San Expedito que desde su posición alcanza a ver a la distancia. Mientras tanto se contenta con las vistas apacibles que le regalan los atardeceres de cielo límpido y brisa fresca cuando los últimos rayos del sol resplandecen en el valle y en las montañas. Contempla el caserío próximo que se le hace presente a través de las ventanas iluminadas y los faroles encendidos en las calles adoquinadas y desoladas. Goza de todo eso a solas, quizás porque es la más retraída, la más tímida o porque es de las que cree que las cuestiones del amor hay que mantenerlas en reserva.
Las amigas se quieren, pero también se celan. Compiten entre ellas para ver quién es la mejor en sus menesteres cotidianos que son el canto y el baile. Quien es la que tiene el timbre de voz más agudo o más grave, la de sonido más dulce o suave, la que se desplaza mejor en la danza, la que se desliza hacia un lado y hacia otro con más soltura y destreza. La única que no participa en esas discusiones es Escolástica que está inmóvil desde hace años, desde que ocurrió aquel accidente. En cambio, las otras cuatro no se cansan de debatir sobre sus cualidades en el baile y en el canto, de cuál es la mejor o la peor en el manejo de la técnica. Unas a otras se critican por los errores cometidos en la última función. No se dejan pasar ni una. También despotrican contra Don Alfonso, el director del grupo de baile, porque últimamente lo notan un poco perdido – quizás sea de viejo — y les da instrucciones equivocadas. Por eso no sincronizan los movimientos como corresponde y la función es un mamarracho. La gente mira absorta. Ellas se dan cuenta. Lo hablan. Se desesperan. Por fortuna, el auditorio cree que la culpable es Escolástica que no se mueve y ni siquiera tararea mientras ellas bailan y cantan. Pero saben que no es así. Que los desaciertos los cometen ellas.
—¿Cuándo vas a volver a cantar y bailar con nosotras? —Insisten. Pero Escolástica se niega a responder, no quiere saber nada. Es un poco cabeza dura. Vuelven sobre el tema durante el tiempo de adviento o de cuaresma, en los días previos a las Navidades o a las Pascuas, en la festividad de Corpus Cristi o también cuando se aproximan las fiestas patrias y participan de los desfiles militares y otros actos en la Plaza de Armas. <<Últimamente, están más cargosas que nunca>>, piensa Escolástica. Es que están en vísperas de la fiesta del bicentenario de la independencia. Se las nota más agresivas y mordaces.
—¡Qué te hacés la Castigada! — se han atrevido a decirle después de mucho tiempo.
Escolástica está más dubitativa que de costumbre. Sabe que será la función más trascendente desde que vive ahí. Que superará la que se hizo con motivo del centenario. Que vendrán presidentes, monarcas, autoridades de todas las latitudes. Que no hay festividad religiosa o de otro orden con qué compararla. Escolástica piensa, duda, mientras sus amigas, la increpan, la presionan para que revea la actitud.
Solo callan cuando se acerca Don Alfonso y Doña Josefina. Entonces Edith es la que avisa porque siempre vienen de ese lado. Don Alfonso, para hacer los últimos ajustes antes de cada función y Doña Josefina, acompañada de grupos de turistas.
Están en una de esas eternas discusiones con Escolástica, cuando Edith ve llegar a Doña Josefina.
—¡Callen, chicas, ahí viene la vieja con un grupo numeroso!
Aparece Doña Josefina con esa apariencia de secretaria parroquial. Camina lentamente, se bambolea hacia un lado y hacia otro, seguida de turistas. Algunos con aparatosas cámaras fotográficas. Otros con gorros playeros para protegerse del sol. Doña Josefina ingresa a la casa de Elena y la siguen de atrás los visitantes. Al llegar a la pared opuesta a la puerta de entrada hace un giro mecánico de ciento ochenta grados y enfrenta al grupo que se acomoda de a poco en el recinto. Espera a que todos estén bien ubicados para disponerse a disertar como lo hace varias veces por día todos los días de la semana, excepto los martes que es su día de franco.
El discurso es siempre el mismo y lo recita de memoria con entera displicencia. Anuncia que luego de subir tres cientos cuarenta y tres escalones han llegado al Campanario de la Catedral, a sesenta y ocho metros de altura. Que la campana que cuelga del techo es la más grande, la más pesada y la más antigua, del año 1547. Que ha sido bautizada Santa Elena, en honor a la madre del emperador Constantino que les concedió libertad a los cristianos después de tres siglos de persecuciones.
Que las tres campanas ubicadas en las arcadas superiores frente a ella, a su derecha y a su espalda son de tamaño y peso similar. Que han sido instaladas en la misma época, entre los años 1.700 y 1.750. Que la campana que pende en la arcada superior delante de ella es la Santa Estefanía, en referencia a la virgen que desde chica hizo votos de virginidad y trabajó con afán al servicio de los pobres y de la paz. Que la ubicada a la derecha es la Santa Eleonora, en honor a quien fuera hija del Conde de Provenza y de su esposa Beatriz de Saboya y que contrajera matrimonio con el Rey de Inglaterra Enrique III. Que la que está a sus espaldas es la Santa Edith, por Edita de Wilton, una monja inglesa nacida en Kemsing, hija ilegítima del Rey Edgar el Pacífico, y que se convirtió en patrona de su comunidad en la abadía de Wilton. Que todas las campanas han sido fabricadas con una aleación de bronce, cobre y estaño, el primero en mayor proporción. Que al cabo de diez años se oxidan y por eso toman el color negro que muestra la Santa Elena. Que la Santa Estefanía, la Santa Eleonora y la Santa Edith tienen el color original.  Las tres miran al exterior y han sido pulidas como parte de los preparativos para las próximas festividades del bicentenario en las que hay varios vuelos de campanas programados.
—Se preguntarán porque no han hecho lo mismo con la restante que también mira a la calle – dijo al final.
—…
—Es que no funciona y no participará en la celebración del bicentenario. Se llama Santa Escolástica, en honor a una religiosa italiana, hermana de San Benito de Nursia, fundador de Montecassino. Es la más pequeña y la más liviana, pesa cuatro toneladas. Es la única de las cinco preparada para girar tres cientos sesenta grados. Tuvo un incidente muy parecido al de la campana conocida como la Castigada de la Catedral de la Ciudad de México que, en un hecho fortuito, golpeó y dio muerte a un campanero inexperto y a raíz de eso le quitaron el badajo, la amarraron y le pintaron una cruz en señal de aquel percance. En cambio, la Santa Escolástica, que también mató por accidente a un campanero, dejó de funcionar desde ese infortunio sin explicación alguna a pesar de que ha sido revisada por especialistas de todo el mundo. Algunos dicen que ha recibido el castigo divino.
El domingo siguiente, con motivo de las festividades del bicentenario de la independencia, para muchos se hizo el milagro de Dios. En una extraordinaria interpretación del vuelo de campanas que dio inicio a la celebración, la Santa Escolástica se sumó a las otras con el mismo virtuosismo, dejando boquiabiertos a los miles de vecinos y visitantes de otros países que se habían acercado a la Plaza de Armas a participar de los actos. En especial, al viejo Don Alfonso, el campanero, quien lloró como un chico mientras observaba obnubilado a pocos metros de distancia a la pequeña campana girar y girar. No podía creer lo que veían sus ojos. Habían pasado tantos años desde que lo hiciera por última vez, que apenas lo recordaba. En ese entonces, sólo era un niño.

 

 

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Este cuento forma parte de su libro: “Loca confesión y otros cuentos.”

 

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Alberto Mario Pomato tiene 61 años, es argentino, Contador Público y trabajó más de cuarenta años en diversas empresas del sector privado y en el sector público. Comenzó a escribir a mediana edad. Dice ser escritor por casualidad o por accidente y lo que inició como actividad placentera en los ratos libres se transformó en una saludable adicción y ahora, su tarea principal en la que pone toda la energía. Ha escrito tres novelas y seis libros de cuentos.

 

 

 

 

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