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Extraños

 

El crimen del otro

por Víctor del Duca

Ataviado con un viejo saco de gabardina gris subió al subterráneo. Se sentó a un extremo del largo sillón de gamuza roja, contempló su boleto (ya insignificante), exhaló y elevando mecánicamente  la mirada clavó ambas pupilas en el pasajero que se hallaba sentado frente a él. Llevaba este un menesteroso saco de alpaca azul. También lo miró, pero al instante participó a su visión con una alternativa escasamente más potable.

Este sufría entre otras cosas la pena del desamor. La extremada pobreza en que vivía le negaba la posibilidad del buen gusto en las paredes, por lo que la gala se reducía sólo a su pequeño espíritu, atormentado por la negligencia de su fértil intelectualidad. Poco podía presumir de su biblioteca, que al verse obligada al inconveniente trueque aceleraba su inminente estrechez.

No lograba pasar un día sin que el hombre del saco de alpaca azul se cruzara por su camino. No hacía más que sentarse en el vagón  que al instante advertía a éste sentado frente suyo. Era intolerable. Su odio llegaba al paroxismo. Pero sin embargo no era sólo de él el odio, el hombre del saco de alpaca azul también se mostraba grosero y no intentaba ocultar el desprecio y el asco que sentía al percibir la, nunca ignota, presencia del otro. Lo inverosímil era que no se conocían, jamás se habían cruzado siquiera una sola palabra. El solo hecho de verse enfrentados en el tren era motivo suficiente para generar odio, que sin fundamento aumentaba día a día. El destino había pretendido unir a dos personajes enteramente distintos, y cuyo aborrecimiento llegaba y superaba los límites de la paciencia.

Un día entre los días al llegar a su buhardilla, luego de una jornada cruel Claudio se tumbó en su camastro de sólidos hierros fundidos, harto de seguir fregando su cuerpo por la inhospitalaria ciudad. Permaneció dormido durante cinco horas. Al despertar enjuagó su rostro y pensativo permaneció durante tres cuartos de hora mirando por la ventana. Luego caminó un corto número de pasos y se sentó junto a una blanca mesa de pino a comer un trozo de pan de centeno. Bebió algo de leche, tomó unos cuantos papeles y sin repiquetear los dedos en su cabeza comenzó a escribir adjetivando las peores injurias, como por ejemplo “Bien por usted idiota”.

Pero todo se consume y se tergiversa porque cierto día el hombre del saco azul se vio envuelto en una situación generosamente óptima, pues luego de hartos y enfáticos intentos del subconsciente pudo articular breves cortesías para con el hombre del saco gris. Muerto el odio, no tardaron en hacerse grandes amigos.

El crimen del otro
Ilustración: Jorge Soto

Fue cuando el hombre del saco azul le comentó, con rubor en las mejillas, al otro que desde siempre le había ocultado un secreto que justificaba el rojo de sus mejillas y que por nada del mundo podía seguir ocultándoselo, incluso teniendo en cuenta el peligro que correría su amistad.

“Escribí sobre usted” “Sí, lo sé, y me gustó mucho, es su prosa magnifica. Advierto que usted me supera en muchos aspectos. Al no poder mejorar no logro evitarlo” “No, no…me refiero a que escribí de usted antes de conocerle. No soporto este silencio de seguir ocultando lo que tanto daño me ha hecho durante todo este tiempo. Si lo hubiese conocido antes todavía, pero no. Estoy sin lugar a dudas arrepentido de semejante deslealtad. Es verdad que yo leo lo que usted escribe  y que usted lee lo que yo escribo, pero hay algo…hay algo que no ha leído. Sé que podría tirarlo, o quemarlo, bien sabemos que la literatura no tiene mejor amigo que el fuego. Pero no, no puedo” “Debo confesarle que yo también he sido muy grosero con usted”.

Fríos y exánimes concertaron una cita en la que cada uno justificara aquel encono. El punto de reunión escogido fue el departamento de Claudio. El horario, las nueve de la noche. El día tal vez cualquiera.

Eran las nueve en punto de la noche y el hombre no llegaba, francamente me sería imposible dictaminar cuál de los dos tardaba en llegar. No era disparatado ver al hombre del saco azul con el del saco gris. Aquella noche el hombre llegó a las once y veinte minutos, el otro sin reclamo alguno lo invitó a sentarse. Bebieron café, con ron y chocolate y se dispusieron a intercambiar las evidencias idílicas del crimen. Hacía frío. Era invierno, pero en sus corazones el fuego ardía como una hoguera de la inquisición.

Una desesperación incontenible los oprimía. Se hallaban al límite de la euforia. El hombre del saco gris leía con la misma entonación y cadencia que el del saco azul. Habían escrito lo mismos, las mismas palabras, las mismas preguntas y las mismas respuestas. Eran sus anotaciones idénticas. Leían enfrentados, a medio metro de distancia, podían verse por encima de la hoja. Terminarían de leer, alzarían el rostro y sus ojos se enfrentarían. Se hallaban a la mitad de la lectura y sus cuerpos temblaban, no de frío, no de pánico.

Invadidos por la certidumbre no apartaban sus ojos de los borradores. Leían de memoria, sabían lo que seguía, sabían cómo terminaría. Temían perder esa amistad que habían logrado cosechar pese a la zozobra. De momento a otro llegarían al final, al último diálogo: “Bien por usted idiota”, allí terminaría todo. ¿Se trenzarían en una breve escaramuza o se destrozarían mortalmente a fuerza de sangre? ¿Seguirían manteniendo esa gran amistad pese al viejo encono o se separarían con mordaz indiferencia? No lo sabían.

“Bien por usted idiota” leyeron por fin al unísono.

Claudio comenzó a sentir frío. Se hallaba sentado en posición fetal, completamente desnudo. Ni un harapo lo cubría. Estaba desconcertado, miró su cuerpo amoratado por el frío y elevó la vista, una imagen idéntica lo enfrentaba, era él, su proyección invertida en el espejo.

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Víctor Del Duca, libros, A bordo del Viento, Fuego de palabras, Transparencias.

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