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Extraños

 

El futuro asegurado

por Víctor Racedo

 

Es 31 de marzo del año 2020. Sentado, en una improvisada reposera, mira por el ventanal como el aguacero golpea contra el césped del jardín, Extasiado con la caída del agua recuerda que alguna vez en esa fecha moría Isaac Newton, aquel que alguna vez descubriera la fuerza de la gravedad que en definitiva sería la causa del porque caen las cosas, entre ellas, el agua durante la lluvia.
Esperaba con ansias esta fecha. En el mundo se había desatado una pandemia provocada por el coronavirus, Covid-19 según términos científicos. Había comenzado en un país remoto para él, China. No sabía, y tampoco quería hacerlo, donde quedaba ese país, pero sabía de su existencia. Muchas veces había comprado productos provenientes de allí, incluso más de una vez se había cruzado con un ciudadano chino. En Argentina desde el 19 de ese mes se había decretado, a través del gobierno nacional, aislamiento social obligatorio; cuarentena en el lenguaje coloquial del ciudadano común. En esa fecha tomó una decisión, se quedaría solo, aislado e incomunicado, en su amplia casa, por el tiempo en que durase la cuarentena. Revisó su heladera, el freezer, la alacena y los armarios, tenía víveres suficientes. Siempre había sido precavido. No se toleraría, a sí mismo, si no lo hubiera sido en algún acto de su vida. Por eso en la mañana se levantó temprano, quería organizar nuevamente su rutina, el día siguiente debía ser un día normal; como todos desde que se había quedado solo. Recordaba también esa fecha, aunque intentó infinidad de veces borrarla de su mente. Fue en aquella circunstancia donde decidió, conscientemente y después de una intestina lucha donde la razón parece haberle dado una fuerte golpiza al corazón, mostrarle, a su vida, el camino que, antes de la cuarentena, estaba transitando.

La lluvia era continua. Le daba placer ver ese acto de la naturaleza. Aun así, como de costumbre, sin pensar se incorporó, dejó sobre la mesa la taza, ya fría, del té que había bebido, desarmó la reposera improvisada y se aprestó a colocarse el abrigo y las botas para no embarrarse los zapatos.
Salió hacia el patio lateral, que comunicaba con el pasillo que lo llevaría al galpón del fondo de la casa. Otrora hubiera lidiado con su amado perro fiel que, en el momento menos esperado, también lo abandonó para irse vaya uno a saber donde, dejando solo su cuerpo que, con paciencia, enterró en el jardín. Sintió sobre su cabeza el agua fría, tuvo el impulso de correr más se contuvo, era su costumbre analizar, incluso velozmente, cada acto; descubrió allí que el riesgo de caerse era altamente probable y desistió. Alguna vez su abuelo le había dicho, “Si adelante también llueve, ¿Por qué corres?” Llegó hasta su galpón, para abrir la puerta tardó más tiempo que lo que había tardado para llegar. Las llaves estaban ubicadas dentro de una caja escondida y disimulada en la pared la que a su vez se abría con una llave que él portaba. Estaba acostumbrado a hacer esa tarea, desde mucho tiempo antes. En estos momentos de cuarentena era una rutina absolutamente necesaria para continuar el día.
La vista exterior del tinglado resultaba más que engañosa. Impresionaba hartamente espacioso. En el interior una serie de cajones de corto tamaño ubicados contra las paredes, prolijamente dispuestos desde la cadera hasta la cabeza, solo daban lugar para que ingresase, y pudiera moverse levemente, una sola persona.
Sacó, del bolsillo izquierdo de su pantalón, una diminuta libreta; leyó en la página que correspondía y que solo él sabía, el cajón que debía abrir primero. Las anotaciones en esa libreta hubieran resultado totalmente incomprensibles para cualquier ser humano. Él lo había escrito con sumo cuidado y durante mucho tiempo. Tantas veces la había practicado que se la sabía de memoria, pero se aseguraba que la  práctica fuera tal, que su cuerpo se acostumbrara para no depender de ella.
Abrió el primero, eligiéndolo al contar, de a uno, los cajones, de arriba abajo y de izquierda a derecha. En él solo tornillos oxidados eran visibles. Los miró y una leve expresión de alegría se apoderó de su rostro. Volvió a consultar la libreta, con el mismo conteo pudo abrir el segundo cajón. Allí prolijamente ubicados fajos de billetes de cien dólares completaban la totalidad del hueco. Como siempre lo hacía, cerró cuidadosamente ambos cajones y luego intentó abrir nuevamente el segundo, fue imposible. Desde aquel día en que había quedado como único habitante de la casa, comenzó a diseñar este sistema. Solo es posible abrir cada cajón si se encuentra la secuencia perfecta. Ningún cajón podría abrirse de otra manera.
Una vez que se aseguró que el sistema funcionaba a la perfección completó la secuencia y, todos los cajones, que a él le interesaban, fueron abiertos. No contó el dinero, eran sus ahorros de toda la vida y con los que pensaba pasar cómodamente el resto que le quedara.
Cerró todo cuidadosamente. Incluso la puerta del galpón. Guardó la llave dentro de la caja disimulada en la pared, y la llave de esta en el bolsillo izquierdo de su pantalón.
Regresó a la casa, se desprendió del impermeable, y las botas, y se aprestó a encender el televisor, después de varios días de no hacerlo.
Le costó entender lo que estaba viendo en las noticias. China ya no tenía enfermos, más de ochocientos mil casos en el mundo, más de mil casos en el país, cien mil muertos, treinta de ellos en Argentina. Se prorrogó la cuarentena. Cuando se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo se desesperó. Extrañó la paz que le proporcionaba la ignorancia hasta unos pocos segundos antes. Buscó y desempolvó la tableta electrónica, indagó en internet. Comenzó a perder la paciencia, la lluvia de información lo estaba enloqueciendo, volvió a revisar los lugares para re-calcular las reservas de víveres; concluyó que esta vez no le serían suficientes. Volvió a consultar internet, subió el volumen de la televisión para poder escuchar mientras leía la computadora. Ya no le importaba el aguacero, ahora la lluvia era de información, se maldijo por haber prendido el televisor. Respiró profundamente para calmarse, “tres veces”, le había dicho su madre alguna vez. Lo estaba logrando cuando descubrió que Estados Unidos y Europa eran los lugares más afectados, pensó en la economía, pensó en sus ahorros. Se imaginó un desmoronamiento de la economía de esos lugares y en una caída estrepitosa del dólar. Sus casi quinientos mil dólares guardados, escondidos en aquellos cajones ya no valdrían nada.  Volvió a maldecirse por haber roto la incomunicación auto impuesta.
Intentó volver a tranquilizarse, necesitaba pensar. Decidió sacar el auto para ir al mercado a buscar provisiones. En el camino se encontró con una larga fila de vehículos, en apariencia un grupo de policías frenaban el tránsito, imaginó que había ocurrido un accidente y decidió desviarse por un camino, por él conocido y, que había agarrado muchas veces como atajo para llegar al centro. No tardó en ver por el retrovisor que un auto policial lo seguía, la sirena encendida se lo confirmaba. Él mismo se preguntó posteriormente, sin respuesta lógica ¿por qué acelero? La velocidad y una mala maniobra hicieron que su auto impactara contra un árbol; perdiendo automáticamente la conciencia.
Despertó en la terapia intensiva del hospital local. Dos pacientes en respirador por insuficiencia respiratoria provocada por coronavirus completaban la población de internados del lugar.
Pasadas las horas, sin haber sufrido lesiones graves y habiendo recuperado la conciencia, los médicos del hospital, le dieron el alta. La policía le informó que seguiría imputado por haberse escapado de los controles, pero lo obligaron a permanecer en cuarentena en su domicilio donde lo depositaron, dado que ya no contaba con su propio automóvil.
A los pocos días comenzó con fiebre, no sabía qué hacer porque había decidido nuevamente quedarse solo, aislado e incomunicado. Siguió con el diario de vigilar el sistema que abría los cajones donde guardaba su dinero.  Toda la vida se había preparado para un momento como este. Había llegado a la conclusión que si vendía las monedas extranjeras en forma paulatina y gastaba lo absolutamente necesario iba a poder vivir muchos años sin tener que trabajar nuevamente. Lo tenía decidido. Así lo haría.
Ese mismo día no pudo alimentarse, el dolor de garganta el impedía tragar. La tos comenzó a ser intolerable. Volvió a armar una improvisada reposera y se sentó junto al ventanal para que el aire que ingresaba por allí pudiera llenarle los pulmones. Él no tenía la fuerza para hacerlo.

 

 

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Víctor Racedo nació en Buenos Aires el 7 de diciembre de 1960.  Es Médico. Es especialista en Terapia Intensiva. Administración Hospitalaria.  Auditoría Médica y en Gestión y economía de la salud. Miembro de la Sociedad Argentina de Terapia Intensiva. Docente del curso médico internacional FCCS.
Vive desde 1998 en la Ciudad de Campana, provincia de Buenos Aires.
Lleva publicadas dos novelas (por fuera de todos sus trabajos científicos) en el año 2016, publica su primera Novela: Como San Cayetano. En este 2020, El arquitecto, es su segunda novela. Además de todo ello, este 2020, transita los caminos del frente de batalla contra el Covid 19.

 

 

 

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