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Realismos

 

Abismo blanco

por Liliana Spaltro

-Virginia, ¿Dónde vas?- le preguntó Amelia, la vecina solterona del barrio, una mañana de septiembre.

La pequeña de apenas diez años, iba corriendo tan envuelta en sudor y en problemas, que no escuchó la pregunta de la señora. Amelia la miró por arriba de sus anteojos de carey, frunció el ceño y siguió su camino a la verdulería.

Virginia era de tez morena, cabellos lacios negros, con un cuerpecillo frágil y unas manos duras y ásperas de tanto trabajar.

Su madre limpiaba en casas de familias; a su padre no lo conocía. Tenía dos hermanos de menor edad: Maxi de seis años y Hernán de tres, a los que cuidaba todos los días, además de hacer las tareas de la casa.

Maxi tenía problemas de alergia y por ello Virginia lo nebulizaba seguido. Él sabía que no podía transpirar (le hacía mal), pero a pesar de los retos que venían después, como era muy pícaro, cuando su hermana iba a hacer los mandados, se escapaba con su amigo al potrero de la esquina y jugaba a la pelota.

Hernán era un pequeñín bastante llorón al que le dedicaba la mayor parte del día.

Esa mañana, Virginia se había despertado como todos los días. Había ido a comprar leche para preparar el desayuno, al regresar la puso a hervir y sacó de una bolsa pan de ayer.

Le extrañó que el travieso Maxi aún no se hubiese despertado. Cuando se acercó a la cama, tocó con su mano la frente de él y sintió que ardía; en ese momento Hernán abrió los ojos y al no ver a Virginia a su lado empezó a llorar. Al costado de la cuna estaba la cocina, sobre las hornallas un recipiente con leche en ebullición.

Virginia se quedó petrificada en esa habitación de 5x5, abrazada por el calor que filtraba del techo de chapa, cobijada por el hedor a humedad que emanaba de las paredes y protegida por las repugnantes cucarachas que salían de las hendiduras del piso. Fue ahí, en ese instante, cuando salió de ese estado de inmovilidad y empezó a correr, sin reparar en el llamado de su vecina Amelia.

En poco tiempo llegó a la calle 41, se acercó a la puerta del número 111 (allí trabajaba su madre) y tocó el timbre con desesperación. La dueña de la casa se asomó por el balcón y le dijo:

-Virginia ¿Qué haces por acá?

La niña le respondió con angustia:

-Señora ¿está mi mamá? Por favor, llámela.

La mujer intuyó que algo sucedía, ya que las facciones de Virginia estaban desencajadas. Le dio una respuesta negativa. Su madre se había ido.

Abismo blanco, Liliana Spaltro
Fotografía: Mónica Bonavía (monicabonavia.com.ar)
Retoque digital: Eugenia Martínez




La palidez hizo variar el color de su piel. De su frente brotaron hilos de agua que al refregar con su mano, fueron surcos de tierra.

No podía más, pensaba en Maxi y Hernán, dos seres tiernos a los que amaba, pero que disponían de su tiempo.

Una vez más salió corriendo. La señora que la observaba desde el balcón comenzó a llamarla a gritos. No hubo respuesta a sus ruegos para que volviera y así la vio alejarse.

Las horas pasaron y la desesperación hizo crisis. Su boca estaba seca; sus piernas tambaleaban. Se sentó en el escalón de una casa vieja y allí apoyó su pesada carga transparente. Estaba muy cansada. Había recorrido tres casas más y en ninguna se encontraba su madre. Estaba muy cansada y tenía hambre y sed. Buscó en sus bolsillos alguna galletita, pero lo único que encontró, fue una bolsita con un polvo blanco en su interior. Su primo Alberto se la había dado hacia poco con instrucciones bien precisas: -Aspirala sólo cuando tengas un gran problema, te vas a sentir mejor.

Virginia acercó el polvillo hasta su nariz, aspiró fuertemente y mientras entrecerraba sus ojos repetía: -¿Y ahora qué? ¿Y ahora qué?

De pronto se vio amenazada por dos leones que habían llegado en una nube blanca. Ella se incorporó, los enfrentó y en una feroz pelea salió vencedora.

Por la esquina dobló un hombre sin cara, una nube negra lo traía. Ella quiso detenerlo, preguntarle quien era; pero él la ignoró y siguió su rumbo desconocido.

De la vereda de enfrente se acercaba a ella una mujer vestida de hada sobre una nube roja, pero no tenía varita mágica, ésta la reemplazaba por un escobillón. Virginia sorprendida le preguntó:

-Dígame señora hada… ¿Por qué usted tiene en su mano un escobillón y no una varita mágica para poder pedir deseos?

Apenas terminó de decir la última palabra, cuando esa figura comenzó a desdibujarse y mientras amenazante se acercaba a ella le decía:

-Porque tengo que limpiar. ¡Porque tengo que limpiar!

Virginia despertó de golpe. De su garganta brotó un grito desgarrador. Su corazón, descontrolado; los ojos vidriosos; el temblor en su cuerpo… Se incorporó despacio. Imaginariamente se abrigó de soledad y en su espalda cargó la angustia. Se sentía peor que cuando se había sentado a descansar. Los mareos la hacían tambalear. En su cabeza todavía flotaban algunas imágenes. Por un momento se apoyó en el tronco de un árbol. Siguió caminando lentamente.

-¿Por qué no me quedé con ellos? ¿Por qué? –murmuraba, y se repetía una y otra vez- ¡Cobarde! ¡Cobarde! ¡Cobarde! ¡Tenés que volver!

Las horas pasaron. Se quedó dormida.

El amanecer irrumpió desafiante. Abrió los ojos y miró a su alrededor, seguía sin entender por qué se había alejado tanto, por qué había caminado cuadras y cuadras sin rumbo fijo.

Miró su mano, apretada entre sus dedos se hallaba la bolsita vacía de espejismos. La tiró a un costado. Cerró los párpados para tapar la vergüenza. Había sido débil. Comprendió que no podía huir de la realidad. Amaba a sus hermanos.

Comenzó a caminar. Por momentos corrió sin parar. Los coches más de una vez rozaron su cuerpo. Los semáforos y las bocinas se mezclaron con el último instante en que vio a sus hermanos; la escena aquella en la que su mano se apoyó en la frente ardiente de Maxi y en la que el llanto incesante de Hernán aturdió sus oídos. Quería llegar lo más rápido posible. Ni el cansancio ni el dolor de las piernas, le impedían correr más de prisa. Faltaba muy poco.

Cuando cruzó la última vereda observó que la puerta de su casa, pestañaba constantemente y que la gente del barrio entraba y salía. Cruzó la calle y empujó la puerta entreabierta. Sobre la cama estaba el cuerpecillo frágil de Maxi inmóvil. Su rostro pálido y entre sus manos unas flores silvestres.

Virginia quiso gritar pero no pudo. Hernán, llorando, la abrazó fuertemente; en cambio su madre, con gesto acusador, le gritó una y otra vez.

Virginia no resistió más, en su mente nubes de colores empezaron a aparecer, las tres nubes: blanca, negra y roja. El enfrentamiento con ellas fue inevitable. Se abalanzaron sobre su cuerpo. Virginia se desplomó.

Mañana de septiembre. Domingo. Día de sol.

Virginia, después de caminar por el extenso jardín, había encontrado un lugar para sentarse entre las flores silvestres. Sobre su pollera a cuadros apoyó su muñeco. Su madre que seguía sus pasos, se sentó a su lado y le dijo:

-Virginia ¿Cómo estás?

La niña de apenas once años, levantó su mirada desde una margarita amarilla y la posó en el vacío de un horizonte sin aristas. Apretó a su muñeco, fuertemente entre sus brazos y le respondió:

-Bien señora, cuidando a mi hijo. ¿Le gusta? Se llama Maxi.

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Liliana Spaltro, Detrás de la puerta

Liliana Spaltro, Con el viento de frente

 

 

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