Abstracciones de un hombre común
por Dolores Fernández Laureiro
Lo decía mi madre: “Esa chica te lleva de la nariz, si lo permites no podrás escapar”. Yo me veía como un toro arrancando la hierba con mis patas traseras
poderoso. Con la piel transpirada y el belfo latiendo.
Ya pasaron tres años desde que di un portazo dejando a mi madre con la palabra en la boca, en los ojos, un verdadero desborde de palabras. Campanas de boda, festejos en familia. La familia de Ana. Conclusión, mi madre tenía razón. Ya tengo un aro en la nariz y mi mujer jala de él. Somos una postal romántica. Una aburrida imagen de tiempos remotos. Ana tiene todo organizado, gimnasio a la salida del trabajo, reunión de primos los jueves, frenéticas noches de Salsa los viernes. Experiencias sudorosas para contar los fines de semana, en reuniones de familia. Mi primera salida con libertad bajo palabra, fue un partido de fútbol organizado por mis compañeros de trabajo. No fue una actitud condescendiente de Ana. Coincidió con una salida de “chicas” organizada para calmar la depresión de una prima recientemente divorciada. Mi mujer no registró mi entusiasmo y menos la compra de un equipo con el número diez en la camiseta y unos botines colorados que sacaban chispas.
Fue una tarde de gloria. Corrí, empujé, me revolqué en el pasto. Abracé a mis compañeros en cada gol a favor o los que hice en contra. La carne chirriaba en el asador y la cerveza bajaba helada por las gargantas.
Reí reencontrándome con las bromas y chistes tontos, miré celulares con fotos pulposas y sentí el cosquilleo del deseo colectivo. No me dejaron conducir. No reconocía mi mano derecha. Madrugada, frente a mi puerta. Casi descerebrado de tanta dicha, no podía introducir la llave. La puerta se abrió y envuelta en bata roja apareció mi madre. Sorpresa. No di explicaciones.
Ya soy mayor. En mi cuarto no encendí la luz estuve algo incómodo, falta de costumbre.
Desperté dolorido con urgencias, alcancé a comprobar que en las paredes no estaban mis afiches y un sofá estrecho suplantaba la cama, libros, una P.C personal y la mullida alfombra que enredaba mis pasos. El agua caliente espantó mis dolores y salí feliz envuelto en una toalla amarilla rumbo al desayuno. Frente a la mesa, un señor canoso de anteojos elegantes, acompañó la interrogante y divertida mirada de mi madre; de la sorpresa dejé caer mi envoltura.
- Eduardo, Jorge. Jorge soy yo, el apretón de manos duró el tiempo exacto en el que mi progenitora me cubrió con una bata suave y tapó mis vergüenzas. Algo había cambiado en la casa, no sé si era el centro de flores en la mesa o la buena comida preparada por el anónimo Sr. En mi ex dormitorio, me esperaba la ropa limpia, el bolso listo. Cuando me despedí, una pipa aromaba el porche.
Por primera vez noté que mi madre tenía cintura.
Por horas logré borrar a mi mujer de mi vida. Valió la pena la escapada. La casa extrañamente calma, guardé en un lugar inaccesible el bolso y disfruté la soledad. Ana tardó en llegar. Cuando la vi entrar con una caja de pizza y una bolsa con limones, recordé, domingo almuerzo en casa de la abuela (de ella). En silencio preparó la mesa, rogué que no hablase de mi ausencia al compromiso dominguero hasta después de comer. El hambre golpeaba mi puerta. Imaginaba la rica comida que seguramente paladeaban en casa de mi madre.
Al primer bocado, mi mujer comenzó a hipar, sacudía los hombros convulsivamente.
Traté de armar un discurso que no me hiciese perder terreno y la conformase. Estaba harto que me jalase de la nariz. Ella entre hipos y trozos de morrón quería explicarme lo arrepentida que estaba, prometía cambiar. Repetía:
- Soy, pose…siva y man…do…na, todo eso entre líquidos que brotaban de todos sus orificios transformando su cara en una masa pegajosa con trozos de morrón y queso. Cuando estaba a punto de huir espantado, tomó la punta el mantel y con furia se restregó la cara y arrastró restos de maquillaje mezclado con los restos del diluvio. Confieso que me tomó de sorpresa.
Asustado, convulso me encontré arriba de la mesa casi desnuda, con una domadora sudorosa que intentaba someterme. Incómodo sudoroso y con terror de que la mesa abriese sus claudicantes patas arrojándonos entre trozos de comida fría y restos de arrepentimiento.
Dos meses después, festejábamos con la tribu política el anuncio de mí paternidad. No imaginé la historia me esperaba en los siete meses siguientes.
El embarazo despertó en mi mujer una desesperada fiebre de consumo, ropa, cremas, comida, sexo. Para escapar de esa fiebre devoradora con el pretexto del bebé comencé a trabajar horas extras, tantas que me ascendieron. Yo buscaba horas nocturnas. Ana se las ingeniaba para consumir. Su libido estaba desatada, y yo temía ser devorado por el habitante de su enorme vientre.
Yo les pregunto. Cuándo una embarazada les dice toca, toca, y les lleva la mano hacia ese recóndito universo donde un oculto personaje hace malabares
¿No han sentido pánico? Las palmas de tus manos transpiradas y debajo el corcoveo imparable y el temor crece, miedo a ser atrapado, arrastrado a su húmedo escondite.
- ¿Querido vas a asistir al parto?
Lo pregunta frente su parentela. Satisfecha, lustrosa con su andar de pato.
- Claro. - Respondía por mi alguna tía bien intencionada.
- Qué lindo. - Afirmaba mi suegra
- Va a ser una nena, por la panza redonda.
No habíamos querido saber el sexo. Ana no quiso. Llegó el momento. En la sala de espera la familia. Un poco alejados mi madre con Sr. Incorporado. Mi mujer le había avisado, para mostrarle que había puesto un broche de oro en su conquista. En la sala de partos, los gritos ponían los pelos de punta, ella había olvidado la respiración, los ejercicios todo lo aprendido durante meses de sacrificio.
Yo me instalé detrás de ella calmándola. Por unos minutos todos trataron de tranquilizarla. Luego, seguros de que ella no podía arrepentirse y marcharse comenzaron a bromear incluyéndome en la ronda y haciéndome sentir una pieza importante del parto.
Para mi alegría, me hicieron parar frente a la camilla. No le veía la cara, estaba debajo de una tela verde, igual que una loma en primavera.
El obstetra me mostró un círculo sanguinolento y palpitante. Me sentí como el primer hombre en la luna, tratando de afirmar los pies envueltos en botas de tela, a punto de caer. De pronto ya había pasado el peligro, flotaba en un líquido tibio, rodeado de corales suaves como las primeras caricias. El lugar ideal. Una voz estridente quería arrancarme de mi paraíso en el preciso momento que el corazón de mamá me cantaba una nana.
Papá, papá. ¿Ya hablaba? No. La enfermera que ya me había transformado en un anónimo, me señalaba el centro. El principio y el fin o viceversa. Había sido expulsado de mi paraíso. La realidad era ese extraño que pujaba por escapar de su prisión, dónde esa enorme medusa lo retenía.
Sentí que algo viscoso me iba atrapando. Me hicieron a un lado, sin mucho esfuerzo. Cuando volví de esa extraña experiencia, Ana le contaba los dedos a un bebé. Quizá por experiencia ya calculaba cuando le colocaría el anillo en la nariz.
- “Varón dijo la Partera”-escuché a mi espalda.
Con resignación acepté que se habían terminado mis diez segundos de fama.
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Dolores Fenández Laureiro, entre sus libros, "Corazón de Sauce", "Abrazo", "Argirópolis, esquinas de nuestra historia".
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