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Cuentos terror

 

Campo en Silencio

por Andrés Rivera

Él les dijo a los policías que era el hombre que buscaban. Los policías le leyeron un papel y le dijeron que debía acompañarlos.

Él salió detrás de los policías y caminó hacia su propia rural. Un policía lo acompañó. El otro policía puso en marcha el coche en el que llegaron a la casa. Era casi mediodía.

El hombre miró por encima del techo de la camioneta. Árboles. Campo. Una alambrada. El molino. Campo. Un corral. Vacas. Otra alambrada, más lejos. El olor del sol sobre el campo en silencio. Ella no estaba en la casa.

Los dos policías y él llegaron a la comisaría cuando la mañana terminaba. Le dijeron que esperara. Le dijeron que se sentara. Se sentó en un banco largo y estrecho. Un oficial, de pie, detrás de un mostrador, tecleaba, con dos dedos, en una máquina de escribir. Él encendió un cigarrillo, recostó la espalda contra la pared y cerró los ojos. Tenía hambre. No pensó en nada.

El oficial dejó de teclear, sacó la hoja de la máquina de escribir, la selló y salió de la oficina. El hombre dio una última pitada al cigarrillo, lo tiró al suelo y aplastó la colilla con la suela del zapato. El oficial, que demoró unos quince minutos en regresar, le dijo que el juez lo esperaba. Los dos cruzaron la plaza, vacía a esa hora de la tarde, y entraron al juzgado. El oficial le dijo que esperara. El hombre esperó, apoyado en una pared.

Lo hicieron pasar a una habitación de escasos muebles oscuros. Un hombre joven se levantó detrás de un escritorio y le dijo que era el juez. Y le dijo su nombre. El hombre al que hicieron entrar a la habitación de escasos muebles saludó al juez con una casi imperceptible inclinación de la cabeza. El juez le dijo que se sentara. El hombre se sentó frente al juez, escritorio de por medio.

El juez le preguntó al hombre que tenía frente a él cómo se llamaba. El hombre dio su nombre. El juez asintió. El juez le preguntó qué edad tenía. El hombre dijo qué edad tenía, y cuál era su nacionalidad, y dónde había nacido. El juez asintió y tildó esos datos en una hoja de papel que estaba ante sus ojos, sobre el escritorio.

El juez le preguntó, al hombre que tenía sentado frente a él, de qué se ocupaba. El hombre estuvo a punto de contestar de nada porque detestaba la mentira y las verdades a medias, pero temió que sus palabras fuesen interpretadas como una insolencia. Y el hombre sentado frente al juez detestaba la insolencia y la impuntualidad. Respondió que vivía de su campo. Y se dijo que no mintió. Se dijo que el campo estaba ahí, las vacas estaban ahí, el molino y la pileta en la que se conservaban cerca de tres mil litros de agua estaban ahí, la casa de material que levantó su bisabuelo y que su abuelo refaccionó estaba ahí. Y eso era todo. El cielo y el aire, los silencios, las tardes de verano, las lluvias y los días que pasaron y que vendrían, y los retratos borrosos de su bisabuelo, del abuelo, de sus padres y de sus hermanos, de bailes y mujeres que fueron, estaban ahí. Sí: también las armas de los suyos que se batieron en la guerra de la independencia y en las guerras civiles estaban ahí. Y él nunca cuidó nada de eso. No quiso, no le interesó cuidar nada de eso. ¿Para qué?

El juez asintió y se echó atrás en su sillón y le preguntó si sabía de qué se lo acusaba. El hombre sentado frente al juez respondió que no. El juez dijo que su hija, la hija de un hombre cuya familia, según le informaron, era una de las más antiguas y respetadas de la provincia, lo acusaba de haberla violado.

El hombre acusado por su hija de haberla violado preguntó si podía fumar. El juez dijo que podía fumar. El hombre sacó un paquete de cigarrillos de un bolsillo de su campera y extendió el paquete hacia el juez. El juez agradeció, se hizo de un cigarrillo, encendió un fósforo y lo acercó al hombre.

Los dos hombres fumaron en silencio, un rato. Después, el juez preguntó al hombre sentado frente a él si deseaba contestar, negar la acusación, solicitar un abogado para que lo representara. El hombre sentado frente al juez dijo que si su hija lo acusaba de haberla violado, él no tenía nada que desmentir o agregar a la declaración de la mujer que era su hija.

El oficial de policía le dijo que estaba incomunicado. El hombre dijo sí. El oficial de policía dijo que debía entregarle los documentos, dinero, llaves y los cordones de los zapatos. El hombre dijo que sí, y dijo que tampoco llevaba armas encima, y preguntó si podía quedarse con los cigarrillos. El oficial de policía dijo que sí.

El hombre le dijo al oficial de policía que, con su dinero, le trajeran la cena —lo que fuese que los reglamentos le permitieran comer— y el desayuno de la mañana siguiente.

Hubo otra cena, tal vez, y más cigarrillos, la lectura desganada de un diario de la ciudad, y la hora temprana de una mañana en la que le devolvieron, al hombre, sus pertenencias, incluidos los cordones de los zapatos. El oficial que tecleaba, en la máquina de escribir, con dos dedos, lo acompañó hasta el juzgado.

El juez dijo que, por razones obvias, no sometió a la hija del hombre sentado frente a él a exámenes específicos, pero que, por el comportamiento de la hija del hombre sentado frente a él, sus palabras, y testimonios de personas que la conocían, parecía una mujer normal.

El juez dijo que la hija del hombre sentado frente a él reconoció que el hombre que era su padre nunca la había violado. Que ella, desde que tenía memoria, quería a su padre como una mujer quiere a un hombre. Y que cuando escuchó al hombre que era su padre decir que se iría de la casa, para que ella no se creyera obligada a cuidar a un anciano, no supo qué hacer. Porque su padre, que nunca mintió, cumpliría lo que dijo. Y, entonces, lo denunció.

Ella declaró, dijo el juez, que necesitaba tiempo para pensar qué hacer con el hombre que iba a abandonarla y a quien quiere como una mujer puede querer a un hombre. Y que, por eso, lo denunció.

El hombre sentado frente al juez dijo que no tenía nada que desmentir o agregar a la declaración de la mujer que era su hija.

El juez dijo que, a la vista de las afirmaciones de quien formuló la acusación, y de las de quien fue acusado, no existía razón alguna para que el hombre sentado del otro lado del escritorio siguiera detenido.

El hombre salió a la plaza, y montó en su camioneta. La noche anterior había llovido, y la camioneta levantó, en la ruta de tierra, una delgada nube de polvo. El hombre abrió una gaveta, debajo del parabrisas,  y sacó un pistolón de culata de madera pulida. Lo cargó con un cartucho largo y rojo y detuvo la camioneta. Salió de la cabina, apoyó un pie en el estribo, apuntó y disparó sobre una perdiz que alzó vuelo. La perdiz cayó cerca de un alambrado. El hombre la recogió y, con cuidado, la depositó en la parte de atrás de la camioneta.

El hombre puso en marcha la camioneta, avanzó unos metros y volvió a detenerla sin apagar el motor. Cargó el pistolón, bajó de la camioneta y disparó. Mató ocho perdices, en algo más de una hora.

La mañana era, aún, fresca y clara. El hombre que manejaba la camioneta pensó que, cuando llegara a la casa, y besara a la mujer, y tomara su primer café, parado junto al fogón de la cocina, la mujer diría lo que siempre dice: que él prepara las perdices como nadie que ella haya conocido.

Y él, quizá, diría que nunca le escuchó ese elogio, en los ya muchos años de cazar perdices, prepararlas y comerlas como ellos las comían. O propondría un brindis. O un viaje a la sierra. O un chapuzón, suave y profundo, en la pileta. O, quizá, callara.

El hombre que manejaba la camioneta pensó que las partidas no se anuncian. Y apretó el acelerador.

Campo en silencio

 

Andrés Riera - Cuentos Escogidos

 

 

 

ndrés Rivera: Su obra El Farmer, publicada en 1996, sitúa a Rivera entre los autores más reconocidos por el público y la crítica. Un año más tarde publica Nada que perder, y en 1998 el volumen de cuentos La lenta velocidad del coraje.  Campo en silencio, publicado en Cuentos Escogidos, Alfaguara, 2000.

 

 Dentro de sus últimas obras se encuentran El profundo sur,  Tierra de exilio y Hay que matar.

 

 

 

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