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Realismos

 

El cirujano de sonrisas

por Osvaldo Vena

En aquel pueblo la mayoría de la gente se moría de tristeza. Algunos de enfermedades naturales, o de virus espantosos, o de viejos, pero los más se morían de tristeza y aburrimiento. Y cuando no se moría, la gente se cansaba de vivir y se iban a la orilla del arroyo a ver pasar las basuritas que arrastraba la corriente. Así de deprimente era el pueblo aquel. Nadie nunca se reía, ni se sonreía siquiera. Transcurrían los días sin sol, con una neblina pálida que le daba a las cosas un tinte grisáceo y homogéneo. No había colores. Estos habían sido prohibidos por el cura párroco que decía que el color era el símbolo del deseo y que el deseo era pecaminoso. También decía que el color negro era el color de Dios, porque Dios estaba de luto desde que su hijo fuera crucificado y una vez que se acostumbró al luto nunca más se lo sacó. Decía también que en el cielo no existía el color blanco, como todos suponían, sino el negro, y cuanto mucho el gris, y que el trono de Dios tenía una cinta negra alrededor de sus pilares, y almohadones también negros, y que los ángeles que le servían estaban todos vestidos de negro, y  que si por casualidad a uno de ellos se les asomaba un pedacito de ala blanca por entre los vestidos era inmediatamente enviado al infierno donde todo era rojo y anaranjado y amarillo y, según lo que decían algunos ángeles que fueron enviados allí y tuvieron la mala suerte de ser devueltos al cielo, por aburridos y aguafiestas, hasta había colores azules y verdes. Y que estaba calentito y agradable, no como en el cielo donde a la negrura del luto se le sumaba el frío glacial de la altura, porque el cielo está bien alto, en cambio el infierno, cerca del centro de la tierra, mantiene siempre una temperatura agradable. Y el diablo, que nunca se vistió ni se vestirá de luto porque no tiene hijos nobles que se quieran sacrificar para pagar las culpas de otros, el diablo se pasea desnudo en medio de las llamas en donde algún alma perdida pretende estar sufriendo cuando en realidad está disfrutando el saberse bien lejos del cielo.
                A este pueblo, donde el cementerio era la principal fuente de atracción, donde no existían los colores, ni las fiestas, ni el carnaval, y los chicos iban a la escuela vestidos con guardapolvos negros, donde la sonrisa estaba prohibida y la carcajada recibía la pena de muerte, llegó un día un forastero. Venia acarreando un baúl enorme encima de un viejo burro al que le había puesto de nombre Sonrisas. El hombre era gordo, gordísimo, y tenía una cicatriz que le salía de uno de los costados de la boca y le subía hasta la oreja derecha dando la impresión de que se estaba riendo permanentemente. Cuando se cruzó con algunos chicos que iban a la escuela estos le preguntaron de qué se reía, que si no sabía que la risa estaba prohibida en ese pueblo y también en el cielo. El forastero los miró con cara de no entender, pero como parecía que se estaba riendo uno de los chicos le dio una patada en la rodilla y el gordo se desplomó al suelo levantando una polvareda de tierra gris. —Reite ahora, pelotudo, — le dijo el mayorcito del grupo. —Pero es que yo no me estoy riendo, —atinó a decir el gordo, — es mi cara nomás. ¿Ven? — Y diciendo esto les mostró la cicatriz mientras trataba de levantarse del suelo. Los pibes quedaron sorprendidísimos de lo que acababan de ver y le preguntaron cómo podían ellos también conseguir esa sonrisa permanente, porque estaban cansados de no poder reírse nunca, ni siquiera cuando iban a la matinée a ver las películas cómicas. —De esta manera, — le dijeron, — el cura va a pensar que es la cicatriz lo que hace parecer que nos reímos cuando en realidad nos estaríamos riendo.  Sería una manera fantástica de reírnos sin que nadie sepa que lo hacemos y sin que se nos acuse de herejes o mal paridos, porque solo un hereje o un mal parido puede reírse de algo cuando ni siquiera Dios se ríe.
                El forastero se sentó en el suelo y sacó de su desvencijado baúl un cuchillo de cocina y comenzó a afilarlo en el cordón de la vereda. El reflejo de la hoja del cuchillo hizo que los chicos tuvieran que cerrar los ojos. — ¿Ven? —indicó el gordo, — con este cuchillo puedo hacerles un tajo en la cara para crearles una sonrisa permanente igual que la mía. —¿Y duele? — preguntó uno del grupo. Un flaquito de nariz mocosa que se la limpiaba con la manga de su guardapolvo negro. — No, qué va a doler, afirmó el gordo. — Es más, te afloja la cara que está dura de tanto hacer fuerza para no reírse. Y después vienen los pajaritos y se posan en tu hombro y te cantan al oído. Al oír esto el menor de los chicos, un morochito que en realidad era pelirrojo pero que se había tenido que teñir el pelo por la prohibición esa de los colores, se adelantó y le dijo al gordo que el quería ser el primero. Entonces, con un rápido movimiento del cuchillo, el forastero le hizo un tajo en la cara desde el costado de la boca hasta la oreja derecha, y le quedó una sonrisa igual que la de él. Pero en lugar de sangre, como se hubiera esperado, salió agua de colores, muchísimos colores, como un arco iris que le cayó al chico sobre su guardapolvo negro tornándolo inmediatamente en un guardapolvo multicolor, como la ropa de los hippies. El pelirrojo se sorprendió que el corte no le hubiera dolido nada. Fue como una caricia, —les dijo a los otros. Cuando los demás escucharon esto se pusieron todos en fila y el forastero los fue cortando uno a uno, dándoles una sonrisa permanente y tornando sus aburridos guardapolvos en divertidos ajuares. Cuando terminó, limpió el chuchillo en un trapo anaranjado y lo metió de nuevo en el baúl. Le dio una zanahoria a Sonrisas y un chocolate blanco a cada uno de los chicos. —¡Chocolate blanco!, —exclamaron. Este también está prohibido. —Solo comemos chocolate negro.
                Cuando el cura se enteró de lo que había hecho este hombre y se dio cuenta que al no saber si se estaban riendo o no ya no habría forma de implementar la ley de la no risa, porque casi toda la gente del pueblo había pasado por las manos habilidosas del forastero, a quien de tanta cirugía de sonrisas permanentes se le había gastado la hoja del cuchillo, persiguió al forastero hasta las afueras del pueblo. Cuando lo alcanzo sacó de su sotana negra una cruz, negra también, y empezó una liturgia de exorcismo que había aprendido en el seminario y que nunca había tenido oportunidad de utilizar. El gordo empezó a reírse descontroladamente porque en el apuro por sacarse la cruz de debajo de la sotana; esta se le levantó un tanto y dejó entrever unos calzoncillos rojos que el cura llevaba debajo. —¿Así que no se pueden usar colores?, —señaló el forastero. — Cura hipócrita, te merecés un escarmiento. Y sacó el gastado cuchillo del baúl y le propinó al cura un semejante tajo que no era aquella una sonrisa sino más bien una carcajada permanente. El cura se tomó la cara esperando sentir un dolor espantoso,  en su lugar sintió como si fuera una caricia, así como solía acariciarlo su madre cuando era pequeño. El agua multicolor que le brotara de la herida le tiñó la sotana de mil colores y la cruz se le cayó de las manos. El gordo la tomó y la partió en dos. —Tomá, — le dijo, ya no la vas a necesitar. Ahora tu sonrisa permanente será tu cruz. Con ella, con tu sonrisa, vas a exorcizar los demonios de la amargura, el despecho y el aburrimiento. Y acto seguido se montó en Sonrisas dirigiéndolo hacia un bosquecito de pinos. —Espere, —  le pidió el cura, por lo menos dígame cómo se llama. —Vos tendrías que saberlo, —fue la única respuesta que le dio el forastero. El cura miró al cielo y notó que el sol le quemaba la cara. Es hora de dar la misa, pensó. Y enfiló hacia el pueblo.

 

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Osvaldo D. Vena

Con un doctorado en teología de ISEDET (Instituto Superior de Estudios Teológicos) en Buenos Aires, y un pos doctorado en la Universidad de Edimburgo, Escocia, ha enseñado Biblia en el Seminario Metodista de Garrett, asociado con la Universidad de North Western, en Evanston, E.E.U.U., por los últimos 25 años.
Ha escrito varios libros en inglés y castellano en el área de los estudios bíblicos, así como también numerosos artículos. Su primera novela, Roya, fue publicada en 2019.
Argentino. Reside en EEUU.

 

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