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Realismos

 

El Bar

por Pablo Ezequiel Stropparo

Estaba en el café esperando a Falucho. Sonaba La Yumba. La película había estado interesante, trataba sobre años oscuros y violentos, sobre cómo unos se creían los dueños de la vida de los otros. Pero Falucho no llegaba, era común que se retrasara. Leía un libro viejo, con marcas e inscripciones en cada párrafo. Otra cerveza. “A sus órdenes”, dijo el mozo y se fue hacia donde estaba el dueño, indicándole el pedido. En otra mesa dos parejas reían. Más al fondo un tipo tomaba su segundo café y fumaba un cigarrillo. Sus dientes eran tan amarillos como el oro. Un policía entró, pispió y se fue con un paquete. Dos señoras con boquitas pintadas se contaban chismes. La película mostraba escenas cotidianas de una familia con compromisos políticos. El cine había estado repleto y por momentos se escuchaban algunos murmullos. Todos opinaban. El ambiente había estado pesado. Atrás, dos minas lloraban. En las escenas fuertes, el público se estremecía. Parecía que película y público se fundían en una sola entidad. Seguía leyendo. Entraron otras dos parejas jóvenes y se sentaron muy cerca. El libro trataba sobre filosofía de la historia. El mozo dejó la cerveza y sonrió. Fue hacia donde estaba su compañero y se cruzaron dos palabras. El otro, entonces, fue a atender a los recién llegados, que reían por los dichos de alguien. A la izquierda, dos intelectuales discutían sobre historia, mientras tomaban ginebra. Cerca de ellos, había dos pendejas muy lindas. Ya eran las diez y Falucho no llegaba, tenía que haberlo hecho a las nueve y media. En el bar hacía frío. Las dos pendejas observaban todo. Cerca de ellas, un viudo adormecido comía pizza con moscato con la vista perdida. Tenía una oreja más grande que la otra, enrojecida. Otros tipos cenaban rápido en la barra y luego se iban. La luz era tenue. Llovía y se veía pasar apuradamente a la gente con pilotos y paraguas. Algunos colectivos paraban justo en la puerta del bar, cerca de las mesas de la vereda. Todavía pensaba en el cine, la gente, la película. ¡Qué película densa, profunda, siniestra! El cine era de otro tiempo y la gente estaba vestida para la ocasión. Al salir, no quedaba nadie. Al bar, ahora, entraron unos tipos y no avanzaba en la lectura. Se sentaron al lado del fumador que ya tomaba su tercer café y leía el periódico. Una baba colgaba de su boca. Saludó a los otros de un modo extraño. Las dos pendejas les hacían señas, parecían querer flirtear con ellos. Las dos viejas se levantaron simulando desprecio y se fueron, después de pagar. Cuando salieron, miraron para adentro del café. Saludaron a los mozos con sonrisas. De pronto, un plato estalló con el suelo y se destrozó en mil pedazos. Se produjo un silencio inquisidor con el que se encontraron todas las miradas. Enseguida retornó el bullicio. Los dos intelectuales iban por la tercer o cuarta ginebra. Seguían debatiendo. Parecía interesarles el libro. Cerca de la escalera que conducía a los baños, un matrimonio y su hija charlaban. Al novio de ella, con pinta de profesor, se lo veía disperso. Ni siquiera se sobresaltaba ante los embates sensuales de la señorita. Parecía asexuado. Vaya a saber uno en qué estaba pensando. Página 250, capítulo 30: “La historia y la libertad de los pueblos”. Empezaba así: “Los pueblos se dirigen, inevitablemente, hacia la liberación. Si ello no sucede, el espíritu humano perece. Las revoluciones deben sacudir el organismo social, sobre todo en las naciones más postergadas en las que las gentes padecen desde siempre. Es necesario, no hay azar: el fin de la historia encontrará a todos unidos en una gran nación mundial en la que cada uno podrá expresarse libremente. No es religión, es ciencia: la enseñanza y el fin de la historia. Etc.” En eso estaba, leyendo, cuando se observa que las dos viejas entraron empapadas y que sus labios ya no brillaban: se habían olvidado unos objetos. Uno de los mozos, el del pelo engominado, se los dio; el otro, el gordo pelado, entró a una puerta interna del bar. Cuando las señoras salieron, llegó alguien que parecía Falucho -por su pelo largo y bigotes-, pero no era él. Se sentó lejos, hizo su pedido, sacó un libro y se dispuso a leer. Miró hacia donde estaban los dos intelectuales y se saludaron rápidamente. Eran conocidos de la Facultad de Humanidades. Cerca de “pelilargo-bigotes” –tal el apodo que se establece en este texto-, un pelado y su joven y demacrada esposa, discutían, mientras su hija lloraba. Él estaba ebrio y ella miraba con rencor al pelilargo. Este la sedujo con su lengua y siguió leyendo y ella se ruborizó. El pelilargo se tocaba su cabellera como si fuera un trofeo de guerra. Ella empezó a ficharlo, ya no parecía tan demacrada, mientras su esposo tenía los ojos rojos, llenos de odio y energía libidinosa. Cuando llegaran al coche, le propinaría una paliza. Más allá, en la mesa del matrimonio con el yerno profesor, se pusieron tensos ante la discusión de la joven pareja. Y el novio de la chica, el profesor, seguía en la estratosfera o en algún otro lugar más placentero. En la mesa de las dos parejas jóvenes, hubo movimientos, porque acababan de arribar unos amigos, con unos años más, mojados de pies a cabeza. No se veían desde hacía tiempo. “Como antaño”, alcanzó a escucharse que decían y brindaron. Repartieron unos regalos envueltos en paquetes que parecían de un país latinoamericano. Se decía que a ese bar solían ir personalidades importantes tales como escritores, periodistas, jugadores de fútbol, actores y políticos. Justamente, acababa de entrar junto a su amante un reconocido escritor y locutor de TV que lindaba los sesenta. Previo a ello, un jugador de fútbol de un país vecino, conocido por sus goles extraordinarios, mostraba que era un frecuentador del lugar al saludar a todos los presentes y, en particular, a los mozos. Después, durante un tiempo, todo estuvo calmo. El libro seguía disertando sobre la historia y la justicia que ella conlleva, pero la lectura se complicaba un poco por el griterío de la muchedumbre. En la mesa del falso Falucho se sentó un amigo o hermano, de menos edad. Se lo notaba impaciente y paranoico. Sus ojos no se perdían ningún detalle mientras hablaba sobre algo con el otro. Aparentaba ser un tipo sufrido y solitario. “Mira cómo nos miran…, por ejemplo…, ese poli…, están por todos lados….”, dijo. Al rato, llegó un director de cine, cuyas películas eran fuera de lo común, pero muy vistas en los circuitos de intelectuales. No lo saludó nadie, por el respeto que se le dispensaba. Llevaba consigo un morral y unos cuadernos en los que, seguramente, anotaba sus ideas. Tenía aire de loco lindo, sonreía acompañado de los personajes de su más reciente film. Entonces, reaparecieron algunas imágenes del cine. La lectura se complicaba aún más por algunos recuerdos de recientes situaciones dolorosas y por las distracciones. Entre otras, miraba de reojo a los dos jóvenes intelectuales que ya se habían tomado varias ginebras aunque estaban sobrios: ahora hablaban de política internacional, de los factores reales de poder en el mundo contemporáneo. El policía volvió, esta vez junto a unos colegas y encargaron unas pizzas. Si bien no eran gordos, tenían unos kilos de más. Así como vinieron, se fueron. Pero justo fue allí, en ese preciso momento, que entraron aquellos a quienes no quería ver. No debía ser observado, en esas circunstancias. Luego, en la intimidad, harían comentarios desafortunados e hirientes. Para colmo de males, a los pocos minutos se les unió Ana, con su nueva pareja. Un dandi. El libro no alcanzaba para ocultarse. No quería ser visto por nada en el mundo, parecían estar todos confabulados. Era evidente que se estaban haciendo los tontos, que no había pasado desapercibido, que estaba siendo descubierto, que ya nunca más tendrían piedad… Y Falucho que no llegaba y, tal vez, no llegase nunca…, porque, a lo mejor, haya sido una excusa -como tantas otras- para hacerse a uno lo que más le duele…, cosas que, al fin y al cabo, uno termina haciendo.             

el bar

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Pablo Ezequiel Stropparo, escritor, sociólogo y docente universitario.

 

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