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Realismos

 

El Futuro

por Silvia Aira

Ataliba, Nicanor y Cacho empujan los carros hasta los bordes del predio de Agronomía. Los siguen Rufi, La Parda, Esteban y el Negrito que apenas se concentra en la marcha silenciosa. Se concentra sólo en los pasos de Nicanor. Dos pasos y un saltito. Y un pequeño quejido de felicidad y agradecimiento. La Parda está pesada por la preñez. Eso no le impide mostrar los dientes a los extraños que los esquivan en auto o a pie. Rufi, el más veterano, sigue a tiempo el paso de los hombres. Esteban cierra el grupo, como último defensor. Se le ven viejas cicatrices entre el pelo sucio. Anochece. Sopla el viento frío de junio. Una vieja estructura incendiada, de lo que fue alguna vez un puesto de diarios, emerge entre las sombras de los cercos que rodean la manzana y les da la bienvenida al hogar. Apenas si entran en ella tres hombres apretujados. Estacionan los carros rodeando la estructura, en la forma acostumbrada desde hace mucho: dejando en el centro un espacio semicircular en el que la familia se sentará alrededor del fuego.

Las tres menos cinco. El reloj marca las tres menos cinco. No tiene el vidrio y se ve con claridad que marca esa hora. El Negrito escarbó y escarbó tanto que parecía que había escondido un hueso digno de un puchero como los de antes. Pero no. Todo lo que sacó fue un reloj barato sin vidrio y con media correa rota. Estaba escondido entre las chapas del quiosco, y armó tal batifondo que si no fuera por el vino, nadie hubiera podido dormir. Rascó con las patas desproporcionadas la mano inerte de Nicanor, y logró girarla hasta poner en su palma el raro descubrimiento. Nicanor apenas dobló las falanges pesadas, sin reconocer el objeto aún. El Negrito cabeceaba la mano y la lavaba con su lengua tibia. Al rato pasó a la cara para apurar la reacción de Nicanor. Sólo consiguió un manotazo al aire que se desplomó sobre el suelo. La Parda gruñó por las dudas. Esteban se puso de pie alerta y salió a vigilar los alrededores. Rufi permaneció entregado al sueño de Ataliba. Ambos viejos. Ambos acostumbrados a los sobresaltos.

El Negrito llorisqueó un poco y apoyó su mandíbula sobre la mano de Nicanor. Así se quedó dormido. Esteban volvió junto al grupo y se echó al lado de La Parda. Se miraron unos instantes. Con delicadeza Esteban pasó su lengua por el hocico de La Parda. Ella le contestó la caricia apenas, y apoyó la cabeza sobre sus patas delanteras. Ambos parecieron dormirse. Pero no.

El dedo de Nicanor hace rato que perdió la motricidad fina. Por no decir la sensibilidad más superficial. Con ese dedo ancho, recorrido por surcos que se pierden en la mano, reconoce el objeto que el Negrito encontró anoche. Qué extraño intentar reconocer un objeto tan familiar cuando se ha perdido toda relación con él. A no ser por su posible valor material. En este caso, ninguno. Está roto y ni siquiera parece que estando sano hubiera valido mucho. Pero, ¿por qué no lo arroja a la calle sin más?. Para qué conservarlo o dedicarle alguna atención. Parece que sólo por el interés que tiene el Negrito, que está sentado pegado a sus piernas, y lo mira con una expectativa que también se le presenta como un objeto extraño. Sólo porque es un regalo del Negrito. El Negrito, que encontró a punto de asfixiarse dentro de una bolsa de basura cerrada. El Negrito, que con la primera bocanada de aire que respiró, le hizo también un regalo extraño. Antiguamente conocido. Ahora otro. Por eso le dedica alguna atención.

Es un reloj con agujas, las agujas marcan tres menos cinco. Es redondo, las correas habrán sido alguna vez marrones. Cuero cuarteado, cuerina, imitaciones. Nicanor ve en un segundo un reloj de pared, colgado en la cocina. Tres menos cinco. El Negrito mueve la cola y alza sus patas atolondradas buscando los muslos de su dueño. Escucha las tripas de Nicanor. Inclina la cabeza hacia un costado interrogando a la barriga del hombre. Reanuda su injustificada alegría.

Cacho mira el reloj de adelante y de atrás. Lo que en un primer momento le llamó la atención, ahora lo desilusiona. Nada que modifique en algo el día. Un hilo fino, dorado, que al raspar es puro plástico. El mecanismo de la ilusión ya no funciona en Cacho, así que no se puede hablar tampoco de desilusión. Es sólo un impulso que lleva a prestar una pequeña dosis de atención a determinado hecho u objeto. Nada más. Le devuelve el reloj a Nicanor. La Parda y Esteban lo esperan diez metros más adelante. Tres menos cinco. Recuerda algo de una tarjeta que introducía en una máquina. Una bocina insistente a sus espaldas. La Parda gira y gruñe. Esteban espera. Cacho se acerca a paso lento, arrastrando el carro.

Ataliba se ha quedado hoy acostado. Simplemente no consiguió levantarse. A veces es así. Entonces Rufi se pega a él, en el hueco del vientre y le calienta la barriga. Rufi tiene un abrigo rojo y el pelo largo, marrón claro, siempre muy bien peinado. El abrigo fue un regalo de alguien que pasó. Al pelo se lo cuida Ataliba. Pasa largos ratos peinándolo con un cepillo de mango rosado y anillos circulares que en la punta se deshace. A veces el mango se separa del cepillo y entonces Rufi lo atrapa y lo mordisquea, mientras Ataliba continúa peinándolo sin él. En general Rufi no va a ningún lado sin Ataliba. Sólo en días como estos, cuando no se mueven, Rufi va al lugar donde el hábito lo tiene acostumbrado y come. Vuelve enseguida a rellenar el hueco del estómago de Ataliba.

Nicanor vuelve de la recorrida más temprano que de costumbre, aunque no hay mucha diferencia porque igual está oscuro. Que sean las seis, que sean las ocho, nada cambia. El Negrito, sin embargo, parece feliz de regresar temprano a casa. Llega él primero y olfatea la cara de Ataliba que está adormecido. Rufi se despierta y lo huele. Ambos se reconocen. Rufi pone límites al Negrito que aún no ha aprendido a respetar algunas cosas. Ataliba se mueve un poco. Nicanor junta maderas para el fuego. Rufi y el Negrito se sientan uno al lado del otro y observan todos los movimientos de Nicanor. El fuego se enciende lentamente. Los ojos se acostumbran a la luz. Los cuerpos, al calor. Les vuelve la humanidad. Ataliba se acerca a la fogata. Del negro alrededor, aparece la Parda y se deja caer en el círculo. Respira agitada. Su abdomen se mueve. Se queja en silencio. Esteban llega después y la olfatea. Se acuesta a su lado. Cacho cierra la ronda con su carro y extiende el vino hacia Ataliba que hoy no ha movido los labios.

Nicanor juega con el reloj, indiferente. No es un juego en realidad. Es una forma de moverse para hacer tangible el tiempo. Rellenar un espacio. Ataliba le quita el reloj y él no lo percibe en seguida. Tampoco le da importancia. Tampoco fue un robo, ni un acto agresivo. Él se lo hubiera dado si se lo hubiera pedido, pero tampoco se sintió ofendido. Porque nada significaba el arrebato, como nada significaba el juego, como nada significaba el reloj, tenerlo o no tenerlo y tampoco tenía importancia. Al contrario, fue un pequeño hecho para rellenar el espacio vacío. Una pequeña curva en la línea recta.

Ataliba mira el reloj sin curiosidad. Rufi con la cabeza apoyada en su regazo sigue con los ojos los movimientos del viejo. La Parda se levanta bruscamente y se aparta. Rufi se distrae de Ataliba y la sigue con la mirada. Esteban sale del círculo, inquieto. El Negrito mordisquea los pantalones de Nicanor. Rufi se acerca a la Parda pero no demasiado. Sólo está atento. Esteban vuelve y hace un círculo alrededor de ellos. La Parda se incorpora y hace fuerza. Ataliba reconoce el objeto que tiene en sus manos. Un círculo, agujas, separaciones equidistantes. Gira. La Parda se queja. Esteban se queda inmóvil. Gira. La pared de la cocina. La máquina y las tarjetas. Gira. Una fecha precisa. Un día de la semana. La Parda aúlla. Rufi se para. Esteban lo mira. Nicanor se duerme. El Negrito mastica un resto de pan. Cacho termina el vino. Ataliba gira. Espacios equidistantes. Días precisos. Números. Unos después de otros, necesariamente. Un último pujo y sale. Horas. El tiempo organizado hacia el futuro. Gira. Las agujas. Quietas. Sólo día o noche. Claro u oscuro. Gira. Frío o calor. Se detiene. Nació. Tres menos cinco. Silencio.

Ahí empezó el tiempo de nuevo. Una referencia desde donde contar hacia adelante. Otro más. Y a la luz del día son cinco. Alrededor de la Parda, Esteban y el Negrito que duermen. La Parda amamanta ausente del mundo. Cacho y Nicanor intentan mover los huesos. El reloj en la pared de la cocina. Rufi gira sobre sí mismo y ocupa su lugar en el hueco de Ataliba. La máquina mastica la tarjeta. Cacho y Nicanor empujan el carro por la línea recta que a veces se curva. Ataliba aferra el reloj en su mano ya rígida. Eran las tres menos cinco.

 

 

 

 

Silvia Aira: Escritora, actriz y directora de doblaje argentina también se desempeña como locutora comercial y docente en el área de doblaje del ISER

 

 

 

 

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