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Realismos

Gardelito

por Horacio Ernesto Ferrari

Nicasio Pantaleón Ramella era un tipo de unos veinte o veintiún años, menudo, enjuto, medio petiso, que apareció de sopetón en la ribera de Bernal en los primeros años de 1960. Nadie supo nunca de donde había salido, ni qué buscaba al llegar a ese turbio submundo de casillas diseminadas en los claros de la frondosa selva ribereña. Lo cierto es que se estableció por allí, intercambiando changas oficiosas por favores materiales, siempre vivaracho, candoroso, servicial, inofensivo y sin poder disimular del todo, los síntomas notorios de su personalidad. En rigor a la verdad era un lelo: hoy se diría que el agua no le llegaba al tanque. Lo apodaron "pajarito", no tanto porque el nombre que decía tener era demasiado complicado, sino porque tenía el talante travieso y juguetón, de muchas de las aves que anidaban en el denso follaje de la costanera.

Su aspecto inofensivo y su carácter bonachón, lo ayudaron a introducirse poco a poco en ese mundo periférico, pero aun así tenebroso, de los muchachos de "la pesada", rudos maleantes de fierros llevar y malhechores de rancia prosapia mafiosa, que solían reunirse para matar el tiempo en el boliche de Puri o en alguno de los ranchos diseminados bajo la arboleda circundante.  Puri ya estaba retirado del servicio activo, había perdido la costumbre de "los fierros llevar" pero era venerado como el patriarca indiscutido de los bajos fondos, un señor feudal prostibulario que amparaba y protegía a los peores hampones, sin dejar de mantener sólidos contactos con la policía y el poder político.
Pajarito gozaba de la simpatía de Puri y como tal era recibido por los de la pesada, en el seno de sus largas ruedas de mate. Se mofaban de él, lo gastaban de una manera impiadosa, mientras los más agresivos pasaban rápidamente de las palabras a los hechos, trocando los insultos y las pullas hirientes en verdaderas acometidas físicas, sonoros cachetazos a mano abierta o rudos golpes de puño, de los que con frecuencia el cuerpo del pobre infeliz resultaba marcado por chichones y contusiones.
Les hacía los mandados, les cebaba mate, cumplía puntillosamente las órdenes que se le daban, incluso lavaba la ropa de alguno de los pesados. Así le fue permitido el raro privilegio vedado a la gente común, de asistir a las charlas interminables en que los hampones y maleantes relataban y comentaban sus fechorías, con lujo inusitado de detalles. Pajarito escuchaba con mucha atención y retenía los mínimos pormenores en su memoria.
En una ocasión, un cierto comisario Polo, jefe de la Brigada de Investigaciones, que manejaba todas las comisarias bonaerenses al sur del Riachuelo, desencadenó una batida general en la ribera de Bernal, en la que logró capturar casi a una docena de maleantes y tránsfugas, que habían buscado refugio permanente o transitorio, a la sombra de las frondosas espesuras ribereñas. Sin contar los que se escabulleron, internándose en las entrañas mismas de la jungla, surcada de arroyos y canales de aguas pestilentes y fangosas, que desaguaban en el Río de la Plata. Huyeron bajo el tormento implacable de los insectos y alimañas que pululaban en esos andurriales olvidados, con la yuta pisándoles los talones y el ladrido amenazante de los perros siguiéndoles el rastro.
El siguiente capítulo se desarrolló en la Comisaria de Bernal. Allí pasó lo de siempre. La policía corrupta se parece mucho a la clase política, porque en lo primero que piensan no es en el esclarecimiento del delito que investigan, sino en ver cómo aprovechan la ocasión para quedarse con todo o parte del botín. De la misma manera, el político piensa siempre no tanto en lo que le conviene a la gente, sino en ver cómo ganar las próximas elecciones para perpetuarse en el poder. Las canas están pensando siempre en cuánta guita van a llevar a la casa, para calmar los ávidos deseos consumistas de sus esposas o amantes, siempre frustradas ante la insignificancia de los magros sueldos policiales. En una noche infernal, el apriete en la cana duró hasta que cada cual pudo acordar una “transa” con la yuta. El que no pudo transar se jodió: sumariado, esposado y con unas buenas trompadas de más, fue remitido al Juzgado Penal de La Plata, con la mancha de un proceso nuevo en el prontuario. ¿Y Pajarito?
Con Pajarito fue todo distinto. No más sentarse frente al sumariante con las manos esposadas en la espalda, sin que nadie le preguntara nada y aún antes de cualquier ablande persuasivo de la cana, Pajarito desembuchó totalmente el rollo que tenía guardado, contando con lujo de detalles el procedimiento y los más mínimos detalles de los hechos en los que supuestamente había intervenido, incluido el asalto a la sucursal Quilmes del Banco de Avellaneda, por entonces en la esquina de la calle San Martín y Rivadavia, atraco que finalmente y después de tres meses de haber sido cometido, pudo ser "esclarecido" por la brigada de investigaciones, no tanto por la inteligente pesquisa llevada a cabo en la ocasión por la cana, sino porque dos de los cacos se confiaron en demasía y en una noche de juerga, en un cabaret de  Mar del Plata, dilapidaron una fortuna en champagne, putas y propinas, utilizando los mismos billetes que habían afanado. Cuando la yuta marplatense avisó a los quilmeños el verdadero origen de la guita, no fue difícil dar con ambos juerguistas. Después vino lo de siempre. Según el parte policial, por medio del consabido "hábil interrogatorio" (y picana eléctrica mediante, detalle que el parte omitió), los delincuentes confesaron todos los detalles del hecho, incluida la identidad de los demás miembros de la banda, cinco en total.
Los jóvenes policías que interrogaban a Pajarito estaban pasmados. En vista de la catarata de detalles y circunstancias que el soplón había revelado, incluyéndose él mismo en un papel protagónico ¿había que reabrir el sumario del asalto al Banco? ¿Tenían que comunicar la novedad al Juez de La Plata?                    
Cuando fueron a consultar al comisario, un vasco que había hecho carrera en la policía durante treinta y cinco años, después de escucharlos atentamente soltó una sonrisa paternal ante la inexperiencia de los bisoños.
—Pero muchachos, no se dan cuenta que este pelotudo, lo único que hace es repetir lo que escuchó entre los chorros.
Y ante la mirada cariacontecida de los novatos, sentenció:
—Los que asaltaron el banco eran de la pesada, este pobre diablo ni siquiera es de la liviana. No sirve ni para hacer los mandados. Desde entonces lo empezaron a llamar Gardelito por lo bien que "cantaba."
Así fue como Pajarito, transformado milagrosamente en "Gardelito" por obra y gracia del bautismo policial, tuvo su noche rutilante ante los canas que lo interrogaron. También tuvo suerte de que los chorros no lo reventaran como buchón, aunque en realidad no dijo nada que la cana no supiera. Cuando Puri se enteró de la anécdota, informado por el soplo indiscreto de un confidente de la yuta que intercambiaba datos con él, comprendió que, pese a que el suceso no había tenido consecuencias, la vida de Pajarito o Gardelito estaba en peligro. Después de una feroz reprimenda, le ordenó que se escondiera abajo de la tierra y que no volviera a aparecer por la Ribera. Gardelito desapareció para siempre, con la misma rapidez sorprendente con la que había llegado Pajarito.

 

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Horacio Ernesto Ferrari, ejerció la profesión de abogado durante 45 años, mientras desarrollaba una intensa actividad docente como profesor titular de Derecho Civil III Contratos, en la Facultad de Derecho de la Universidad Católica de la Plata y Director del Área Académica del Colegio de Abogados de Quilmes. Como escritor ha recogido en forma de cuentos y relatos viejas historias del Quilmes de antaño, así como también una novela  en la que con el dramático trasfondo de la historia del siglo XX, se desarrolla la tragedia individual  del desarraigo, el sufrimiento y la muerte de sus personajes.

 

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