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Realismos

 

La jaulita de plumas

por Gastón Couriel, de su libro de cuentos: La vigilia Alterna

 

Tengo unos mandados para encomendarte. Esta carta se la podrías entregar personalmente a Yelizaveta, que vive a la vuelta de la estación Leningradsky, está la dirección en el sobre. Y esta otra, si sos tan amable, la despachás en el correo, es para Katyusha que desde que se mudó a Kazán le habla más mi pluma que mi lengua.
–Déjeme ver si hago a tiempo señora, Horacio me pidió que me quede en casa con usted y no querría faltarle a su palabra.
–Carmen respondió de refilón, mientras seguía con sus tareas. Lo podrías hacer en tu día libre, ambos lugares te quedan de camino a tu casa. –Almita le insistió con más ternura que dureza.
–Está bien, quédese tranquila que yo me encargo. Ahora discúlpeme, pero tengo que atender el horno por el bien de nuestro almuerzo. –Tomó ambas cartas por complacerla y volvió a la cocina, no sea cosa de empezar la relación con el pie izquierdo.
–Gracias querida.
Almita se entretuvo un rato entre recuerdos de sus amigas y el regocijo del sentimiento que prosigue al envío de una carta, costumbre que mantuvieron entre ellas por muchos años, hasta que vio sobre la mesa la estampilla que olvidó pegar en el sobre para Katyusha, se sobresaltó al pensar lo cerca que estuvo de perderse.
–¡Svetlana! –No recibió respuesta desde la cocina.
–¡Svetlana! –El timbre de su voz ya estaba viciado por la irritación.
Carmen acudió al llamado de Almita, más por saberse la única persona en la casa que por reconocerse en aquel nombre ruso.
–¿Me llamó señora?
–¡Sí! ¿Cómo es posible que tenga que estar a los gritos cuando ni cinco metros son los que nos separan?
–Es que la escuché decir Svetlana y no me sentí aludida sino hasta el segundo llamado. Recuerde que mi nombre es Carmen. ¿Necesitaba algo?
El desengaño le mudó la cara, la dejó entre aturdida y cavilosa. Cosa que no resultó difícil de percibir para Carmen, que insistió con la pregunta, no menos confundida que Almita.
–No, no. Ya lo olvidé. –Estropeó en sus manos la estampilla y no volvió a emitir palabra en toda la semana.

***

Ya se acercaban las 5 de la tarde cuando Carmen empezó a ver de reojo, en los movimientos de Almita, una creciente ansiedad que lindaba con el nerviosismo mientras esta preparaba con suma delicadeza el agua, la tetera con la concentrada infusión y presentaba el samovar en la mesa del living. Carmen se quedó pasmada al ver el despliegue de vajilla que había sobre la mesa, finísima, de una delicadeza jamás antes vista por ella. La blanca porcelana hacía de lienzo para un desparramo de dibujos azules pintados por una mano tan diestra como su arte lo demostraba.
Más que para tomar el té, esa vajilla parecía hecha para su mera contemplación.
Al filo de las 5 sonó el timbre seguido del inmediato ruido metálico de una llave revolviéndose en la cerradura, era Horacio.
–Hola, chicas. ¡Epa, que despliegue! –Su voz alta empujada por su sonrisa quebrantó el silencio mohoso que parecía aferrado a las paredes.
Cruzaron miradas amigables con Carmen antes de despedirse y se dispuso a disfrutar la prometedora ceremonia de té ruso que se le presentaba.
–¿Como estás Mamá? ¡Un lujo lo que preparaste!
Almita le respondió asintiendo con un gesto tibio mientras terminaba de preparar el último detalle del ritual.
–Me dijo Carmen que estabas silenciosa pero no pensé que era para tanto.
Seguía Almita enfrascada en sus tareas con la boca sellada, después se sentó y le sirvió el té a su hijo, con un semblante cortés y prolijo. Horacio pensó en un recurso que no podría fallar para sacarle palabras, un área tan particular que habían compartido toda su vida que ya les resultaba común a ambos, un nexo en el cual se volvían uno. Él confiaba en apartarla de aquel coma abriéndole las puertas en cuestión, así que, no debería ser difícil en esta situación.
–¿Estuviste soñando algo estos días mamá?
–Qué suerte que me preguntaste, casi lo olvido –Con un tono bajito, desempolvó por fin su garganta delicada por el tiempo–. Hace tres o cuatro días soñé que volvía a la Argentina a las apuradas, a vivir a una casa como la que tenías en Buenos Aires.
–¿Y por qué lo hacías? –Aunque aliviado por escucharla hablar, Horacio temía que se trunque ahí mismo la charla del día.
–No me acuerdo bien, por una guerra me parece. No, no era una guerra, pero era algo peligroso. No sé por qué, pero tenía que irme de Rusia. Qué locura, ¿te imaginás alejarme de Katyusha, Yelizaveta y las demás?
–Sí, qué locura –con una expresión que le costó disimular intentó seguir la conversación– ¿y cómo era que viajabas?
–¡Pero nene! ¡Era un sueño, no hay detalles insignificantes como ese!
–¡Cómo que no, si de vos escuché los más minuciosos que alguien pueda soñar! –Ante estas palabras Almita rio consciente de su habitual pedantería e intentó recordar con mayor agudeza.
–Era en un avión y me trataban como a la duquesa Nikoláyevna, estaba rodeaba de siervos que me atendían en todos mis caprichos. No me acuerdo mucho más.
–¿Y cómo se vestía tu servidumbre? –Horacio parecía medirla con sus preguntas, con más pretensión que curiosidad.
–La mayoría de blanco si mal no recuerdo. ¡Pero ya dejá de preguntar porque voy a empezar a inventar sino! ¿Cómo encontraste a Rusia en tu llegada hijo?
–Impresionante –la pregunta lo había tomado por sorpresa, le llevó unos segundos hilvanar su respuesta –¡pero lo que más me asombra es como preparas el té, y este lujoso samovar que tenés!
Horacio estiró la tarde contándole a Almita las otras tantas cosas que le gustaban de Rusia, recordando con esfuerzo detalles que había leído en obras de Dostoievski, Tolstoi y Troyat, que eran sin dudas su mejor fuente de esa cultura.

***

El verano hacía arder las calles y las frentes goteaban para defenderse de las inclemencias del sol, la de Horacio no estaba exenta, que caminaba hacia la panadería “Las ricuras de Cacho” donde compró cuatro vigilantes y tres de dulce de leche bañadas en chocolate. Tan argentinas que necesitarían la visa para apoyarse sobre los platitos de porcelana que las esperaban –Pensó Horacio mientras llegaba a lo de su madre, riendo de su propio chiste mientras caminaba solo bajo el calor de las 5 de la tarde.
Después del timbre y la cerradura, Horacio acompañó a Carmen hasta la vereda, donde esta le habló de la preocupación e inseguridad que le causaba el voto de silencio al que Almita parecía consagrarse.
–No te preocupes que no es con vos el asunto, yo le tengo que arrancar las palabras y soy el hijo.
–Bueno, yo pensaba que capaz estaba haciendo algo mal. ¿Vos sabés quién es Svetlana? El otro día me llamó por ese nombre para pedirme que mande unas cartas a no sé quién de Rusia. Me había olvidado de contártelo. Tomá, son estas.
–Es quien la ayudaba en su casa de Rusia, la quería mucho, la debe extrañar, pero no te preocupes que estás haciendo bien las cosas. Gracias por las cartas, yo me encargo de mandarlas.
Chau, Carmen, nos vemos.
–Adiós. Ah, espera, otra cosa más, se la ve bastante desganada estos días. Hoy ni preparó el té, no quise hacerlo para no invadirla.
–Está bien, yo me arreglo, al menos las facturas están aseguradas. Horacio entró de nuevo a la casa y encontró a Almita que lo esperaba sentada en la silla, aunque sin toda la parafernalia del té con la que se vestía la mesa la semana anterior.
–¡Hola Mamá! Parece que hoy me toca encargarme de la ceremonia. Para tu alegría traje algo que te va a gustar para acompañar el té.
Apoyó en la repisa de la cocina las facturas y se puso a preparar todo lo concerniente al té, con mucho cuidado de no golpear ninguna pieza. Una vez que todo estaba listo y ambos sentados, Horacio prefirió no perder tiempo hablándole al desierto y arremetió con la llave de ingreso.
–Se cumplió mi peor pesadilla. ¡No tomar un té preparado por vos! ¿soñaste algo últimamente?
–Sí, pero no me gustó. Era de noche y tenía ganas de leer, yo estaba recostada en mi cama y desde ahí veía en la biblioteca un libro que quería agarrar, pero no me podía mover. Me empecé a asustar, llamaba a los gritos a Svetlana, pero nadie aparecía. No sé por qué, a pesar del miedo, seguía porfiada en agarrar ese libro.
–¿Qué libro era?
–Siempre con tus preguntas difíciles. ¡No me acuerdo! Uno que me había prestado Yelizaveta hace mucho. ¿¡Qué importa!? Me hacés desconcentrar y me lo voy a olvidar. Dejame seguir. Entonces, yo llamaba a Svetlana, pero nadie venía, me di cuenta de que estaba sola en la casa. De alguna manera logré sentarme en la cama y la biblioteca empezó a temblar como si hubiera un terremoto, se sacudía tanto que empezaron a caerse los libros. –La creciente angustia que le producía el relato se cortó al probar la factura de dulce de leche y chocolate– ¡Qué rico está esto!
–Jajaja, ¡yo sabía que te iba a gustar! –Horacio disfrutaba al verla comer tan a gusto, la fotografiaba con los ojos, se detenía en los detalles de su cara, en su mandíbula lenta por los años, en los pelos débiles y blanqueados, se volvía nostálgico al ver esa imagen y acordarse de cuando ambos eran mucho más jóvenes.
–Me distraje de nuevo. Estaba por lo de los libros me parece. Bueno, se habían caído todos menos el que me prestó Yelizaveta, me pude parar frente a la biblioteca, pero en medio estaba toda la pila de libros que se habían caído y cuando intenté estirar el brazo para agarrar el que quería, se cayó de golpe, se partió y volaron hojas para todos lados –Se quedó muda, con la mirada perdida.
Horacio esperó un rato, sin saber si ya se había terminado el relato, dudando de cómo sacar a su madre de ese pozo. Notó como había aumentado esa especie de tela blanquecina propia de las cataratas que le habían empezado a cubrir el ojo izquierdo hace poco, cegándola parcialmente.
–¿Y qué pasó después?
–Nada. Me quedé sola, mirando el mueble vacío. Pareció durar una eternidad. –Seguía ella con la mirada sufrida, fija en algún punto de la pared detrás de Horacio.
–Las otras noches, el sueño empezaba directo conmigo parada frente al mueble vacío y toda la noche era igual. ¿Cómo estará Yelizaveta?
–Debe estar contenta, hace poco tiene que haber recibido tu carta, ya llegará la respuesta. –Horacio estaba aliviado ante la posibilidad de salir del sentimiento sombrío y perturbador que había instaurado en el aire aquel sueño.
–Por eso no preparé el té. Cuando me paré frente al estante donde está la tetera sentí el mismo vacío y esa soledad lastimosa. Tenía miedo de estirar el brazo por si se caía la tetera como se cayó el libro.
–¿Pero por qué se caería?
–No sé, todo me parecía tan frágil que preferí no probarlo antes que caer en el desengaño.
Estuvieron callados y pensativos en lo que restaba de la visita, mirándose como dos embalsamados que buscan entender o aceptar algo que los supera.
Al llegar a su casa, Horacio recibió una llamada de su hermano, que hasta hace poco vivía en Rusia y quería saber cómo estaba Almita. Hablaron largo rato sobre ella, recordando historias pasadas y proyectando un futuro no muy lejano.
–Me pregunto si no deberíamos ofrecerle a Svetlana que venga a trabajar acá. Me parece que le está haciendo mal su ausencia. ¿Qué pensás? –preguntó Horacio.
–No creo que se quiera ir de allá. Pero, de todas formas, lo podemos intentar. Cambiando de tema, me enteré hoy de que murió Yelizaveta, la amiga de Mamá. ¿Creés que habría que contarle?
–¿¡Qué!? ¿En serio?
–Sí. ¿Por qué te altera tanto eso?
Horacio le contó sobre el sueño que tuvo Almita, no podían salir de su asombro. Acordaron que no valía la pena hablarle del tema.

***

–¿Cómo fue toda esta semana? –Horacio le preguntó a Carmen antes de entrar a la casa, ambos en la vereda.
–Y… No es tan fácil como me habías dicho, hay que empujarla a hacer todo a Almita. La veo cada vez más desganada.
–Qué cagada.
–La tengo que seguir muy de cerca, la otra noche me pareció que ella se había quedado dormida en el sillón y de un segundo al otro escuché un golpe y la vi tirada en el piso.
–¿Pero está bien? ¿Qué le pasó?
–Sí, tiene un golpe en el brazo nomás. No sé cómo fue porque no me quiso explicar nada a mí.
–Bueno no pasa nada, ahora veo si logro sacarle algunas palabras.
–¿No te enojás por mi descuido? –Carmen se sentía muy afligida y culposa por el golpe de Almita, le sorprendió la ligereza de Horacio al asimilarlo.
–No querida, puede pasar. Si está viva es en gran parte gracias a vos, además del esfuerzo de todos los que la rodeamos. Así como te descuidaste vos me pudo haber pasado a mí, olvídate del asunto.
Ni bien entró Horacio a la casa, notó a su madre muy desmejorada, nerviosa, y a la mesa sin rastros del juego de té. Ella lo increpó de inmediato:
–¿Ya se fue?
–¿Quién, Carmen? Sí. ¿Por qué lo preguntas así?
Almita volvió al silencio, frotando sus manos inquietas entre sí, susurrando bajísimo palabras inaudibles para Horacio. Mientras tanto, este preparaba el té repleto de preocupación e interrogantes por el estado de su madre en esa tarde. Su figura era alarmante a la vista, los pelos desarreglados, una mirada paranoica, movimientos casi espasmódicos en sus manos, parecía recién exiliada de calabozos infernales.
–Tengo un sueño que contarte –le comentó Almita algo turbada.
–A ver, te escucho –Le dijo con tanta inquietud como preocupación.
–En la película se buscaba a un asesino, pero que no era asesino, sino que torturaba a la gente… –frenó interrumpida por Horacio.
–Pero, pará. ¿es un sueño o una película? –Cada vez se confundía más con lo que contaba su madre.
–Mmm, no sé bien. Lo tengo todo muy mezclado. Te voy a contar lo que me acuerdo. –Almita seguía frotándose las manos al hablar, sin probar bocado de las facturas, aunque mechando sorbos de té.
–Dale. –Horacio ya se preparaba para escuchar algún disparate.
–Bueno. En la película se buscaba a un asesino… No, esperá, vuelvo desde el principio. –Intentaba contarlo tan rápido que parecía mezclársele el orden de las cosas– La otra noche ya era tarde y yo estaba en el sillón ese, viendo una película que ya estaba empezada…
–¿Ya te habías tomado la pastilla para dormir? –Horacio recordaba la situación que le contó Carmen e intentaba atar cabos.
–Creo que sí, pero no interrumpas, que me olvido. Bueno, por lo que entendí se buscaba a un criminal, que no mataba a la gente, pero los torturaba hasta llevarlos a la locura, la depresión o a intentar suicidarse. Pero siempre los mantenía con vida. Hasta los salvaba de intentos de suicidio.
–¿Cómo hacía eso?
–Siempre vigilaba a sus víctimas, unas veces llamaba a la policía cuando se daba cuenta que se estaban cortando las venas, siempre después de algo que les había hecho, o hasta él mismo las descolgó de la soga más de una vez. Las víctimas no sabían que había un criminal que les hacía tales cosas.
–Pero entonces… Era malo y bueno a la vez, porque al final los salvaba de morir. ¿o no? –Horacio intentaba comprender a dónde apuntaba esta historia que prometía ser tan larga como enroscada y, a su vez, se sorprendía por encontrar a su madre tan habladora.
–¡No! Porque lo que te quería decir el director de la película es que hay cosas que se pueden apagar antes que la vida, y sin estas, la vida era más cruel que la muerte. A esa conclusión llegaba el detective que investigaba el caso, por eso pretendía que se lo condene a cadena perpetua después de descubrirlo.
–Y… ¿Cómo hacía el criminal para llevar hasta ese punto a sus víctimas, sin que estas ni supieran de su existencia?
–Se ocultaba bien, o se infiltraba dentro del entorno de la víctima, le ponía piedras en el camino, sembraba las semillas de la paranoia. No te mostraba bien cómo hacía, pero no importa eso. En fin, la película era muy atrapante y llegaba el punto en el que se debía descubrir al criminal, había dos posibles candidatos.
–Pero mi sueño era cada vez mayor y temía quedarme dormida antes de ver el final. Entonces, me puse de pie para ver la televisión parada y mantenerme despierta. Ahí fue cuando sentí un empujón que me tumbó al piso. –Cuando llegaba a esta parte del relato, los ojos de Almita estaban redondeados como dos lunas llenas, sus manos se frotaban de un modo que parecía se arrancaría la piel. Por esto Horacio las tomó para tranquilizarla.
–¿Te lastimaste? –Horacio vio el moretón del que Carmen le había contado en el brazo izquierdo de su madre.
–No, no. Y ahí yo sabía que el criminal estaba en mi casa, escuchaba la risa de ese despiadado, voltee la mirada y se me dificultaba verlo entre la oscuridad, pero escuchaba sus carcajadas y lo veía ufanarse de cómo me había empujado. Después me dio a entender con gestos, que él había sido quien sacudió la biblioteca la otra vez, tirando todos mis libros, creo que en ese momento empecé a llorar.
Después, agarró la tetera de porcelana e hizo de cuenta que la arrojaría. Yo me imaginé que perdería nuestra ceremonia del té y empeoró mi llanto –La voz se le volvía quebradiza como las alas secas de una mariposa –Me quería llevar al camino de sus otras víctimas, era el mismo psicópata. Creí que mi corazón iba a reventar, por eso se debe haber detenido el criminal, habrá sospechado que sin eso moriría y el muy perverso no lo iba a permitir. Empezó a caminar a paso firme hacia mí, lentamente, tenía la misma silueta que uno de los personajes de la película.
–Lo siguiente que vi fue la cara de Carmen asiéndome de las axilas para ponerme de pie, devolviéndome al sillón.
Horacio salía cada vez más confundido después de visitar a Almita, eran sueños muy complejos los que le contaba, tenía arrebatos de lucidez increíbles para relatarlos, no así para los demás momentos de su vida. se sentía en una encrucijada, pero sin saber cuál. Sabía que en esa intensidad había algo encriptado, que esos arranques de clarividencia tenían una razón desesperada. Pero algo en su interior le impedía avanzar con sus pensamientos.
Los sueños de Almita eran como el descubrimiento de barcos encallados tras una bajante del río, del río de las espesas aguas neuronales, enturbiadas por los años, contaminadas por residuos de tormentas y con pequeños oasis de pureza revitalizante que podrían ser tan solo espejismos ilusorios de los sedientos caminantes, que seguirán una marcha sempiterna hasta contradecir a sus propios ojos y su propia lengua, bebiendo arena hasta calcinarse al sol.

***

La mañana del sábado encontró a Carmen tostando rodajas de pan, mientras hervía el agua para despertar a Almita con el desayuno preparado como era costumbre. Por lo general el cálido olor del pan volviéndose crocante, viajando en el humo de una taza de té, bastaba para bajar a Almita de las nubes del ensueño que últimamente dormía en el sillón del living para evitar los dolores que le producía el colchón. Quizás esta vez se aferró de más a una de esas nubes, quedando suspendida en un limbo efímero:
–Domingo 5 de abril… –Balbuceó Almita desde los entresueños. –Hoy es sábado 4 Almita. ¿tenés planes para el domingo?
–¿Qué? –respondió Almita medio confundida, incorporándose a la vigilia.
–Te preguntaba si tenías planes para mañana –le insistió Carmen, por si tenía que organizar algo para el día venidero. Almita negó con la cabeza, mientras hacía un ademán con la mano como apartando moscas.
El día siguió corriendo como de costumbre, cada vez más tortuoso y sufrido para la anciana, que lo recorrió principalmente gracias a la expectativa de la visita de Horacio que sería el mismo sábado a la tarde, como acostumbraba.

***

–La verdad es que la veo muy mal Horacio, esta semana ni se levantó del sillón, yo le insistí, pero decía que estaba muy dolorida. Ahora está sentada en la silla para recibirte, pero no sabés lo que me costó llevarla hasta ahí –le respondió Carmen ante la pregunta habitual.
Horacio, compungido, no pudo más que responderle con una mueca tristísima que se le dibujó en la cara.
–Y hoy no está tan grave como los otros días porque sabe que venís. Si no tengo que hacerla comer y tomar a la fuerza, ni hablar sobre ir al baño, en caso de que avise. Hoy se despertó diciendo domingo 5 de abril, y cuando le dije que era sábado respondió como si no sabía de lo que le hablaba, creo que lo hizo dormida igual.
–¿Por qué me contás esto que dijo dormida?
–No sé, me pareció raro como lo dijo. Además, nunca habla dormida. Bueno, me voy que me esperan en casa, que se diviertan.
–Chau, nos vemos a la noche. ¿Hoy volvías a las 9 al final?
–Sí, hoy me toca llevar a mi hijo a la escuelita de futbol y después de cenar vuelvo para acá.
–Perfecto, suerte.
Horacio encontró a Almita con una imagen muy distinta a la de la semana anterior. Si la vez pasada la vio intranquila, luchando contra miedos desconocidos, hoy estaba ya resuelta, abatida pero resuelta. Sus manos ya no se revolvían frenéticas entre sí, sino que reposaban sosegadas sobre la mesa. La notó sin dudas imperturbable, como quien toma una decisión tan irrevocable que vuelve ridículo el pensar en sus resultados una vez asumida. Incluso le descubrió una sonrisa sincera al verlo entrar, algo nostálgica tal vez.
–Hola, mamá.
–Hola, hijo.
–¿Querés que prepare el té? –Horacio estaba todavía incrédulo por recibir respuestas que no fueran sobre sus sueños.
–Lo podemos hacer juntos si querés.
Se encontraron ambas miradas fanáticas de aquella idea. Era ir al parque de diversiones, a la calesita, a pasear en tren o a un recital por primera vez. La ayudó a levantarse de la silla y ella, con un esfuerzo incalculable por moverse y disimular el padecimiento, procuró completar la hazaña. Del tenerla entre brazos para ayudarla a levantarse al abrazo que se dieron, no pasó mucho.
Pusieron el agua a hervir y miraron la pava por un rato. Eran los boletos del circo, coloreados, con arlequines, aros y pelotas impresas. Abrir las puertas del estante donde se guardaba la vajilla de porcelana no era menos que traspasar las lonas rojas de la inmensa carpa del circo ambulante en las afueras de la ciudad. Ella lo llevaba de la mano, el calor de la tetera se confundía con el que emanaba el público expectante, crujían a sus pies pochoclos derramados. Aunque eran dos, desplegaron en la mesa los 7 platillos para las tazas. Claro, eran escenario para trapecistas, forzudos, malabaristas, contorsionistas, hombres bala, titiriteros y payasos. La pava chifló al unísono con las grandes trompetas que anunciaban el inicio del espectáculo. Se miraron sin creer lo que estaba por suceder, hasta que las luces solo iluminaron el escenario. Se habló de recuerdos forzudos, las fantasías incumplidas eran representadas por los títeres de sus lenguas, las cuentas pendientes saldadas como balas de cañón, como contorsionistas se enroscaban las palabras de su desnudo querer, se burlaron por un tiempo de los trapecios del tiempo, que grabando esto en su memoria, serían prueba fácil de sortear. ¡qué salida fantástica aquella! Pasaron así, delirantes, algún tiempo indeterminado entre minutos u horas, vibrantes por estar viviendo algo que sabían irrepetible. Después, Almita empezó a hablarle de su último sueño.
–Anoche tuve el sueño más lindo que recuerde. –Aunque parezca paradójico, Almita volvía los pies a la tierra y a sentir el pesar de su cuerpo.
–Es increíble tu capacidad de soñar, te escucho. –Horacio seguía embriagado por la experiencia que tuvieron con el té.
–Yo estaba encerrada en una jaula hecha de pajaritos que volaban todo a mi alrededor, era como esas colgantes que hay en los jardines, pero no colgaba de nada. Estaba suspendida en el aire y avanzaba con el andar de los pájaros que subían y subían. Estaba recién amaneciendo y desde ahí tenía una vista hermosa del sol saliendo despacio. la luz clarita, todavía fresca, desintegraba el rocío de las superficies. Es un lindo horario para volar.
–¿Y cómo eran esos pajaritos? –Horacio quería que ese sueño fuera eterno, que nunca pare su madre de hablar con los ojos rebosantes de paz, brillantes como perlas nacaradas.
–Los que hacían la cuenta de barrotes eran todos pajaritos chiquitos, como canarios y colibríes, de plumas tan blancas como fino era su piar. Pero estaban tan frágiles y delicados que les faltaba fuerza para volar, se esforzaban por hacerme feliz con sus cantos, pero sonaban a destiempo, alguno que otro desafinaba. Eran lindos, pero podía ver como se desahuciaban con cada aleteo, algunos hasta cedían y se dejaban caer entre cantos apagados.
–¿Y cómo te sentías?
–Yo me desesperaba porque no podía hacer nada, veía derrumbarse de a poco esa parva blanquísima, necesitaba ayuda para que pudieran comer y descansar esos pajaritos, volar a buscar frutos, hacer sus nidos, y dejaran de gastar sus fuerzas teniéndome ahí rodeada.
–¡Pero si se iban te ibas a caer!
–¡No! Me olvidé de contarte que los que hacían de base eran grandes cisnes blancos y pelicanos corpulentos que aleteaban con fuerza suficiente como para hacer tornados, eran los que me hacían subir y subir. También me daban muchas cosquillas con sus plumas en mis pies descalzos.
–¿Cómo descalza, estabas desnuda? –Figurarse a su madre desnuda le sacó el romanticismo a la escena que recreaba en su mente.
–Estaba descalza pero no desnuda, tenía una especie de pijama o camisón largo hasta los tobillos, de seda más liviana que el aire, suave, que flameaba como una bandera blanca y aterciopelada. Volviendo a los pequeños pajaritos que hacían de barrotes, necesitaba ayuda para liberarlos y no encontraba forma de hacerlo por mi cuenta. –Almita se detuvo, acentuando estas últimas palabras con discreción.
–¿Y qué pasó? –No lograba Horacio captar con claridad lo que le intentaba expresar su madre
–Y ahí, como por un milagro, vi desde muy lejos la figura de una persona con una hogaza de pan en postura de alimentar gaviotas. Sentí paz, alivio y una ligereza que nunca había vivido. ¡Eras vos! Los colibríes y los blancos canarios apuraron sus cantos, revoloteaban a mi alrededor más aprisa que nunca, me miraban como pidiendo permiso para ir, para abandonar su rol carcelero.
–¿Qué hiciste ahí?
–Ni bien asentí, volaron como un río palpitante de aves, dibujando en el aire una hermosísima flor de loto, blanca e inmensa en el cielo, en torno a mí. Mi vestido de seda se tornó de un amarillo fuego como el sol y con ese color me tocaba representar el corazón de aquella flor cuyos pétalos cantaban las melodías más extáticas que hayan llegado jamás a un oído. Después se fueron con vos, a comer de la hogaza, yo quedé suspendida por los grandes cisnes y pelícanos. Como en una alfombra de plumas seguí subiendo hasta que su color se entremezclaba con el de las nubes y mi vestido con el del sol –Terminó su relato, emocionada y las lágrimas de Horacio le resultaron contagiosas.
–Es muy fuerte lo que soñás. –Mientras hablaba, se le vino a la mente la fecha que Carmen le escuchó balbucear semidormida.
–Cada sueño es un pregonero… –A Almita le faltó la voz para seguir hablando–… fugitivo de la conciencia –completó
Horacio. Esa frase que tantas veces le había escuchado decir en su tierna infancia, hoy tomaba un sentido tan sólido como lastimoso.
Se vieron interrumpidos por el timbre, al parecer ya se habían hecho las 9 de la noche, Horacio salió a recibir a Carmen.
–Hola Carmen… ¿Por qué no te tomás el fin de semana y pasas el lunes por mi casa para arreglar el pago? Me voy a quedar a dormir acá hoy.
–Bueno, ¿pero por qué todo el fin de…? –Dejó de preguntar cuando Horacio le indicó con un gesto dolido que era mejor no ahondar en el tema. Se retiró comprensiva.
Volvió a entrar en la casa y le preguntó a la madre si ya quería cenar.
–Hoy no tengo hambre, preferiría tomar un té –le respondió Almita sentada en el sillón– ¿Lo podés preparar vos?
–Sí, ya te lo llevo.
–¿Vos sabés donde guarda Carmen mis pastillas para dormir?
–Sí, sí –afirmó Horacio en un tono confuso.
–Hijo, ¿Le podés poner azúcar o algo al té?
–¿Desde cuándo te gusta ponerle azúcar al té?

Almita usó al silencio como respuesta y cerró los ojos para no verle la cara en ese momento crucial. Él preparó dos tazas: la suya, té y agua, a secas. La de su madre como ella la pidió, con algo… aunque sus manos se resistían a ello.
Hablaron un poco, hasta que Almita dejó de responder, hundida en profundo sueño. Él la contempló, sentado a su lado hasta que sus párpados se lo impidieron y usó su hombro de almohada.
Al despertar, se sintió solo, no estaba seguro de haber despertado, aunque la luz fresca del amanecer lo desmentía secando el rocío a medida que el sol todo lo templaba. Sí, Almita tenía razón, –pensó– es un buen horario. Una pesada lágrima regó la frente de su madre mientras la besaba. Después, salió a la calle sin tostar pan ni calentar agua, no hacía falta.
Ya en la vereda, escuchó a los pájaros recibir el día a los gritos. Una parva blanca lo sobrevoló y él llego a tiempo para verla en formación de flecha. A pesar de eso, imaginó una flor de loto única, de un perfume que desde ese instante llevaría en los bolsillos del alma.

 

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Sobre el escritor: Gastón Couriel (1996) Buenos Aires.
Administrador de empresas, psiconauta, emprendedor, escultor y boxeador amateur. Una rara fusión que le otorga un toque impredecible como escritor.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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