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Cuentos terror

 

La Monja

por Selva Almada

Aquí nunca se duerme del todo, así de un tirón como le dicen. Cuando vivía en su casa Román dormía siempre a pata suelta. Apenas apoyaba la cabeza sobre la almohada, con la primera pestañeada se quedaba seco. Antes de que su madre pasara a darle un beso y a apagar la luz. A veces no llegaba a pronunciar completa ni la primera frase de la Oración al Ángel de la Guarda. Y no se despertaba sino cuando el sol estaba bien arriba y su madre terminaba poniéndose seria y dejándolo con la cama pelada. Le gustaba dormir porque soñaba mucho. No como dijeron después, que dormía tanto por la enfermedad. Si ahora sigue enfermo, más enfermo, le parece, por más que los doctores y todos digan que cada día falta menos para que vuelva a casa. Le gustaba dormir porque le gustaba soñar, se divertía tanto: tenía amigos, aventuras, mascotas, podía volar, andar bajo el agua, viajar al espacio.

La Monja Blanca

En cambio, desde que está en el hospital, duerme con un solo ojo. Y no es que le pase a él solamente: ninguno de los niños duerme como bendito. Siempre hay toses, quejidos, alguien llora. En la sala no hay sueños, solo pesadillas. No ha vuelto a soñar lindo desde que está en esta cama, la 26. Ahora él es el chico de la 26. Todos se llaman por el número de la cama y no por sus nombres; incluso los que son demasiado pequeños para saber los números.

Hace algún tiempo que Román ve a la Monja Blanca. No sabe bien por qué, pero no le gusta esa señora. Aparecerse así, en el medio de la noche, cubierta de trapos blancos de la cabeza a los pies, esos pies tan silenciosos que parece que volara. La primera vez que la vio pensó que era un fantasma y todavía un poco duda.

Le contó a su madre sobre ella. La mamá le dijo que no se preocupara, que si es blanca es una monja buena. Dice que todo lo que es blanco es bueno. Pero Román no está de acuerdo: en esta sala todo es blanco: las paredes, las sábanas, las mantas, los pijamas, la ropa de las enfermeras y de los doctores… todo blanco, como si estuviesen adentro de una nube. Y no es bueno estar aquí. ¿Cómo puede ser bueno un sitio donde los niños en vez de estar jugando, andando en bicicleta, aun peleando o yendo a la escuela, están débiles, pálidos, con tubos que entran y salen de sus cuerpos, tomando a cada rato remedios asquerosos?

La Monja Blanca se mueve entre las camas. Román la ve, en la penumbra, revisando los sachets de suero, las sondas, a veces acomoda las mantas o toma la mano de un niño y la retiene entre las suyas. Le da miedo que se acerque a su cama.

Es que, como duerme poco, Román se entretiene atando cabos. Así se dio cuenta de que cada vez que la Monja Blanca se presenta en la sala, al día siguiente, hay una camita vacía. Y por más que, cuando se les pregunta, las enfermeras digan que el chiquito de la 10, de la 45, de la 28 por fin se ha marchado a su casa, Román no está tan seguro.

Aunque todos, incluso él, lo que más desean es salir de allí, le parece raro que los que se van lo hagan de la noche a la mañana y sin despedirse.

 

La monja Blanca - Selva Almada

 

Selva Almada

 

 

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Selva Almada, autora de las novelas, El viento que arrasa,  Chicas muertas, Ladrilleros.

 

 

 

 

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