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Realismos

Lucía

por Alberto Mario Pomato

 

Levanté la mirada y me encontré con una muchacha de sonrisa atrevida, ojazos avispados, cabello color canela y figura menuda pero tentadora. Vestía un traje sastre negro entallado que le daba porte de ejecutiva. Hacía un rato que estaba de pie, a pasos de mi oficina, y de vez en cuando me miraba con disimulo, en actitud de estar esperándome. De reojo busqué la hora en la computadora mientras escuchaba la voz del otro lado del teléfono. Era una de las candidatas; había sido puntual. La observé otra vez y en ese momento me hice a la idea que había encontrado a la persona adecuada.
Sobre el escritorio, entre los papeles, estaba a la vista el currículum. Lucía Portella. <<Lindo nombre Lucía, de mujer joven, con modos suaves, apellido italiano, como yo>>, pensé. Treinta y dos años. Además, era de Libra. Me suelo llevar bien con las de Libra. Contadora Pública, con una maestría en negocios en una universidad del exterior, tres años de experiencia en un banco internacional. Los antecedentes y la presencia despertaron en mí, interés por entrevistarla.  << Por favor, ¡qué termine esta maldita conferencia telefónica de una buena vez!>> Mientras tanto seguía con el auricular pegado a la oreja.
Lucía – pensé en ella por su nombre de pila – sería un mojón de frescura en mi equipo de trabajo, un grupo de profesionales experimentados. Estábamos convencidos que éramos de primer nivel. ¡Pero si nos habíamos transformado en unos viejos infelices y aburridos!
Carlitos Casares, el director de Recursos Humanos, un muchacho divertido, aunque un poco confianzudo, arrogante y fanfarrón, ya me lo había anticipado.
—¡Norberto querido!, ¿qué esperas para hacer cambios en tu sector? La edad promedio es de cuarenta y ocho años mientras en la empresa es de treinta y siete. Es para que lo pienses. Te espero en la oficina cuando quieras y charlamos.
Me lo dijo con la sonrisa falsa de siempre, la que tenía pintada en la cara como máscara de fiesta de disfraces desde que ingresó en la empresa. Ese día comprendí dos cosas. La primera, que quizás en esa sonrisa estaba la explicación de por qué había trepado tan alto en poco tiempo. La segunda, que con ese gesto me anunciaría algún día el despido.
Tenía razón, había que hacer cambios… Estaba cansado, desmotivado y por sobre todas las cosas, desprestigiado frente a mis empleados y mis pares. En poco cumpliría cincuenta y cinco años, más de diez a cargo del área de Presupuesto y Control de Gestión y más de veinticinco trabajando en lo mismo. ¡Basta de proyecciones de resultados, de análisis de gastos, de variaciones contra presupuesto, de proyectos de inversión, de presupuestos de caja, de informes para el Señor Porto - el director general - y demás directores! Pensamientos y reclamos obsesivos, que me hacía desde tiempo atrás.
A nadie le interesaba nuestro trabajo. La Dirección de Presupuesto y Control de Gestión era un mal necesario. Nos consideraban bichos de escritorio, con vocación por los informes repletos de números, indicadores, ratios y variaciones presupuestarias minuciosamente explicadas; papeles y más papeles. Quimeras que no tenían nada que ver con la realidad, o con la que los directores anhelaban. A la primera cifra que no les venía bien, tiraban los papeles   por el aire, se quejaban de nuestra   supuesta e infundada inoperancia   y no se discutía más.
 ¡Y ni hablar del maldito presupuesto anual!  Cada vez se me hacía más cuesta arriba. Correr tras los directores para que entreguen la información en tiempo, luchar para que la preparen a conciencia o que no escondan resultados a su conveniencia. Escupían los primeros números que se les venían a la cabeza con tal de sacarnos de encima. Después de decodificarlos y analizarlos, porque se la rebuscaban para confundirnos. Recién entonces los consolidábamos para sacar conclusiones. ¿El resultado de ese primer ejercicio?, un mamarracho. Entonces, a pelearse otra vez hasta que lográbamos armar algo presentable al Señor Porto. Luego, el tercer “round”, le pedía la reunión a Liliana, la secretaria del director general, notable experta en poner obstáculos para acceder a él. El lunes tiene un día complicadísimo, el martes, la agenda completa, el miércoles viaja a Nueva York. “No, no… va a tener que ser la semana siguiente”, “¡Por favor, Liliana, a fin de mes tengo que entregar el presupuesto! ¡avisale a Porto!”, más que un pedido era un ruego, como si tuviera autoridad sobre mí. <<La tiene, Norbertito, siempre ocurre lo mismo con las secretarias del jefe>>, intentaba contener mi bronca, <<a ver si me descontrolo y me pone en el freezer>>. Un “dejá que le consulto” era lo que al final conseguía. Al rato me llamaba. Ya tenía día y hora para la reunión. Nunca se respetaba. La suspendía, al menos dos o tres veces, hasta que finalmente me atendía. Bueno… es una forma de decir. Entre llamadas telefónicas e interrupciones de la secretaria y directores, la reunión con el señor Porto era caótica. En el fondo, me atendía con fastidio, porque no tenía otra opción, había que cumplir con los requerimientos y los plazos de la casa matriz. Le dedicaba no más de unos pocos minutos a mis benditos informes preparados con tanto esfuerzo. Tiempo suficiente para que pusiera el grito en el cielo y me increpara porque no entendía nada de los papeles que le había colocado delante de él. Lo cierto es que no ponía el más mínimo esfuerzo para entenderlos. Creo que me había tomado el tiempo. Yo, en cambio, hacía lo imposible para calmarme y responder en forma clara y fluida, pero era en vano. Gotas de sudor brotaban en mi frente y en la espalda. Finalmente le explicaba de la mejor manera posible el sacrificio que había hecho para que los directores me atendieran, me suministraran la información, para que subieran los ingresos y bajaran los gastos. Se lo decía con voz entrecortada, acongojado, casi como una confesión de asesinato. Como si al Señor Porto le interesara. Al final, resignado y vencido, le reconocía que los números que le traía no eran los deseables, pero eran lo mejor que había conseguido.  Entonces el Señor Porto me miraba fijo, comprendía que estaba abatido…reflexionaba… y al rato gritaba “Liliana, comuníqueme con Gómez” (el Director Comercial). “Gómez, hay que subir diez millones los ingresos del año que viene… ¿no podés?, ¿te parece mucho?… subí doce millones y más vale que llegues al objetivo porque si no te echo”. Colgaba el tubo y respiraba hondo. “Liliana, comuníqueme con Sapapietra” (el Director de Producción con quien el Señor Porto tenía una vieja amistad). “Cacho, estoy viendo el presupuesto para el año que viene y tengo un problema de costos. Hay que bajarlos quince millones. Quiero que me presentes alternativas, implementemos esas acciones de eficiencia industrial de las que me hablaste… encontrale la vuelta, dale viejo, ponete las pilas”. Y así con el Director de Planta, el de Control de Calidad, el Director de Producto. Al final se tiraba cómodamente en el sillón y me miraba satisfecho, al mismo tiempo que le nacía en la boca una mueca burlona y tiraba los papeles para que quedaran a mi alcance.
—Ahí tenés, Norberto, ya te hice el laburo, te solucioné todos los problemas. ¿Viste que fácil se arma un presupuesto?  Con estos ajustes, los números te van a dar perfecto. Vas a llegar a los cien millones. Vení a verme con la versión final.
Así era el Señor Porto. Y si le dedicaba algunos minutos al presupuesto era porque le convenía. Porque si no lo cumplía, la casa matriz le bajaba la gratificación anual, lo único que le interesaba. Eso sí, el tipo era rápido con las matemáticas. Con cinco llamados telefónicos había llevado el resultado a cien millones. Yo no sabía cómo, porque no podía seguirlo. Pero estaba seguro que al procesar todos los ajustes, que me repetía de corrido para no equivocarme, llegaría a cien millones. La cuestión es que así era mi vida. Agotado. Lo hablaba todas las semanas con el siquiatra.
¡Por fin se acabó la conferencia telefónica! Colgué el teléfono. Me levanté del sillón y estiré el cuerpo. Entonces, mientras fingía indiferencia, le hice una seña con la mano a la señorita Portella para que entrara a la oficina y tomara asiento.
Tengo que reconocer que me apabulló. Caminó con una seguridad tan natural como humillante. Cruzó las piernas con frescura y me miró directo a los ojos.
—Vengo por la entrevista de trabajo – me dijo, por si todavía me quedaba alguna duda.
Que era desenvuelta y de carácter, estaba a la vista. Adopté una actitud defensiva, me sentía acorralado y deseaba salir airoso de la situación. Clavé los ojos en el currículum que tomé en mis manos y simulé que lo leía a conciencia. Era lo mejor que podía hacer hasta calmarme. Francamente, me sentía humillado por mi torpeza que contrastaba con su espontaneidad y por mi… vejez. Así es, Lucía me había hecho sentir por primera vez en la vida un viejo. En seguida farfullé algo que no recuerdo y por fortuna fue suficiente para que ella tomara la iniciativa. Era muy cerebral. Hablaba pausadamente y con mucha convicción. Pensaba cada palabra antes de decirla. Conversamos sobre el banco internacional donde había trabajado, la universidad americana en la que había estudiado, la empresa comercializadora de productos de consumo masivo donde había hecho una pasantía.  Me dijo que después de tanto tiempo afuera del país, había comenzado a extrañar a la familia, a los amigos y había decidido volver. Pensaba acceder con sus antecedentes, a un buen trabajo en poco tiempo.  Tenía razón, el currículum era muy bueno… No dudé en contratarla. Acordamos la remuneración y empezó a la semana.
Lucía cumplió por demás con las expectativas. Los resultados de su gestión estuvieron a la vista al poco tiempo. De entrada, le asigné la función de control de gastos sectoriales. Era un buen trabajo para empezar. Debía manejar con criterio las relaciones interpersonales. Todos los directores me reclamaban lo mismo. No entendían los informes. O hacían que no los entendían cuando estaban excedidos en los gastos. Decían que el presupuesto estaba mal hecho, no era el que ellos habían aprobado.
Desde el primer día se comprometió con el trabajo. Llegaba temprano por la mañana, encendía la computadora y leía el correo electrónico mientras tomaba un café. Después recogía el cuaderno y se iba a reuniones programadas en otros pisos. En su afán de progresar, no escatimó recursos. Digo esto porque Lucía no abandonó el traje sastre oscuro y entallado como vestimenta de cabecera, pero ahora las polleras eran más cortas, y a los directores se les iban los ojos. Tampoco perdió la costumbre de cruzar las piernas con naturalidad delante de cualquiera y sin medir las consecuencias. No se ruborizaba cuando encontraba a algún compañero in fraganti mirándole las piernas. Por el contrario, esbozaba un gesto burlón que avergonzaba al circunstancial mirón. Imaginé esas extensas reuniones a puertas cerradas con los directores y me convencí de que había solucionado definitivamente los conflictos por el tema gastos. Las consecuencias estuvieron a la vista al poco tiempo. Los directores me felicitaban reiteradamente por el drástico cambio en el desenvolvimiento del sector y ponderaban a Lucía. “Es muy profesional”, “Es muy clara y concisa al explicar los informes”, “Va directo al grano, enuncia los problemas y recomienda soluciones, me ha impresionado muy bien”, pero al final todos los elogios eran para mí, por haberla elegido entre otras postulantes, y eso levantó mi autoestima.

El señor Porto, que era un observador incisivo, percibió en seguida que algo extraño ocurría en la compañía. Tenía dificultades para encontrar a los directores cuando los necesitaba. Siempre estaban ocupados en reuniones de análisis de resultados, de gastos, de evaluación de proyectos o de presupuesto. “Pero, ¿Qué está sucediendo aquí? ¡Ahora todos se preocupan por el control de gestión! “, solía gritar furioso desde la oficina.
Al poco tiempo Lucía se había ganado la simpatía del resto de mis empleados. Reconocían la capacidad de trabajo y de aprendizaje. Además, eran todos hombres, de manera que su fresca juventud y las piernas hicieron el resto. A los seis meses le delegué más responsabilidades. Me lo demandaba ella y me lo recomendaba Carlitos Casares.
—¡Norberto, querido!, ¿Cuándo vas a promoverla? ¿cuándo le vas a subir el sueldo? Mira que se te va a ir…
A la sonrisa falsa ahora le había sumado gestos libidinosos cada vez que Lucía pasaba frente a él. Carlitos era uno de los directores en los que había operado un creciente interés por el control de gestión. Este tipo de comentarios, viniendo de él, me ponían los nervios de punta. Lo hablaba recurrentemente con mi siquiatra porque me angustiaban. Es que día a día, Lucía me solucionaba más problemas y yo deseaba fervientemente tener cada vez menos.
Había recuperado mi prestigio, y estaba en mi mejor momento, cuando se convocó a una reunión de directorio para que presentara el informe trimestral de control de gestión. Era la primera vez que se trataba en ese ámbito. Liliana me lo notificó:
—Norberto, el señor Porto me ha pedido expresamente que participe la señorita Portella, ¿vos le avisás?
Trabajé en el informe con mucho entusiasmo y con la colaboración de Lucía que ya conocía los números de la compañía como la palma de la mano. Me sentía en la gloría. Los directores venían a mi oficina para hacer consultas o con cualquier pretexto. En todas las compañías hay lo que se dice “el director estrella”. De esos “cuyas acciones están en alza”. Un año es uno, otro año es otro. Ahora me había tocado a mí. Todos sabían de las frecuentes felicitaciones que recibía. Tan creído estaba que no reparé en el pedido del Señor Porto. Me pareció natural que invitara a Lucía. Pensaba que enriquecería mi disertación y potenciaría aún más mi posición de director dentro de la compañía.
La presentación fue un éxito rotundo. Estaba preparado para las habituales preguntas del señor Porto y también contaba con Lucía que haría valer todas sus cualidades: el profundo conocimiento de los temas, un carácter seguro y aplomado para sobrellevar el bautismo de fuego en esto de enfrentar al directorio de la compañía, el hábil manejo de las relaciones interpersonales que ya había dado sus buenos frutos con los ejecutivos sentados a la mesa, y el audaz empleo de las virtudes femeninas para atraer la atención del auditorio.
Desde el primer momento, al señor Porto se lo veía con la cabeza en otra cosa, o, mejor dicho, en la nueva invitada, la única mujer en la sala. Lucía estaba espléndida. Había logrado una perfecta combinación entre el estilo natural y espontáneo propio de ella y un semblante excelso de ojos marrones cautivantes, cabello suave como terciopelo, piel morena que supo contemplar el sol primaveral del fin de semana, un traje de color natural, de pollera por encima de las rodillas y blusa blanca de seda escotada. Como si alguien le hubiera anticipado que en ella todo estaba permitido. El Señor Porto, ubicado en la cabecera, como de costumbre, no le sacaba los ojos de encima. A Lucía no le hacía mella. Parecía que tenía todo controlado y que nada la intimidaba; la circunstancia de ser la única mujer, la suntuosidad del salón con la boiserie de madera centenaria, los cuadros de reconocidos pintores argentinos, los techos altos, las arañas de cristal de Murano, las alfombras persas y los dos jarrones de porcelana china sobre el hogar del fondo. Es más, se lo veía al señor Porto y a los directores más acobardados que a la flamante ejecutiva, que parecía dominarlo todo mansamente, con su sola presencia.
Hacía calor, algo pasaba con el aire acondicionado. El Señor Porto le solicitó a Liliana que averiguara. De repente, Lucía se quitó el saco, cruzó las piernas como sabía hacerlo y comenzó a darse aire con un par de hojas de papel que usó de abanico mientras hacía gestos de sentirse ahogada. La blusa sin mangas, sobre la piel bronceada, descollaba su figura, la delicadeza de los pechos redondos y el cuello exquisito, engalanado con un collar de piedras blancas artificiales que en ella se hacían preciosas. El Señor Porto traspiraba y se secaba la frente con un pañuelo. Nunca sabré si era por el calor del ambiente o por Lucía. Sin proponérselo, ella había logrado lo que ninguno antes en la empresa; transformar al director general en una persona de trato respetuoso y sereno.
Con una seña casi imperceptible, me autorizó a comenzar la presentación. Hice una introducción general sobre el desempeño económico y financiero de la empresa para luego referirme a los ingresos, gastos y a las variaciones presupuestarias. El Señor Porto inició la ronda de preguntas, después de contestar dos o tres, le cedí a Lucía la oportunidad de exhibir todas sus cualidades profesionales. Contestó una pregunta, y después vino otra y otra y así todas, vinieran del Señor Porto o de los directores. Lo hacía con gran solvencia. Todos quedaron profundamente impresionados y complacidos. Lucía había ratificado ante el directorio las óptimas cualidades personales y las extraordinarias condiciones profesionales, lo que le auguraría una carrera exitosa. Yo rebosaba de satisfacción. Ningún director escatimó en elogios hacia mí por la calidad del trabajo, aunque fue  ingenuo de mi parte al confiar en las alabanzas eran honestas y dirigidas a mí. Al poco tiempo llegó la designación de Lucía Portella como nueva Directora de Presupuesto y Control de Gestión.

 

 

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Este cuento forma parte de su libro: "El escritor y sus mujeres".

 

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Alberto Mario Pomato tiene 61 años, es argentino, Contador Público y trabajó más de cuarenta años en diversas empresas del sector privado y en el sector público. Comenzó a escribir a mediana edad. Dice ser escritor por casualidad o por accidente y lo que inició como actividad placentera en los ratos libres se transformó en una saludable adicción y ahora, su tarea principal en la que pone toda la energía Ha escrito tres novelas y seis libros de cuentos.

 

 

 

 

 

 

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