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Realismos

 

La muerte de un hijo

por Ricardo E. Ballesteros

Era el lunes de un invierno benigno. Esa mañana volvía a casa manejando la “chata”, regalo de Adrián por un precio irrisorio simulando la venta. Circulaba por la Av. Costanera observando el mar tranquilo y el cielo despejado como augurio de alegría. Eso era lo circunstancial, algo a lo que estaba acostumbrado y por lo cual no llamaba mi atención. En aquel momento no supe que en ese lugar cambiaría mi vida. Fue allí donde recibí la llamada trágica de Gabriel, mi otro hijo, hermano mellizo de Adrián. Al atender el celular me dijo, con voz entrecortada por la emoción:

 - Papá, el flaco se fue.

En ese momento desaparecieron el cielo,  el mar y el día soleado. Por un instante quedé suspendido en el más allá, algo se había cortado en mi relación con la vida. Haciendo un esfuerzo como para tragar pregunté:

- ¿Dónde estás?

- Llegando a tu casa, viajé apurado para amortiguar con mi presencia la noticia infausta -respondió- . Me acompañan Ricardo y Fede-. Dos de mis nietos. 

Mientras lo escuchaba pisé a fondo el acelerador para llegar antes que ellos y preparar a mi esposa para semejante dolor. Pensé que un abrazo podría protegerla del anuncio desgarrador.         

Viajamos a Buenos Aires casi sin motivo. Adrián ya no estaba y sólo pude dar unas palmaditas sobre el cajón que albergaba los despojos que había dejado y derramar lágrimas avergonzadas ante quienes con su abrazo me recomendaban ¡Fuerza! Al día siguiente llegó Gerardo, el hermano menor radicado en Escocia. A tiempo para tomar una manija del cajón, rumbo al cementerio.

Los meses pasaron y evoco cuantas veces les dije a quienes sufrieron pérdidas de seres queridos: “Este dolor, con el tiempo, se transformará en un dulce recuerdo” . ¡Qué va!

La muerte de un hijo

El recuerdo siempre es amargo, tal vez por el egoísmo. Uno quisiera seguir compartiendo charlas y experiencias terrenas. Ahora debo resignarme al monólogo con que le hablo, de día y de noche, a la espera de alguna señal que  indique que me escucha. Su final era previsible y él intentó de muchas maneras hacerme entender lo que sucedería. Me contó que un médico amigo le dijo:

- Si yo estuviera en tu lugar, no dejaría que el cáncer me hiciera sufrir. Con una inyección todo acabaría.

- ¡Ese no es un amigo!  –dije- con los avances actuales de la ciencia el cáncer también se cura-. Yo lo creía…

No alcanzó con la cirugía, los rayos y la quimioterapia. En nuestra diaria comunicación telefónica me advertía de su dolor y otros síntomas que lo mantenían postrado. Me dijo:

- No sé si seré culpable de esta enfermedad, de lo que estoy seguro es que hay que tomarla con aceptación. Para mí lo más importante es que te cuides vos, te necesito entero, como estás hoy, para afrontar los momentos difíciles con los que nos prueba la vida-.

Me lo estaba anticipando, con envidiable valentía y entereza.

Y llegó la primavera como metáfora de vida sin que a nosotros, sus padres,  nos sirviera de nada.  La casa sigue sombría, aunque en sus ventanales a veces brille el sol.

El artilugio de lo cotidiano lo espiamos, sin interés, desde el televisor, regalo de nuestros hijos al cumplir las “Bodas de Oro”. Habrá elecciones presidenciales y recordé que, como Adrián estaba imposibilitado para concurrir a los comicios, yo me ofrecí para votar en su nombre. Le pedí que me indicara el candidato de su preferencia, me respondió: –Ya veremos

No llegó a ese momento y me liberó de hacerlo por quién mienta mejor. (Guardo un concepto fatalista respecto de la democracia, desde aquella primera elección donde la mayoría votó por Barrabás y crucificó a Cristo, Nuestro Señor).

Hoy me siento como víctima de un naufragio; sigo nadando por instinto de supervivencia, o quizá porque debo esperar el momento que Dios tenga escrito para mí en Su bitácora universal.

 

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Ricardo E. Ballesteros, entre sus libros: A son de mar.

 

 

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