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Realismos

 

El país de Oprilandia

por Osvaldo Vena

La multitud se iba juntando en silencio alrededor del palco construído sobre una colina llena de flores. Esperaban expectantes la lectura de la nueva constitución del país de Oprilandia. Pronto llegaría al palco la nueva presidenta del país. Modesta, una niña de doce años elegida por mayoría popular para ejercer tan digno cargo. Una banda de músicos con vestidos multicolores animaba la fiesta con alegres melodías y alguna que otra pareja comedida bailaba en medio de la calle. Un chico pecoso y rubio remontaba un barrilete con los colores de su equipo de fútbol preferido y otro, negrito y gordinflón, se atragantaba con pochoclo que era distribuído sin cargo alguno por un italiano alto y flaco con bigotes que parecían un manubrio de bicicleta. Una mujer de unos cincuenta años lucía en su cabeza un pañuelo blanco, recuerdo de otras épocas, no tan buenas, con el nombre de una hija que un día se fue de la casa para asistir a una clase en la facultad y no regresó jamás. Un hombre de mediana edad, sentado en una silla de ruedas, se sacudía el polvo de su chaqueta militar, decorada con medallas ganadas en el intento absurdo de reconquistar unas islas que supieron ser importantes para el país de Oprilandia pero que ahora se habían convertido en un sitio ecológico en donde solo habitaban lobos marinos y unos cuantos pingüinos desorientados. Una adolescente de jeans gastados y con una remera con el retrato de un revolucionario de barba y boina, fumaba un pucho de marihuana, la cual había sido recientemente legalizada, contribuyendo así a una disminución considerable de asaltos y robos, y dejando las celdas de la comisarías tan vacías que ahora eran utilizadas como aulas escolares.  Un perro callejero orinaba despreocupadamente contra la pared de un callejón lleno de yuyos que dejaba un aroma de menta e hinojos en el aire. Un gato barcino maullaba quejosamente y se recostaba mimoso sobre la pierna de una mujer sentada en una silla plegable bebiendo parsimoniosamente con una pajita de plástico de una botella de Loca Cola, bebida foránea cuyo nombre había sido cambiado para reflejar el espíritu del nuevo gobierno. La música de la banda llenaba el aire. La gente, alegre y esperanzada, se abrazaba en medio de sonrisas y deseos de felicidad. De pronto se hizo un profundo silencio. La presidenta había arribado al palco oficial y se disponía a hablar.
—Queridos habitantes de Oprilandia, —comenzó diciendo, —ha llegado este día tan anhelado por todos nosotros, el día de nuestra total liberación, el día en que finalmente tomamos las riendas de nuestro destino como país. Este día será inscripto con letras doradas en los anales de Oprilandia, será estudiado por futuras generaciones como el momento en que se rompieron las cadenas de la opresión que nos diera nuestro nombre, “Oprilandia”. Desde hoy ya no nos llamaremos más Oprilandia sino que nuestro nombre será de ahora en más, “Liberandia.” Desde mañana todas las embajadas en el mundo, todos los mapas, los libros, las enciclopedias, las estampillas, los periódicos, y las páginas de internet cambiarán el nombre de nuestro país como testimonio de esta nueva realidad que hemos sabido concebir y construir. Agradecidos estamos a los mártires de la revolución, aquellos y aquellas que lucharon valientemente para expulsar de nuestra tierra hasta el último vestigio del poderoso país del norte que marcara nuestra existencia los últimos cien años. Estos mártires quedarán inscriptos para siempre en nuestra memoria y para que no nos olvidemos de ellos he decretado el día de hoy, octubre 29, como feriado oficial en su honor.
Modesta hizo una pausa, y se oyó un silencio que duró dos largos minutos, interrumpidos solamente por una gritería infernal que brotaba del pecho de todos los allí reunidos. Miles de globos multicolores, palomas mensajeras y fuegos artificiales se disputaban el espacio aéreo dándole al cielo una apariencia cinematográfica. La gente enloquecida se abrazaba y bailaba al compás de la banda de música.
—Mañana, — continuó la presidenta, — comenzaremos a reestructurar nuestro país. Los cambios serán enormes y les pido a todos paciencia hasta que nos acostumbremos a la nueva realidad. No habrán más cárceles ni cuarteles, que de ahora en más, servirán de escuelas, hospitales y asilos para ancianos. Las armas de guerra, los misiles que tanto nos costaron y que nunca se usaron, serán destruidos o devueltos a sus dueños originales para que ellos los utilicen y carguen después con la culpa. Se detendrá la producción masiva de rifles y municiones y será decretado ilegal poseer un arma de fuego, hasta una simple escopeta de caza, la cual también será prohibida, porque de ahora en más los habitantes de Liberandia serán vegetarianos. No se verterá la sangre de ningún animal, desde una gallina hasta una vaca, los cuales podrán disfrutar de una larga vida sin el temor a ser asesinados para que una supuesta raza superior pueda subsistir a su costa. Se ofrecerán cursos de humanidad y pacifismo para contrarrestar siglos de violencia y animosidad. Los cursos serán gratuitos y se espera que todos los habitantes se beneficien de los mismos. Los maestros serán los niños de Liberandia. Se distribuirá la comida en forma proporcional a la cantidad de miembros de cada familia de manera que nadie tendrá de más o de menos. Se instaurará un día cada semana en el que todos los vecinos de un determinado barrio comerán juntos en un gran banquete popular en donde la carne de todo tipo estará ausente. Se cerrarán todos los zoológicos y los animales salvajes serán devueltos a sus hábitats naturales. Se construirán casas accesibles al presupuesto de cada familia y se substituirán los automòviles por bicicletas, tranvías y trenes eléctricos…
El discurso continuó por media hora más. La gente la escuchaba con admiración y orgullo. Muchos ojos estaban llenos de lágrimas. El sol del atardecer teñía el cielo de un rojo vivo. Desde un edificio contiguo abandonado, un individuo de mediana edad terminó de armar su fusil automático, escupió la goma de mascar y apuntó cuidadosamente al corazón de Modesta…

 

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Osvaldo D. Vena

Con un doctorado en teología de ISEDET (Instituto Superior de Estudios Teológicos) en Buenos Aires, y un pos doctorado en la Universidad de Edimburgo, Escocia, ha enseñado Biblia en el Seminario Metodista de Garrett, asociado con la Universidad de North Western, en Evanston, E.E.U.U., por los últimos 25 años.
Ha escrito varios libros en inglés y castellano en el área de los estudios bíblicos, así como también numerosos artículos. Su primera novela, Roya, fue publicada en 2019.
Argentino. Reside en EEUU.

 

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