Barriendo el Silencio
Cuentos. 1ª y 2ª Edición
Obra de Tapa: Malvina D´Angelo
Historias que se abren para mostrar el paisaje interior.
Tiempos que se agitan dentro del cubilete indefinible de los sentimientos, esperando su momento para ser y dejar de ser.
El silencio se suelta entre barriletes, en el vuelo de las aves, entre manos que abren, que cierran. Ahonda en los ojos que piden, aman, rechazan, sufren, gozan. Se asoma y escapa de las bocas cuando las ideas pierden color, o tienen llaves que las guardan
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El ascenso
Atardece y en la montaña se van despertando luces. Mariela sube por el camino trazado por muchos pies, diferentes, sin peso, sin alma a veces.
Es la hora del regreso, del cansancio y de los cuerpos apagados, pero no para ella que piensa irse pronto, lejos, llevándose a su abuela.
Va siguiendo el caracol del camino, no hay viento pero sus caderas ondean y sus labios tararean frescura. Va siguiendo una esperanza.
Por fin llega a la casa, una vivienda de una sola habitación. Una pero amplia y clara, llena de ventanas con dinteles curvos y rejas vestidas con el color de las flores, (malvones que planta Doña Julia). La música de los pobres ricos y el olor penetrante del guiso de locro la reciben, la envuelven.
"Abuela", casi grita, un poco agitada, y empuja con suavidad la puerta que apenas se sostiene con sus bisagras vencidas.
La mesa tendida, casi expectante. Los dos tazones y las cucharas guardan silencio. El pan desde una canasta de mimbre insinúa un asombro mudo. El guiso humea callado desde los bordes de la olla apretada por la tapa.
"Abuela…", repite la joven. Doña Julia, sin embargo no hace movimiento alguno. Los brazos apoyados sobre la mesa, la cabeza sobre ellos reposando el último cansancio.
Extraño en esta mujer que nunca está quieta, que corre a la vida con un juego limpio, que orgullosa murmura; "sangre vasca la de mis venas", que anda escoba en mano de aquí para allá; que desliza alguna canción de las de su tierra y cierra los ojos para desandar paisajes de otros tiempos.
"Abuela…", casi exige despacio Mariela, mientras deja la bolsa en la que trae provisiones, revistas, y hasta jabones perfumados que el patrón insiste en darle.
Le responde la música, el guiso que bulle…
Mariela mira hacia afuera, hacia la montaña ya entre sombras y no se entera o no quiere.
Y comienza a hablar:
"Ese Fermín, es un pesado, desde que se murió la mujer me mira de forma rara. Ni que se le ocurra. La patrona sí que era buena, Doña Franca, ¡qué mujer! Pero ése, mejor que se busque alguien de su edad. En el pueblo más de una, bien que lo aceptaría, así nomás, sin amor…Sí, por tener un marido, una casa, pero yo, ni loca, qué se enfríe la cabeza bañándose en el río".
Baja los ojos y se calla. Un escalofrío como un torrente muerto, la envuelve de golpe.
Se saca los zapatos y sus pies se agitan, se ensanchan. Ella dobla los dedos, los curva como puentes. No mira a su abuela. No se rinde. Otra vez suelta la charla:
"La casa del patrón es grande. Hay que andar al trote para tenerla impecable. ¡Y cómo!, que se lo pregunten a mis pies, pobrecitos… Quién sabe…", dice y deja escapar otros ojos por la ventana y los trae de nuevo y sigue:
"La taba a veces se da vuelta y en una de esas, salta un empleo en alguna pensión del pueblo o en la peluquería. Hasta que podamos irnos abuela, porque vamos a irnos.
¿Qué donde?, al llano, a otro pueblo. Es por él, abuela. Sí, por don Fermín. No me gusta como me mira, parece que va a dejarme seca", sin embargo a Micaela la voz se le va apagando.
Doña Julia sigue quieta, sentada en el sillón de mimbre en el que le gusta dormitar la modorra después del almuerzo. Mariela no quiere entender, se acerca y la abraza.
"Se nos enfría el locro abu", dice mientras su piel aprende que la otra está deshabitada. Y como si nada estuviese pasando continúa, "si no tenés ganas de servir lo hago yo". Destapa la olla y la cara se le inunda de aroma y de calor. Lo necesita para las lágrimas que no suelta, para los gritos que no deja escapar. Lo necesita ahora cuando gira (tazones humeantes en mano) y con la mirada mojada de dolor y rabia dice:
"No te preocupes abu, podés irte tranquila, mañana le voy a decir que sí al patrón. La casa es linda y él quien sabe a lo mejor…"
La habitación cobra la vida que no está y da la respuesta a lo que no debe ser. Todo comienza a girar. La repisa con los muñecos de peluche, el armario sin puertas por el que se escapa la adolescencia de Mariela. Las camitas apenas separadas por una sola mesa de luz, el reloj a cuerda preparado para el toque de las seis de la mañana, el aparato de música sobre el aparador espejado, el piso de ladrillo rojo de dolor, de tanto que lo limpia Doña Julia tempranito cuando se queda sola. Mariela de rodillas junto a su abuela, apoya la cabeza en el regazo aún tibio y dice:
"Abu, no me esperaste para darme un beso".
Quedan Las flores, y la estampa del santo que reza desde la cómoda, sin palabras, porque hay cosas en la vida que no se explican, aunque la música y el cielo nos cubran a todos. Mientras, las luces encendidas en las casitas desperdigan por el cerro flores brillantes. Como los malvones que sabía plantar de gajito doña Julia...
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