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   El Fogón
 

El Fogón
Ilustración - M. Eugenia Martínez

Por Horacio Aranda

El inframundo

Julio caminaba por la avenida Corrientes, recorriendo librerías. Eran los primeros días de enero y el sol, sin piedad, calcinaba a los audaces.
El alquitrán de la calle parecía una jalea viscosa y oscura que atrapaba el calzado de quienes se arriesgaban.
Julio, imprudentemente, cruzó a mitad de cuadra y al llegar al medio de la avenida, advirtió que sus pies se hundían en un tembladeral.
A su lado, una tapa de hierro aparecía como una tabla de salvación; medio metro lo separaban, pero la trampa que lo sujetaba limitaba sus movimientos.
Los colectivos se le acercaban amenazadoramente, tratando de escarmentar al imprudente, sin suponer que estaba clavado al piso. Algunos pasajeros sacaban los brazos dándole cachetazos, otros lo golpeaban con el diario o con lo que tuvieran a mano. No faltó alguno que además de insultarlo lo escupía. Un taxista lo atropelló y detuvo su automóvil a un par de metros de la víctima. Al ver que el daño era mínimo y que él podía correr idéntica suerte, le gritó desde la ventanilla y continuó viaje. Julio clamaba por ayuda, mientras sus libros se desarmaban a lo ancho de la avenida. Desesperado atinó a descalzarse y saltar sobre la tapa metálica. Poco duró en esta posición, la tapa comenzó a desplazarse y un mundo desconocido se abrió a sus pies. Ese fue su ingreso a las entrañas de Buenos Aires.
Durante varios días nadie lo vio.
A las dos o tres semanas nos encontramos en un bar, y antes que yo preguntara, comenzó su relato:
-Probablemente no creerás mi historia, dijo Julio- Cuando la tapa se corrió, ingresé a un mundo semejante al nuestro. No voy a hablar de universos paralelos; el nombre más adecuado sería el de universos especulares. Y continuó:
- Debajo de la avenida Corrientes, copiando su recorrido, se extiende otra avenida de las mismas dimensiones por la cual circulan vehículos eléctricos que se trasladan de un lugar a otro de la ciudad. El ruido no existe, la contaminación tampoco. Los elementos arrojados desaprensivamente a cloacas y bocas de tormenta son seleccionados, reprocesados y transformados en elementos de utilidad. La gente de abajo, aprovecha las inundaciones para devolver a los de arriba sus desperdicios y el agua en lugar de perjudicarlos, es previamente tratada en modernos equipos de ósmosis inversa, llenando luego las inmensas cisternas. Como fuente de energía utilizan la irradiada por edificios y pavimento. Perforaciones múltiples diseminadas por toda la ciudad, permiten el paso de la luz que mediante prismas y espejos se multiplica, llegando a los lugares más recónditos. La violencia es desconocida y sólo trabaja un reducido porcentaje de la población que generosamente reparte el fruto de su actividad entre amigos y vecinos.
Lo escuchaba embobado y evitaba distraerlo, la conversación era muy amena y convincente.
A lo lejos una ambulancia aturdía la vecindad con su monótono ulular. Cuando llegó a nuestro lado clavó los frenos y dos enormes enfermeros descendieron con un chaleco en sus manos. No pregunté nada, no fuera que quisieran llevarme a mí también.

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Por Graciela Busto

Dar de nuevo

El hombre es callado, tal vez reservado. Todo comienzo en la partida es un combate eterno.
La mala suerte por las noches persigue. Pierde en su juego y las copas de alcohol seducen. Sigue el juego pero ésta vez va por más y juega lo ajeno.
La noche lo espera bajo las sombras de un inexistente porvenir.
Sus manos en el bolsillo vacío como su alma y el futuro incierto. Sólo una habitación, pero qué hacer debe huir de ahí.
Toma el auto y la velocidad aumenta dando vuelcos en la ruta desierta y alejada de todo un pueblo que duerme.
Por la mañana lo llaman y al despertar es otra su visión. No reconoce y en el campo un nuevo mundo comienza.
Pide asilo a la persona que lo encuentra y se convierte en simple peón. No sabe de esas faenas, no recuerda si las había realizado antes. Es inteligente para los negocios, se destaca. Se convierte en un capataz eficiente y lúcido. Tal vez haya dirigido en su vida anterior.
Nadie lo ha buscado hasta el momento. Seguro no tiene familia. Escucha la radio pueblerina, nada se habla al respecto. Entonces se abandona a su nueva suerte. Hace amistades.
Es conocido por su habilidad en los negocios. Respetable en su labor llega a conducir la estancia del anciano que lo contrató.
Pero las casualidades existen. Un día va hacia la pulpería del pueblo y juega al truco con maestría. Todos se juntan a verlo jugar. Gana y pierde en forma sucesiva mientras pinceladas de otra vida lo visitan.
Va uniendo todo pasado con presente. Una voz de alarma lo alerta. Recuerda todo o casi todo y con gran valor dice -Es la primera vez que juego. Es suerte de principiante.
Arroja el manojo de cartas sobre la mesa ante la sorpresa de todos los que elogiaban.
Se marcha si dar explicaciones. Piensa que no volverá a tentar más a la suerte que lo había dejado en la ruina. Ahora debe aprovechar su nueva oportunidad.
Al regresar a la estanca las sombras de la noche lo cobijan y espera un nuevo día para volver a comenzar con nuevas ilusiones. El pasado ha regresando para dar de nuevo en el juego de la vida.

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Por Rodrigo Moral

La respuesta del silencio

Estaba condenado, escaleras arriba, a ser un perdedor. A través de la ventana la vio salir del edificio con la ligereza de una pluma. Eran exactamente las 9, casi media hora antes de lo habitual. El calor había sido generoso y la obligó a vestirse con una blusa que se disolvía con el aire. A medida que se alejaba, David fue corriendo el cortinado hasta que la perdió de vista. Tocaron la puerta. Cerró las cortinas y se arrastró con rapidez hasta la cama. Su madre traía el pequeño plato con las pastillas. El temblor de su mano hacía que se tambalearan de un extremo al otro.
-Buen día -dijo y amagó con besarlo en la frente, pero él la rechazó.
David se incorporó y, con esfuerzo, se puso dos almohadas más detrás de la espalda. Su abdomen había crecido y desbordaba sobre el elástico del pantalón. Otras partes de su cuerpo se habían vuelto escuálidas y casi inútiles. Se cubrió con la sábana y se dedicó a tomar las pastillas.
Sonó el timbre y su madre bajó a abrir. Minutos después, precedidas por el rechinar de los escalones, regresó junto a la nueva enfermera.
-Ella es Lucía. Va a reemplazar a Marta hasta que vuelva de las vacaciones.
David reconoció la blusa.
Su madre se retiró y Lucía, con cautela, entró al cuarto. Se sentó al borde de la cama, abrió la loción y se echó un poco en las manos. Empezaron a sonar los violines de alguna pieza clásica que su madre solía escuchar. Con lentitud David se subió la remera y descubrió su espalda. Ella apoyó sus manos suavemente y comenzó a frotarla. Después de diez minutos, le aplicó la inyección y se marchó. No cruzaron ni una palabra y esa fue la pauta que siguió su relación durante las mañanas siguientes.
Diez días después Marta ya había telefoneado para retomar. Lucía subió las escaleras. Esa iba a ser la última mañana. Golpeó y ante la respuesta del silencio, entró.
Le frotó la loción, repasó sus cicatrices, donde el asfalto y el metal se habían hundido, y se acercó peligrosamente a la franja cercana al abdomen. Solo sus respiraciones se escuchaban sobre la habitual música de fondo, quizás ésta vez más fuerte. Lucía empapó un trozo de algodón en alcohol. Se lo pasó por el costado de la nalga en círculos. En seguida tomó la jeringa, la clavó con delicadeza y fue descargando el líquido dentro de la carne. La adrenalina amplificaba todo. Luego lo masajeó. El peso de su cuerpo permaneció a su lado, esperando. Él se dio vuelta con dificultad y no ocultó su única fortaleza entre las sábanas. Le tomó la cara y se la acercó a la suya con brutalidad de principiante. Solo por un instante ella pareció resistirse. El la besó. Ella le devolvió el beso. Sus dientes chocaron. Ella lo destapó, y de inmediato; la explosión. Luego se marchó.
El cuerpo de David quedó temblando como un pez fuera del agua, pero pronto se recuperó y se arrastró hacia la puerta. Ahora que era un hombre quería decirle algo, tal vez disculparse, o que era hermosa o que la amaba o agradecerle. Abrió la puerta y al pie de las escaleras vio a su madre pagándole, y en sus expresiones quebradas adivinó el verdadero motivo. Lucía guardó los billetes y cerró la puerta tras de sí.
David se arrastró hacia la ventana y esperó verla entrar al edificio. Golpeó sus hojas de madera hasta que se abrieron y cuando Lucía estuvo a punto de desaparecer él se arrojó para pedirle disculpas.

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Por Marta Rosa Mutti

Comprensible

En invierno, en cuanto llegaba o al despertarse apagaba las estufas, hace calor, decía.
En verano el aire acondicionado. Molesta el ruido, aseguraba, doy fe que es súper silencioso.
El aparato de TV., mudo y ciego todo el día. Se me ocurría encenderlo y la queja, no hay nada para ver, siempre los mismo. Salvo que estuviera su programa favorito, un policial, ya sabés, asesinatos seriales. Es compresible, es obductor, todo el día metido en la morgue. Ni un ruidito.
-¿Y a vos no te molestaba?
- Me enternecía pensar que su trabajo era un tanto difícil, y bueno…excepto un detalle.
Cuando la emprendió con la radio, me sobrepasó. Yo soy muy musical, la mañana puedo pasarla, pero la tarde me mata. Necesito despedir al sol con canciones, si no me deprimo. Es una costumbre que heredé de mi mamá.
¿Y?
Fue fácil, rapidito y sin un chistido lo apagué, aprendí de él.

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Por María del Carmen Cárdenas

Decepción

Tampoco se escuchaba sonido alguno. Pensaba que debían darle una buena razón para irse. Ya no creía que estaba en su poder y sólo en ella la decisión. Tenía derecho, al menos por una vez, a que alguien se acordara que estaba y que merecía, quizás, sólo quizás, ser rescatada sin rogarlo.
Después de todo, tantas veces había puesto escucha, cuerpo y alma por tanto llanto ajeno que bien podía plantearse el lujo de ser contemplada en la memoria de alguno.
Al final ya era de noche. El cielo mostraba colores calmos, tan calmos como sus ojos pegados a la oscuridad helada y densa.
Sus labios se entreabrían en algo que pretendía ser un bostezo. Estaba cansada de esperar y ya no esperaba nada. Intentaba alzar sus brazos a lo mejor en un postrer intento de clamor, pero sus brazos no daban respuesta. Tampoco sus piernas le permitían largarse a dar una vuelta por las calles que sabía vacías. Así que se mantuvo quieta.
Por uno de los caminos, entre tumbas picaneadas por el paso del tiempo y flores marchitas de sed, un enterrador apuraba el paso.
Lo corría el temor de ver que una parcela de tierra revuelta demandara su demora en apenas un vistazo. No fuera a ser que tuviera que trabajar más allá del horario y su cena se enfriara.
Empezaban a caer algunas gotas. Él no lo sabía pero era la soledad la que lloraba.

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Por Christean Cabrejos

Viaje matinal

Primera estación

Aquella estación se situaba en un predio grande. Un espacio amplio, de arquitectura colosal con detalles barrocos. Cubículos de chapa resguardaban diarios, periódicos, libros y revistas de toda índole. Algunas, reunidas en el lateral del puesto, al ras del piso, llamaban mi atención y mi vergonzoso mirar de refilón. En apuros nunca se ve el detalle. Falto de práctica en el arte de esquivar gente, que se desplaza rápido padecía aquel baile espejado hacia un lateral y el otro, frente a otro despistado como yo. Alguno sorteaba, y así, podía seguir mi curso.
Los molinetes, que dejaban o no, pasar a la siguiente etapa. Estirando al frente mi delgado brazo, exhibía el recortecito de papel, que me habilitaba a viajar hacia el destino.
Vagones antiguos, eran los que llevaban hasta la estación número 14. Coches maltratados, sucios, rotos, con faltante de vidrios en ventanas mostraban un movedizo paisaje lateral. Por fortuna era un diciembre cálido, el aire que los ausentes dejaban entrar era agradable. El infortunio se debía a la misma falta de cristales que servían para afinar las punterías de piedratiradores sub quince, que se apostaban entre un riacho y unas casitas de madera, chapa y cartón, a la vera izquierda del viaje.
Pasando el sector de tiro, se levantaban las persianas de chapa que minutos antes habían bajado. Por la puerta se presentaban los vendedores. Desenvolvían sus artilugios y dialéctica simplista, con el fin de convencer. Otros menos avezados, repetían incansables su guión, casi sin mirar al pasaje, con tono de perdón o por favor. El grupete más audaz de estos corredores de vagón, habían logrado una voz de bocina de decibeles altísimos, cercano al límite de lo sobrenatural. Siempre espectador, yo nunca compraba nada.

Segunda estación

El tren casi se vaciaba en la estación en la que bajaba; esto daba la pauta de su importancia. El lugar no era tan inhóspito como otros, ni tan hostil como los que venían después.
Frente a la estación, y en diagonal a la plaza principal, se situaba la pequeña oficina en la que se hacía la entrega de volantes. Por el lapso de siete horas debía repartirlos al sol. De doce a dos, hacía un parate, que lo pasaba en un banco de la plaza bajo la sombra de un árbol. Me contrataron para que los repartiera a toda persona exceptuando a los niños. Al terminar la cantidad retirada, volvía a la oficina por una nueva, que repartiría, sin vistas de vértigo o novedad de ningún tipo.
Otros adolescentes, niños, niñas, duraban media jornada laboral, un día o dos. Al parecer, se iban para no volver, sin haber cobrado lo que les correspondía. Yo no sabía el porqué de las deserciones. Ahora lo sé. No tenían formas ni medios para solventar el día, salían en procura del Pan. De no obtenerlo, lo buscarían en otro lugar.
Mi nuevo amigo del trabajo, que ya había superado una semana al igual que yo, repartía en la vereda de enfrente. Era persistente, y me motivaba a continuar. Nos dijeron que cobraríamos cada viernes, y ya habían pasado dos sin novedad. El hombre de traje, de barriga extrema, y de pocos cabellos desprolijos, nos decía “es que no hay venta”; “tienen que repartir mejor los volantes”. Una y otra vez lograba persuadirnos.
Este era mi primer empleo, y ya sin padre en casa, me invadía una inexistente adultez. Repartía económicas carnadas, de sabor a “Mi primer hogar”, pero en los volantes no se detallaban las transgresiones de contrato, las fallas constructivas, ni las infinitas cuotas que algún pez pobre debería pagar. Por mi parte, siempre espectador, pensaba empezar las clases tras el impás estival.

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Por Víctor del Duca

Resplandor

Cegado por la indómita furia de sus mortales criaturas (Quelorio y Cieno) nuestro pequeño gran héroe accedió a profetizar la extinción del hombre. Ya sin más apelativo que el de Dios supremo nuestro pequeño gran héroe al que habremos de llamar Herédico, decidió acabar con ese impotente simbolismo monoteísta. No era Odín, tampoco Zeus, ni Júpiter, ni Alá, mucho menos Rá u Oxalá, ni qué decir de Siddharta, Zarathustra o Confucio; no señores, Herédico era apenas un virtuoso anacoreta, un verdadero filántropo, un sueño inmortal soñado por ninguno.
Seres fabulosos extirparon, por siglos, la tierra de sus dominios engendrando lascivos y andrajosos demonios de aptitudes netamente corrosivas. Un eterno resplandor de semen juzgaría el exordio de las masas. Una suerte de Ragnarök vendría a reemplazar los despojos de un Babel autárquicamente repetitivo. Tanto Cieno como Quelorio gozaban cada uno, en su tribu, del lúdico incesto sólo para ejercer una precaria y casi efímera dominación, con respecto al otro. La esterilidad era el resultado de una finita contienda sexual.
Herédico ríe y su risa atraviesa como Atila el universo de su pronta soledad ¡era todo tan fácil! Cieno protege el enfado de su alegría, asimila los horrores que Quelorio juzga proteicos. Viven distanciados, congestionados por la burla tenaz del joven Herédico que envejece para no morir. Sustentado por el empacho de su regocijo nuestro pequeño gran héroe dilata la sórdida concepción del cosmos.

La sola idea de un planeta despoblado gravitando a la deriva en un sin fin de realidades era de temer, pero eso poco y nada importó a las masas que hastiadas del crepúsculo mental decidieron dar rienda suelta a su lujuria. Las vallas de contención fueron suprimidas por una horda esotérica de vanidades. Asqueados por el involuntario incesto de las tribus, los hombres optaron por el amor, crearon un solo reino y allí el gentilicio de Quelorio supo consumir del gentilicio de Cieno. Los nacimientos menguaron. La felicidad se limitó sólo al pasado. Mientras que las risas evocaron añoranzas. Herédico supo destruir lo que tan neciamente había construido. Agotado, apocado, lograba ver desde su atalaya al viejo Quelorio y al viejo Cieno sepultados por el tríptico sincretismo de la razón, esa que supo resumir en el hedor de su conciencia la imposibilidad de superarse al menos un trecho en su ajena, pero hilarante, transmutación humana.

Llegaría el fin y la vejez se esfumaría en un reloj de arena. Las fronteras se irían mimetizando. Los colores, los aromas, lo áspero, el olfato y el ensordecedor grito de libertad morirían junto al blanco inicial de la supuesta ignición. Pues el diluvio sediento de origen celestial ya no sería más el muelle de la exánime limosna.

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el fogón

 

Por Viviana Espinosa

Cielo y mar

Un viento suave agita las cortinas con un intenso perfume a jazmines. Él todavía duerme como un bebé. Tal vez se asuste si le habla o le susurra al oído. Ahora se acerca a su cama, se sienta a su lado con delicadeza de pétalo. Él intuye su presencia y entre dormido dice:-¡estoy bien!-y le regala una sonrisa que no ve y le habla muy bajito:- Encontrémonos en el mar, como antes, como cuando queríamos soñar y encontrarnos en ese sueño. “Te espero en la orilla del mar”.
Ella y él caminaban en la arena descalzos, juntando caracoles se vieron en la soledad de la playa desierta. Ella acercó su mano y la condujo a su rostro, le dio un beso amoroso y caminaron entre los rosados y azules del cielo. Le habló de un hombre al que buscaba, a quien amaba, que se fue de sus manos como agua fría, él la miraba con mirada de hombre niño. Con los pies en el mar se abrazaron, escribieron sus nombres en un médano, compartieron el silencio, los latidos de un corazón. Caminaron, el vestido de ella se llenó de olas, él tomó su mano y le dijo que la ayudaría. Ella lo miró con ternura, como años pasados en un abrazo frío lo quiso acunar.
Él duerme como bebé. Ahora ella se acerca a su cama y con delicadeza de pétalo le da un beso en la frente. Un viento suave agita las cortinas con un intenso perfume cortinas con un intenso perfume a jazmines y desparrama granitos de arena, sobre la alfombra, alrededor de la cama.

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Por Jaime Cabrera

Noche de paz

Un vacío interminable me envuelve: nada existe, excepto yo. Estoy sola... Soy única... Soy casi nada... Soy todo.
Pero... ¿qué sucede? Mi unicidad se fisura: algo se muestra capaz de aparecer, allá, tan lejos como sea posible imaginar. ¿Otra criatura como yo, quizá?
Tal como me sucede a mí, debe ignorar cuál es su camino, si es que existe alguno. Situación que no parece tener mayor importancia, pues insiste en su cometido con un entusiasmo fuera de toda comprensión.
En algún momento, mucho tiempo después (o poco, en realidad no lo sé), la casualidad (u otra razón, tampoco sé eso), la va acercando hacia mí. Repentinamente nota mi presencia: su tránsito se altera y me toma en cuenta, aunque una prevención elemental la mantiene a distancia. Una curiosidad indoblegable le exige estudiarme desde todos los lados posibles; su excitación se me contagia: yo también modifico mi comportamiento. Apenas podemos notarnos, pero sabemos que estamos allí, que no somos iguales... y que una atracción ilimitada nos ha unido a perpetuidad. Nuestro matrimonio se ha concretado: un amor sobrenatural nos teje en una misma tela. Mi vida entera cambia a partir de este momento. Nuestros destinos individuales se han convertido en uno común. La nada, la visitante y mi soledad ahora se transformaron en algo que ni es ella ni soy yo. Y que ha dejado de ser nada.
Nuestro mundo se mantiene completo en sí. Hasta que aparecen otros individuos similares y, poco a poco, nuestro vacío se convierte en multitud. Algunos se emparejaron como hemos hecho nosotras, pero otros se absorben entre parejas ya formadas o entre parejas y sujetos sueltos, formando nuevas congregaciones cuyos comportamientos se apartan de lo conocido. La diversidad se establece.
En un lejano futuro quizá alguien nos estudie y llegue a la conclusión de que nosotros, los primeros átomos, fuimos la base de un enorme universo.

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Por María Leone

Intenciones ocultas

¿Por qué tanta exaltación, es un proyecto?

Todos nerviosos. La oficina técnica es un hervidero. El más grande, escudándose en su edad, se puso en papel de líder. Da órdenes sin parar. Ingenuos, con sus diplomas recién estrenados, compiten en ver quien resuelve más rápido los problemas. Los teléfonos centellean de tanto uso. Preguntan precios, plazos de entregas. No hay sitio en Internet que quede sin investigar. El ordenanza, para no ser menos, de a litros sirve café y por docenas las medialunas se lucen en las bandejas. Todos aportan sabiduría y dudas, experiencias y novedad. Detrás de un panel vidriado, el jefe de laboratorio, se frota las manos, avizora pronta resolución. Disfruta de los chispazos de tanta genialidad. Sonríe y se pregunta ¿pondrían tantos bríos si supieran que este proyecto es para armar la máquina de matar ilusiones?

Viudas

Deberían estar de negro, llorando sin cesar. Están de rojo y bailando ¿quién las puede culpar?

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Por Luis Elorriaga

Sin regreso

Al llegar a la esquina la sombra creció en tamaño. El susto cedió al misterio que no terminaba de entender. La nariz helada por el frío no le permitía oler a su alrededor y dudaba que lo que sucedía no fuera un sueño.
Aconteció que aparecieron unos jóvenes dicharacheros a mitad de la cuadra y de pronto comenzaron a gritar y salieron corriendo despavoridos en diferentes direcciones.
Qué había sucedido para esa reacción. Él, quieto, miraba a su alrededor, y observaba que había luz más allá de tres metros a la redonda, mientras se mantenía encapsulado en la oscuridad de dicho círculo. Caminaba y se movía y el círculo de penumbras lo seguía y mantenía dentro. No atinaba a hablar, ni siquiera el miedo inicial lo movilizaba.
Atrapado en esa incógnita caminó sin pausa, despacio y apesadumbrado. Siguió en igual situación muchas cuadras más adelante, sin encontrar a nadie. La luz seguía estando más allá. Recorría ese barrio desconocido. Intentaba recordar pero nada le hacía reconocer los lugares que iban apareciendo a su alrededor.
Una lluvia de recuerdos afloró al instante. Trataba de ordenarlos pero una mezcla surgía con claridad y confundía lo actual con lo sucedido hace muchos años. No entendía porque no podía poner orden en su cofre interior. No era la primera vez que le sucedía pero nunca le había prestado atención como ahora. La dinámica de la vida diaria impide, muchas veces, restablecer los vínculos que nos conectan con nuestro pasado, reciente o remoto, que al fin y al cabo es una vía que desemboca en el presente. Sólo lo relacionado con los sentimientos se mostraba con claridad y en especial el amor que había sufrido y también disfrutado. Cómo olvidar aquellos momentos sublimes que significaron una felicidad tan inmensa como inabarcable, apreciada en el gozo enorme que sentía el cuerpo, la mente y el espíritu que nos acompañan siempre. También había recuerdos que lastimaron y mucho, dejando heridas que sumaron sombras y disgustos que amargaron muchos momentos vividos. Otro eco que refulgía era el de la amistad. Qué gratos momentos pasados con aquellos con quienes logramos empatía y compartimos nuestros sueños.
Un fuerte dolor de cabeza le impidió seguir escudriñando sus recuerdos y por momentos sentía cansancio y agotamiento. Caminó, caminó, caminó…

Los médicos hablaron con la familia para confirmar que las graves heridas sufridas en el accidente, tras el vuelco del coche en que viajaba, no permitían formular un pronóstico optimista.

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El Fogón

Por Martín Gardella

El juego de la escalera

Las instrucciones del juego parecen claras. El competidor es colocado en la terraza de un enorme edificio, frente a la puerta de acceso a las escaleras. Apenas el juez lo ordene, comenzará su carrera descendente. En cada planta le espera una sorpresa, un sacrificio, una alegría o una decepción. A lo largo del camino, podrá encontrarse, entre otras cosas, con un ambiente lleno de insectos y serpientes venenosas, un difícil acertijo que resolver, un salvaje animal famélico, un monstruo asesino, una mujer ninfómana o una trampa mortal. Por cada obstáculo superado, se hará acreedor a una importante suma de dinero, que le será abonada cuando alcance la salida.
Cada uno de sus movimientos será capturado por alguna de las múltiples cámaras de televisión que se encuentran distribuidas a lo largo del edificio. El participante lleva consigo una mochila que contiene: un cuchillo, un revólver con seis balas, una calculadora, un diccionario, un destornillador, un rollo de cinta autoadhesiva, una botella de alcohol fino, una caja de preservativos, un moderno cortaplumas de múltiples usos, una soga y algunas latas de comida en conserva, por si su estadía en el edificio se prolonga más de lo esperado.
El conductor del programa le desea suerte y lo invita a cruzar la pequeña puerta de hierro, que será soldada por fuera. Ya pueden escucharse los alaridos, gruñidos, sirenas y otros ruidos extraños, provenientes de los niveles inferiores. El concursante se detiene antes de bajar la primera escalera y saluda sonriente frente a una de las cámaras. Pero su rostro se transformará repentinamente, cuando mire con atención hacia abajo y descubra que, al igual que los infructuosos participantes anteriores, él también ha sido víctima de un aterrador engaño. No existe una planta baja ni una meta que pueda alcanzar para poner fin al juego. Los pisos inferiores se repiten continuamente, hasta el infinito.

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Por María Mantovan

A las raíces hay que cuidarlas de cerca

Era otoño, las hojas cubrían las calles y veredas, los colores amarillos y rojizos despertaban mis sentidos. La fresca mañana, compañera de un aromático café nos encontró en la cocina frente a las tostadas. El timbre anunció su llegada.
Sentí una vibración recorriéndome. No sabía que decir. Me paré más erguida, puse mi mejor sonrisa, acomodé mi cabello, improvisé mentalmente un discurso.
-Puntual como todas las mañanas, sólo que hoy es diferente, está ansioso por conocerte me dijo temprano cuando hablamos por teléfono- agregó la tía.
Escuchaba los pasos cada vez más cerca, los dos pisos por escalera me dieron tiempo. Miré a mamá sonriéndome.
-Seguro que está igual que siempre, tan elegante y seguro de si mismo- le comentó a la tía.
El día anterior ya había sido sacudida por las emociones de recién llegada. Aún faltaban.
Golpeó la puerta, no entró como de costumbre, tuve que abrir. Allí estaba, alto, canoso y resuelto. Un ramo de flores que necesitaba de sus dos manos se añadió a:
-Conozcamos a esta prima argentina. Venecia y este servidor te dan la bienvenida -replicó.
Rápidamente una llave abrió la caja de anécdotas familiares que nos unían. Todo parecía cumplir con el destino y fugarme a otras tierras. La despedida llena de nomeolvides fue sencillamente:
-Tranquila, nos volveremos a ver. A las raíces hay que cuidarlas de cerca.

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Por Carmen Florentin

Junglas

Me acuesto y sus ruidos me desvelan, pero es un desvelo de asombro como pequeños grillos se escuchan de tan lejos, monos desvelados que siguen jugando y gritando en sus lianas, la lluvia y el viento hacen de las suyas con las hojas de las palmeras y muy en lo hondo de la selva ruidos de tambores ancestrales que se niegan a callar.
Me acuesto y sus ruidos me desvelan, pero es un desvelo de miedo a lo que vendrá, corridas de picadas mortales, gritos de mujeres asustadas pidiendo ayuda, botellas que se rompen cortan la carne, tiros perdidos y luego gemidos, ambulancias que tardan y dan impotencia, la policía que llega y siguen los gritos. De la dos junglas la más salvaje y peligrosa es esta nueva, hecha de cemento, ignorancia y desprecio por la vida.

Frida y Yo

AMBIENTACIÓN: Habitación con detalles mexicanos. Una silla o sillón.

ILUMINACIÓN: Centrada sobre las protagonistas.

ESCENA: Carmen sentada en una silla en posición pensante se acerca Frida.

PROTAGONISTAS: FRIDA - CARMEN.

FRIDA: -¿Niña qué te duele?

CARMEN: -Me duele el amor Frida.

FRIDA: -El amor no duele, el amor calma.

CARMEN: - Me duelen los ojos de tenerlos abiertos esperando a que él algún día llegue, no duermo pensando que cuando llegue me encuentre dormida.

FRIDA: - Si es el verdadero amor él te despertará.

CARMEN: - Me duelen los labios resecos de no tener besos sobre ellos.

FRIDA: - Besa las manos de los pobres y se te humedecerán.

CARMEN: - Me duelen las horas a solas habladas.

FRIDA: - Háblales a los que están solos hasta que él llegue.

CARMEN: - ¿Sabes qué Frida?

FRIDA: - ¿Qué mi niña?

CARMEN: - Tu amor de amiga verdadera hace que todo duela menos.

FRIDA: - Verte esperar al amor, sana mis heridas sin esperanzas.

CARMEN: - Verte pintar cuadros con tus heridas, hace que espere a mi amor entretenida.

FRIDA: - Adiós Carmen.

CARMEN: - Hasta pronto Frida.

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Por Beatriz Fernández Vila

Tulpa

Cuando escribió la palabra “fin” se dio cuenta de que su personaje aún respiraba...
Álvaro Barnagán

Lo vio de nuevo allí, como la madrugada anterior. Sentado en el sillón; dueño absoluto del espacio. Cuando lo enfrentó, su presencia era tan inevitable que lo aceptó con resignación.
Lo miró, ya sin desprecio. Lo había encontrado en la penumbra de la sala, inmutable, como en los últimos días. “Vine por lo que sabés”, le dijo, y él le dio la espalda mientras se metía en la cocina para calentar el café “Es todo lo que hay”, respondió cuando se alejaba.
Lo escuchó moverse, luego caminar. Hacía un tiempo que aceptaba las reglas que el otro imponía. Trató de ignorarlo como hacía habitualmente, pero su presencia se tornó más incómoda. Sintió su respiración pastosa, pesada; un leve ronquido que surgía de su impaciencia. Trató de olvidarlo metiéndose de lleno en la nota que debía entregar, pero el teclear incesante de la máquina todavía repicaba en su cabeza.
Al atardecer cuando se levantó para atender el teléfono vio sólo una sombra que cruzó fugaz frente a sus ojos. “Es este departamento lleno de vitrales”, le había dicho Magda alguna vez cuando comenzó todo. “O puros delirios querido, con un escritor nunca se sabe”. Ella lograba desestabilizarlo a veces, pero le gustaba su compañía. Por la noche vino a despedirse, porque a la mañana siguiente viajaba al sur. Hubiese estado bueno pasar la noche juntos, pero sólo cenaron a la luz de unas velas como les gustaba. Entre todas las virtudes de Magda también estaban las de sus manos en la cocina, que él disfrutaba con verdadero deleite, aunque no esa noche. Cuando se despidieron en la puerta del taxi, ella le dio un beso tierno y le dijo que no se olvidara de leer lo que había dejado en la mesa de luz.
Despreocupada como siempre, distraída tal vez, no muy oportuna para abordar una charla, lo intentó. El deseaba no hablar de eso, sólo pasar un momento tranquilo. Pero durante la cena, ella le contó la conversación con su jefe, (un verdadero apasionado en esos temas). De una tal Alexandra Neel, no lo recordaba bien, y de unos viajes al Tíbet., y esas cosas que Magda explicaba con tanto énfasis elevando sus brazos flexibles y largos, llevándose el bocado al costado de la mejilla izquierda y provocando ese gesto gracioso en sus labios. “Es tu tulpa”, le dijo con despreocupación, tomándose en broma algo que para él era tan incómodo. Mientras la escuchaba, pensó en el cálido olor de esa piel que deseaba con frecuencia, pero no en ese momento en que erraba entre el desánimo y la locura. Necesitaba estar solo.
Mientras subía a su departamento pensó con firmeza en tirar la máquina lejos, y acabar con ese problema.
Después no pudo conciliar el sueño. Vagó por la pesada y extraña somnolencia y el desagrado de no conseguir la placidez que lo volcara al descanso. En la mañana mientras sorbía el café, le pareció verlo.
Más tarde, sentado ante el teclado de la computadora trató de perderse en la tarea del día. El capricho de querer escribir la novela con la vieja máquina era un asunto que no podría olvidar fácilmente. Ahí estaba con el papel del último párrafo, latiendo todavía con el dudoso fin que lo inquietaba. Y así seguiría por mucho tiempo más, porque ese día decidió marcharse, y no volver.
“Vine por el fin” volvió a escuchar, “Nadie decide por mí, vibré ante tus órdenes, pero no me merezco esto”
La máquina comenzó a teclear sola como en noches anteriores, él quiso aquietarla, pero el otro estaba ahí, sólido e inmutable como el primer día “No me gusta el final, no me gustó morir”, volvió a decir. “Me creaste asesino, y vengo a cumplir con el papel”. En el último párrafo, el cruel personaje venía por la víctima.

Tulpa: creación que materializan algunos monjes tibetanos. Pueden ser personas o animales de consistencia tan evidente, que parecen reales.
Alexandra David-Neel: investigadora, que pudo presenciar la creación de estos entes.

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El Fogón

 

Por Silvia Ferrante

Partir

Oscurece rápidamente y sale con los minutos contados. Se despide en la puerta de calle, no desea demoras de último momento. Tampoco mira atrás. A cada paso la valija, que parece pesar más y más, acelera el latido de su corazón. Apenas deposita el escaso equipaje junto a sus pies para buscar el pasaje en la cartera, las luces del micro emergen desde la oscuridad de la curva deteniéndose junto a ella con un largo estertor.
Sube y ocupa su lugar entre dos suspiros que la puerta deja escapar al abrir y cerrarse.
En una última caricia quiere abarcar el cielo, el contorno de los árboles, la penumbra de las calles, la casa de siempre, los afectos, toda su historia. Quiere atraparlos adhiriendo la mano contra el frío vidrio de la ventanilla. Al separarla, la huella húmeda se va escurriendo en una lágrima que corre solitaria sobre su rostro reflejado en el cristal, allí donde se disuelve la silueta oscura de su mundo.

Un hombre sueña

Un hombre sueña. Sueña que crea y en ese sueño está su obra. Noche a noche va completando su pintura. Un trazo aquí, una pincelada allá.
Por la mañana intenta darle forma a su sueño. Mezcla bermellón con negro, siena con azul, diluye y empasta. Pero nada. Fracaso tras fracaso.
Cada noche vuelve a comenzar donde ha dejado. Le da un tinte más rosado al cielo, tiñe de azul rojizo el horizonte, desdibuja una silueta, delinea otra. Pero en la vigilia su trabajo se revela torpe y vulgar. Entonces lava, frota, pinta, repinta... deshecha.
Una tarde, después de una noche agitada y de arduos esfuerzos diurnos logra plasmar sobre la tela su soñada creación. La tiene frente a él tal y como la ha vislumbrado durante innumerables noches e interminables días.
El hombre ha consumado su obra y en esa obra está toda su creación, su sueño.
Desde entonces no duerme, teme despertar.

El Fogón

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Por Dolores Fernández

El pecado de existir

Malala, entra en la cocina, llevándose por delante el bolso cargado de comestibles. El pelo revuelto, el maquillaje corrido formando surcos pegajosos y oscuros que terminan en la boca amarga. Es domingo. No sale de su cuarto, permanecerá tirada en la cama, hasta que no queden vestigios de la pájara nocturna el alcohol y otras yerbas. Hoy, domingo, la madre la levanta a los gritos
-¿Qué haces? A vos te hablo, anda a bañarte, olés a esa porquería que fumas.
-Má.
-Qué má ni má, viene tu hermano a comer.
-¿Y?
-Tu cuñada se dignó acompañarlo y no voy a pasar vergüenza.
-¿Por?
Qué pregunta Si tu padre viviese. No, no digas nada el pobre, tomaba unas copas los domingos. Yo pecador me confieso…
Pero a vos ¿qué te falta? Te pegás a toda la basura.
El agua arrastra la resaca, Malala va desapareciendo con los charcos oscuros. El espejo la mira, impúdico, recorre la piel blanca e inocente cubierta de marcas. Es una niña doblegada. Es una mujer sometida, sus noches son violentas, ella provoca.
Yo pecador me confieso…
Le duele la vida. Su madre le duele. No hace mucho, cuando no era Malala, le peinaba el pelo azabache, contaba historias de príncipes y princesas tristes, le prometía un futuro feliz. ¿Cuánto hace que no la abraza? Perdieron los abrazos, en el último adiós a la caja de madera con manijas de bronce.
La muerte se encargó de su padre y lo convirtió en santo, no le faltan velas, los primeros jazmines, son para su altar. Absuelto de culpa y cargo. Canonizado por una viuda cobarde.
Malala es la llaga que carcome la carne, la que se oculta detrás de la máscara. Debe estar limpia y pura para el almuerzo en familia.
¿Familia?
El hermano contará sus logros, se asomará a la ventana, abrazará a su mujer, y con el brazo libre señalará el coche, rojo, rojo sangre, reluciente. Se volverán apenas para mirarla, pequeña y frágil. Huérfana.
Preguntarán
-¿Para cuándo el título? -No esperarán respuesta, sus bocas devorarán, la carne tierna, sazonada. Se relamerán de gusto, olvidarán la pregunta. Beberán vino después de apreciar el color y el bouquet.
Le duelen las entrañas, siente como desgarran su cuerpo. No esperará la noche para perderse en tenebrosos laberintos. Es culpable.
Tibia y roja atraviesa el espejo. Fría y blanca esperará la absolución.

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Por Vanesa Ibarra

Lo rutinario

Guardó el auto en el garaje de su casa; respiró profundo y permaneció sentada un momento, dentro del auto.
-¡Qué pésimo día!- pensó
Desde que se había levantado, todo había sido difícil; sin café, tránsito pesado, jefe molesto, clientes demandantes. Se había acostumbrado a ser una hoja movida por el viento. Abrió la puerta con desgano. Él la recibió como siempre; sus ojos la miraban con el mismo amor, como si el implacable tiempo de conocerla, no lo hubiese afectado; fue entonces cuando se arrepintió por haber odiado hasta hace un instante a la humanidad entera, esclava de la ira y como una plegaria interna, suplicó:
-¡Dios mío por favor, conviérteme en la persona que mi perro piensa que soy!

El último viaje

Soltó velas y su velero comenzó a alejarse lentamente; sin prisa pero con la convicción de quién sabe a dónde ha de ir. El paisaje era imponente. El cielo y el mar se hallaban tan unidos que no sabía bien donde empezaba uno y terminaba el otro. Su pensamiento también era despejado; hacía tiempo que quería realizar este viaje como logro personal. Viajaba sola; así debía ser. Se había preparado física y sobre todo mentalmente porque suponía que no siempre iba a permanecer tan calmada, por eso disfrutaba de cada momento, lo saboreaba con placer. Ya adentrada en el azul infinito, tuvo en cuenta que podrían volverse turbulentas de momento a otro y que su navío estaría a prueba y, atenta, sin el mundo como equipaje, procuró concentrarse en el largo recorrido. Estaba cansada de ir y venir, de no alcanzar la meta. El viento le acarició el rostro y el pensamiento de la mano, la llevó a dar un recorrido a través de su historia. La observó como una película, lo bueno y lo malo, con el amor y su perjuicio, la risa, la lágrima y la juventud… esa, que la había abandonado hace tiempo, dejando a un cuerpo con las cicatrices propias de la experiencia. De pronto, un llamado interno la alertó:
-Te estás distrayendo, cuidado.
Abrió los ojos, se arregló el cabello; respiró profundo. Sí, ésta sería toda una aventura. No volvió a mirar atrás. Más allá, la esperaba algo desconocido o que quizá había olvidado; sólo que esta vez, ya no le temía.

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Por Paula Loughry

Recuerdos

Posó sus pies sobre la tierra y vio que estaba húmeda. Descalza, comenzó a caminar por ese sendero que le parecía conocer pero no tener certeza de donde estaba. Árboles frondosos y flores de todos los colores rodeaban el lugar haciendo de él una postal de ensueño.
El aire fresco que movía las hojas parecía componer una canción que endulzaba los oídos. Sin saber hacia dónde ir, siguió el camino que estaba indicado por unas piedras pequeñas color blanco y gris, las sintió bajo sus pies al caminar. A medida que avanzaba se maravillaba más y más de los paisajes naturales que la rodeaban. De pronto se preguntó qué hacía allí, cómo había llegado, qué buscaba…pero esos pensamientos se borraron de su mente al ver unos conejos blancos en el pasto. Alzó uno y comenzó a acariciarlo, su pelo era tan suave que parecía terciopelo.
Llegó hasta un lago de no muy amplio tamaño pero lo suficiente como para albergar una familia de patos que nadaban tranquilamente. En la orilla de enfrente unos ciervos tomaban agua. No entendía lo que estaba pasando, ¿con qué fin se encontraba allí? ¿Debía encontrarse con alguien? Pero de ser así, ¿con quién? No recordaba ni siquiera la forma en que había llegado, ¿acaso era un sueño? Y pensó que de ser así, no quería despertar jamás. Se sentía a gusto, tranquila, liviana, sin preocupaciones ni responsabilidades, sin presiones ni ataduras.
Miró a su alrededor y vio que también había otras personas pero no sintió ganas de hablar con ellas, cada una parecía estar en su mundo pero todas dentro de este paraíso.
De pronto sintió sed de esa agua tan cristalina y de la cual los animales parecían disfrutar. Se acercó despacio para no asustar a los patitos que habían llegado a la orilla y ahora se encontraban en fila dispuestos a caminar un rato. Algunos peces saltaron del agua mojando a los ciervos. El sonido de los árboles se hacía más intenso y por un momento le pareció tener frío pero a la vez era como si esa sensación no se apoderaba de su cuerpo. Mientras se acercaba a la orilla dejó de sentir las piedritas del camino y sus pies se hundieron en la arena blanda, caliente, siguió caminando hasta llegar a la orilla. Se agachó despacio y tocó el agua, liviana, fresca, transparente. Juntó sus manos y tomó un poco. Realmente estaba deliciosa, bebió más y más hasta creer saciar su sed. Intentaba recordar su rostro pero parecía haberlo olvidado, decidió inclinarse para ver su reflejo en el agua, cuando vio que estaba lo suficientemente cerca, miró hacia abajo y vio unos peces que nadaban, pero su rostro no se reflejaba. Miró nuevamente pero no logró encontrarse.
Se sintió rara, extraña, lejana, pero feliz como nunca antes.
atendido.

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Por Teresa del Valle Baruzzi

Naranjas agrias

Quien no se sintió de niño sobrecogido de emociones por las travesuras que hicimos, con esa fuerza que va subiendo en lenta y trabajosa espiral. Trepando los árboles, las rocas. Esa fuerza que alienta y otras vence la fatiga, pero la que perdura y hoy nos ayuda a sentirnos otra vez niños, la que acalambraba a más no poder nuestras mandíbulas de tanto ejercitar la risa. Cierta vez, aprovechando una de las tradicionales Fiestas Patrias nos juntamos la pandilla “cien pies” (así nos llamábamos) y nos dirigimos a la avenida, donde reverdecían cientos de plantas de naranjas agrias, nos apuramos en la tarea de recolectarlas y cuando estaba llenito el morral, emprendimos a pie las cuadras para llegar al centro del pueblo donde a las nueve en punto comenzaba el acto. Estaba la Banda de Música con sus elegantes trajes y los instrumentos brillaban a la luz del sol. Comenzaban a ejecutar el saludo a la Bandera y luego nos regalaban hermosas melodías ¡qué emoción!. Nosotros sentados en el cordón de la vereda, mudos de admiración por lo que escuchábamos, mientras chupábamos las naranjas agrias, haciendo miles de morisquetas con las caras y ruiditos con el jugo que caía. Fieles a nuestros principios todos juntos al unísono emprendíamos “la Chupada agria.” los músicos de la banda, inquietos por ello hacían sonar sus instrumentos de viento entre miradas al atril y otras hacia nosotros que disfrutábamos la travesura de ver escabullir de las bocinas de los instrumentos largos hilos babeantes y mientras apostábamos cuál de ellos babeaba más distorsionando las notas, seguíamos chupando las naranjas y haciendo de nuestras caras las muecas mas desopilantes. Hoy al transitar esas calles de mi pueblo de añosos árboles de naranjas agrias, recuerdo las marchas patrióticas, el perfume candoroso de ellas se me estruja el corazón y siento que lo mejor de mi vida está en esa foto: Mi niñez.

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El fogon

 

Por Sandra Laino

Mariposa

Me inquieta reconocerme en recuerdos lejanos como otra persona que habla y se mueve, usa mi voz, mis movimientos, otra haciendo de mí.
- Puedo llamarte Art?, suena más amigable. Recostada pregunto mientras miro su rodilla derecha.
- Como quieras, si eso te ayuda. Contestó dejándose caer desde la rodilla hacia la ingle y luego trepando a la panza.
-Voy a acomodarte en el cajón de la mesita, dentro de una pequeña caja, para que nadie te vea. En mi cama podría aplastarte.
- Está bien creo poder soportarlo, será durante pocos días, no necesito tanto espacio como tú.
- Eso quiere decir ¿qué volverás a irte pronto?
- Ya conoces las reglas. Esta vez será para siempre. Planearemos todo muy bien y cada uno hará su parte sin errores. Solo debes prestar atención a las señales.
Escucho en el pasillo pasos que se alejan rápido, luego se cierra la puerta del cuarto de sus padres.
-¿Por qué lloras ahora mujer?
- No lo entiendo, Ana otra vez hablando sola. Se secó la nariz que le goteaba y siguió, -mañana mismo pediré cita a su terapista, no podemos esperar hasta el mes entrante. Ya no lo llama Meta 7, ahora es Art.
-Ya lo creo, no hay que perder tiempo, pero será cita doble. Farfulló con la boca enterrada en la almohada y casi con desdén.
Eran las cuatro, todavía no aclaraba. Ana se levantó de un salto, oyó la primera señal, aunque le pareció demasiado pronto, igual se preparó. Abrió la ventana y pudo ver la pequeña luz naranja de la que tanto habían hablado, subió la cornisa con cuidado y con los brazos abiertos esperó.
Estaba impaciente, la luz debía acercarse hasta alcanzarla. De pronto sintió un pellizco en el tobillo, miró y oyó la voz de Art que le decía:
- Este no es el momento, regresa a la cama.
Cuando se incorporó con la vista al frente para bajarse perdió el equilibrio y cayó. Más tarde en la mañana la madre entró al cuarto para despertar a su hija, vio la cama vacía y en un filoso silencio caminó hacia la ventana.
En el suelo yacía Ana boca abajo con los brazos abiertos. La mujer devastada buscó un pañuelo en la mesa de luz, pero en el cajón no había más que una caja con un capullo roto en su interior.

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Por Edith Migliaro

La película de la noche del viernes

Salió del cine y decidió caminar hasta su casa, veintisiete cuadras. Lo sabía exactamente, cada viernes el mismo ritual. Tenía todo planeado, después del trabajo comía algo rápido y buscaba en los cines cercanos una película que la distrajera de su monótona vida, y al terminar, con su mente en ideas nuevas caminaba a su casa, independiente del clima y ese día no era la excepción.
La película que había visto, era algo distinto a lo habitual, una versión nueva de un clásico de amor de los años cincuenta, las historias de amor no eran su estilo, prefería el suspenso o el drama, pero esa noche no hubo muchas opciones.
Llevaba una sonrisa irónica en su rostro - le amour, the love, el amor, puede salvar al mundo, el príncipe azul en su caballo blanco llega galopando hasta ti para cambiar tu destino y ser feliz en sus brazos, qué estupidez, no hay hombres perfectos, es más dudo que haya hombres… ¿Por qué habré venido a ver este bodrio almibarado?
Apuró el paso, la llovizna se había transformado en una lluvia torrencial No podía borrar una escena de la película que mostraba un sinuoso camino entre montañas italianas, el contraste de los verdes de la vegetación, el gris del camino y el celeste del cielo formaban una pintura perfecta ¿Quién no se enamora en ese paisaje, un día diáfano y hermoso, junto a Marcelo Mastroiani o algún otro sex-symbol?. Ella dejó atrás todos sus sufrimientos entregada al amor, a la primera mirada, al primer beso.
El viento dobló su paraguas, pisó una baldosa floja, genial, ahora estaba empapada, embarrada y deprimida.
- Salís seis meses con alguien, y luego te enterás que es casado y tiene dos hijos, en su mejor caso, sino directamente desaparece y no lo ves más y una tan observadora no se da cuenta. Esa tonta película le hacía recordar todo aquello que creía superado, la historia de su vida era una sucesión de desafortunadas desilusiones pero una en especial la había devastado.
Una ráfaga fría la trajo de sus melancólicos recuerdos a la realidad ya había llegado a su casa, alguien la estaba esperando. La calle, la lluvia y su propio escepticismo desaparecieron.
Abrió la puerta y sintió que un tibio sol la iluminaba en un hermoso bosque de pinos.

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Por Florencia Luz Muñoz

Divagar en una lluvia de arroz imperfecta

Un día cualquiera de primavera me sorprendí al ver a un ex compañero de trabajo. Caminaba abrazado a una mujer. Noté que ni siquiera se miraban, parecían dos adolescentes en una primera cita. Esa escena acompañó varios días mi mente.
Habían pasado dos semanas cuando me desperté una madrugada, había tenido una pesadilla. Miré al otro lado de la cama, no había nadie, la cama estaba vacía, yo estaba vacía. Me acordé de mi ex compañero, todavía no se por qué.
Decidí fijarme en la agenda para ver si todavía conservaba su número. Lo llamé. Le dije de ir a tomar algo para ponernos al día. Él accedió a la invitación. Fuimos a un lugar lejos de nuestros hogares.
La frecuencia de las salidas aumentaba, parecíamos dos personas divorciadas del rumbo sentimental en una ciudad de vidrio frágil y bohemia. Teníamos confianza. Nunca me atreví a preguntarle acerca de aquella mujer. El solo me había comentado que le había hecho daño tiempo atrás. Nunca traté de indagar siquiera. Yo solo mencioné unas pocas cosas acerca de mí, no era mi fuerte en las conversaciones.
Había transcurrido un tiempo cuando me volvió a mencionar a la mujer. Esta vez, era para decirme que lo quería de vuelta, que se había arrepentido.
Yo no supe qué responder. Al fin y al cabo, esa mujer y yo somos iguales.

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Por Julia Mansi

Trance

Cosas raras suceden en este pueblo, Gente que nunca vuelve. Sólo una sombra carente de todo entusiasmo, me acompaña en silencio.
Quiero saber cómo les fue, pero nadie se toma la gentileza de venir a contarme.
Es raro, los perros desaparecieron, ningún animal existe.
Nadie me detiene, nadie me empuja. Sólo el eco de mi voz, confirma mi existencia. El nacer de otro día me lleva hacia la penumbra de lo cotidiano y monótono.
Perdí a toda mi familia. Estoy en el bar de la esquina. Transcurren las horas, los días sin indicio de que alguien venga a visitarme. Una vida de nada, tan profunda como el negro eterno de una noche sin luna.
Salgo, comienza a llover. El agua acomoda las tristezas para darles lugar a otras. Lo único que hago es respirar, sé que me hace bien y si no lo hago es lo mismo.
Me siento sobre una roca y miro el horizonte pálido de suaves pinceladas magenta.
¿Por qué estoy solo, qué hice para que el destino se enfade conmigo? Soy consciente de que mis padres murieron cuando era joven. Me casé con la mujer de mis sueños y tengo un hijo con ella. ¿Qué pasó con ellos?
Camino sobre mis huellas marcadas por una calle de tierra, me dejo llevar. Me acerco a algo que fue un auto, son hierros retorcidos de un color igual al que tuve hace poco.
Recuerdo que iba con la radio prendida y no escuchaba nada sólo a mi música preferida, la de Dread Mar I. Ya me parecía raro, salen todos y vienen a mi encuentro. Me dicen que vaya con ellos. Me toman de la mano pero yo no quiero, no quiero, no ahora no. Corro y no paro hasta que mis padres me ofrecen sus manos, me llaman y yo les digo que me quiero ir con mi esposa y mi hijo.

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Por Sara Lidia Novas

Volvió el alba

El enojo rodea mi cuerpo como una serpiente a punto de estrangular los sentidos.
Trato de serenarme y voy a la cocina.
Tomo la cuchara de madera y sigo revolviendo el guiso de arroz que casi se está quemando.
Él, se deleitaba cuando lo preparaba con una salsita de tomate y cebollita de verdeo.
Las lágrimas, páginas rotas, queman la corteza de este amor.
Sigo con la cuchara dentro de la cacerola tratando de revolver la ceniza de un sentimiento quebrado.
La angustia araña mi corazón. Quiero defenderme. Tiro la olla lejos de mí.
Arrodillada, el dolor acompaña a la ausencia.
Junto los restos desparramados, sortija de años felices y me despido.
Pasan las horas y yo aquí sentada con los ojos fijos en el fondo del pasado.
La luna acaricia temblorosa mis surcos. Decido volver a esta realidad que jugó por largo tiempo a las escondidas.
El dolor, roca agria sintió sed de caricias y se desintegró de a poco.
Pupilas rosadas abren crepúsculos que borran mi desamparo.

Espera

La calle maniatada por la oscuridad desaparece mientras el silencio es el único anfitrión. A lo lejos unos pasos clavados en la noche mutilada se desangran. La figura encorvada de alguien se pierde en la inmensurable espera. Una espera harta de lluvia que ahonda en los huesos apáticos de la soledad. Enciende un cigarrillo. El humo incontrolable escapa de sus labios hoscos para desdibujar el paisaje quieto.
Bocanada de desilusión despliega un acertijo que se evapora en la marcha. De repente, el camino está hilvanando el taconear sugestivo de un encuentro. La sombra alargada de dos cuerpos se refleja en la calle invadida por la boca abierta de un instante que acuna el sí de ella. Su risa mezquina se diluye en un abrazo parco mientras el borde de un comienzo dibuja la orilla mansa.

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El fogon

 

Por Diana Napolitano

Rara historia

Mi mucama se llamaba Cleopatra. Apareció en mi casa de Río de Janeiro en 1979.
Recuerdo sus ojos negros y la forma altanera que tenía para caminar.
Llegó un día de muchísimo calor. Le dije que se sentara y dijo: Tengo trabajo.
Su llegada fue un alivio, pues me desentendí totalmente de la casa y pude dedicarme al arte.
Venía todos los días desde Niteroi. Tenía 20 años y era rara. Casi no hablaba, dijo que estaba casada con un hombre mayor. Le pregunté si no le gustaban los hombres más jóvenes y se fue al baño y comenzó a cantar mientras limpiaba.
Una tarde de abril, cuando sonó el timbre y ella no estaba, abrí la puerta y ví a un joven mulato que sonreía. Preguntó por Cleopatra, le expliqué y dijo que la iba a esperar en el jardín.
Volví a mi estudio, pero me sentí inquieta. La sonrisa del mulato, no encajaba con su mirada.
Recuerdo que sonaron las campanas de las 18 horas. Estaba intrigada y despacito me acerqué a la ventana y traté de ver.
Mi vista quedó fija en el césped, pues había manzanas y bananas desparramadas. De a poco y sin respirar fui levantando la vista.
Cleopatra parecía una estatua. Pálida, con la mirada perdida.
Abrí la puerta y salí. Me miró y dijo: “Marco va a matar a mi esposo Julio”.Yo comencé a juntar las frutas del piso. Ni una palabra salía de mi boca. Ella, entró a la casa, buscó su bolso y se fue para siempre.
No volví a saber de Cleopatra. Hasta ayer a la tarde, casi treinta años después, cuando me encontré en Florida y Tucumán con una amiga de mis tiempos de Copacabana.
Pusimos nuestra amistad al día, varios cafés y masitas en el medio.
Al despedirnos me dijo: “¿Te acordás de tu mucama Cleopatra? Después que vos te mudaste, me enteré que había sido verdad que el mulato mató a su esposo. A Marco no le pudieron comprobar nada y quedó libre.
El romance de ellos fue famoso en Niteroi. Por los celos y las peleas.
Un miércoles de ceniza, cuando los amigos la fueron a buscar, la encontraron en el piso, entre sus almohadones de seda. ¡Muerta! Tenía un pecho salido y la marca de una mordida de serpiente. Todo muy raro ¿No?

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Por Patricia Moltedo

Hay gente...

Las señoritas recibían en la salita. Josefa, delgada como una espiga con el tul cubriéndole el cabello fino y plateado. Se apoyaba en un bastón.
Patrusiña más ruda, gorda y práctica se ocupaba de las cosas de la casa.
La sombra tapaba el banco del pequeño porche de entrada.
-Hay gente que piensa que porque alguien dice tal o cual cosa el asunto es personal, hay gente que dice y se siente importante. Hay gente que se descoloca y eso... eso es grave.- La voz de la anciana se perdía.
-El otro día en casa en plena charla doméstica, tomando unos mates mirábamos por la ventana viendo pasar el aire verde con los pequeños ocres otoñales. Entre lo nebuloso de la habitación amaneciente, éramos sólo dos y detrás de la pared el sonido sordo de la nada. Son los grillos, dijo una. No escuchemos bien al otro lado hablan –respondió la otra. Del otro lado del muro dijo: -No te echaron, ya te habías ido. Yo he sabido de una gota peligrosa. Era una gota, y en ella un germen, cada vez más grande, más desarrollado, con un gran pico y patas largas, que quería salir y ver, era mujer y salió por arriba, por los orificios, con gran esfuerzo. Y voló cuando descubrió que tenía alas. Tuvo relaciones carnales, y fue de un lado a otro, de un rincón a otro. Se reprodujo y no sabía que repartía una enfermedad, muchas veces terminal.
Otro contrapone- El tema había empezado con la justicia y los derechos, para todos. Igualdad. Que todos necesitaban comida, cierto. Que todos necesitaban vivienda, cierto. Diversión, cierto. Cada vez eran más, más divertidos. El día lo pasaban al sol o a la sombra, escuchado música, haciendo el amor y utilizando cierto elixir de moda. De pronto volaban, de pronto eran invencibles. Nada importaba, salvo esa sustancia que los hacía omnipotentes. Cuando no les dieron, lo fueron a buscar y no importó. Algunos, muchos desaparecieron, pero nada. Con el tiempo solo fue importante sentarse, caminar poco, o gatear. Con el tiempo no hubo tiempo. No hubo nada más que un árbol.
Las señoritas miran hacia otro lado de la calle, la bolsa, negra, abandonada, maloliente, y redundantemente atropellada. En su interior, un mundo, una vida. ¡Hay cada gente!

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Por Juana Rosa Schuster

La enredadera

Don Gregorio odia esa enredadera que trajo su mujer del vivero. Ella lo sabe y parece que disfruta ver la ocasión de ponerlo otra vez histérico.
Se enrosca y enrosca mientras cubre todo. Ya abarcó los muros vecinos y ahora, le usurpa el galpón.
Su lugar favorito, refugio para los pensamientos y lugar especial donde guarda las herramientas.
Doña Matilde insiste en que la planta embellece el aspecto de las ventanas porque le da una vista muy particular.
¿Qué se habrá creído esta intrusa? ¿Hasta dónde piensa llegar? No respeta territorios. Sigue una imperfecta simetría como si alguien la estuviese guiando.
A escondidas, cortó unas ramas que impedían el paso; pero fue inútil. Como una serpiente se escabulle y se acomoda a cualquier superficie.
De noche, se despierta sobresaltado y sale a espiarla. Su mente, presa de la obsesión y de la neurosis. Le parece que ella presiente el desagrado que le provoca y puede vengarse. ¿Cómo? De No es fácil imaginarlo.
Su deterioro mental llega al extremo de adquirir un libro sobre las reacciones de los vegetales ante ciertos estímulos.
Aprende así que la enredadera “percibe” los sentimientos hacia ella, de aceptación o rechazo, de acuerdo a la teoría de los expertos en la materia.
Nunca le haría escuchar un tema de Vivaldi, pues, a través de lo que lee, sabe que esto la estimularía.
Ayer, le comentó otra vez su disgusto a la esposa, ella se ofendió. Como resultado lograron abrir otro frente de batalla.
Hoy domingo Matilde se ha ido a la iglesia. Demorará mucho tiempo en volver.
Don Gregorio lee el diario matinal y siente un ruido extraño. No presta atención y sigue con su actitud.
De repente, algo se enrosca alrededor del cuello. Son hojas de color verde amatista. ¡Es ella! Y lo cubre como si fuese un vendaje.
Donde más aprieta es cerca de la mandíbula. Él quiere gritar, pero no puede.
De manera lenta se desenrosca sola y se aleja por donde vino.
Don Gregorio ha quedado inmóvil, con los ojos abiertos.

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el fogon

 

Por Claudia Guala

La partida

Constantino dejó el aeropuerto con un vacío poco creíble para él, un hombre “tan pleno”. El cielo azul se llenaba de nubes muy grises. El ayer se esfumaba entre sus canas y la piel.
Se detuvo en la carretera para recordar esos ojos vidriosos y profundos, muy difícil sería regresar ...

Hoy, en otro lugar cuando ella sueña con el amor, solo piensa en Constantino.

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Por Norma Vinciguerra

Un sueño hecho realidad

Ella es el sueño de todo hombre. Bella, silenciosa, discreta. La observo cuando sale de su casa, cuando vuelve, cuando duerme. Pinto el increíble rostro sobre el lienzo. Enfrento sus ojos rasgados, felinos, intensos, hasta perderme en ellos. La siento en la mente, el cuerpo, las vísceras. No sabe que existo. No voltea a mirarme. Necesito oír su voz, oler su perfume. Quiero poseerla.
Recorro los pasillos del supermercado. Doblo a la galería de los congelados y una llama derrite el hielo y mi corazón. Contesto con una sonrisa a la sonrisa de ella. Sigo la estela de su silueta y llego hasta la caja. Inicio una conversación informal. Con la excusa de llevar los paquetes la acompaño a su casa. Me ofrece entrar y acepto. Mientras acomoda las cosas y prepara café le pregunto dónde queda el baño. Siento que ya soy protagonista en su vida. Toco la cama, los muebles, las cortinas que casi siempre están corridas. Reviso el armario. La seda y la puntilla se encajan, friegan mis entrañas. Un ruido seco. El de un cofre de metal que golpea contra el suelo. Lo vuelvo a su lugar y veo que contiene algunos recortes de diario.
En la sala la televisión transmite las noticias. Ella la apaga repentinamente.
– Únicamente hablan de crímenes.
Cierto, los reportes en los medios se refieren a un caso de personas desaparecidas.
- ¿Tenés miedo?
- No.
- Deberías, estás muy sola.
- Vos tenés que temer.
Lenta, sensual, se acerca. Un brazo rodea mi cuello y extiende la caricia a mi cabeza. Me estremezco. Voy a besarla. Dolor. Un hierro abre la carne. No entiendo. Me falta el aire. Sangre en mi cuerpo y en el cuchillo. Me quiebro, caigo. Aflojo la mano. Suelto la soga. Oscurece.

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Por Silvia Santilli

La Carmela ha ritornato

PERSONAJES: DON NICOLA (PADRE), FRANCESCA (MADRE), CARMELA (HIJA), POLICÍA, ENZO Y PERSONAJES EXTRAS.

ESCENARIO: La obra se desarrolla en un bar. Con un mostrador, con varias mesas. Sobre ellas mazos de carta copas de vino y de ginebra.

ÚNICO ACTO

NICOLA: - Apúrate por favore Carmela sírvele una grapa y una ginebra al Enzo y a Salvatore.

CARMELA: - Moviendo sus caderas y haciendo sonrisitas se acerca a la mesa y roza la mano de Enzo.

ENZO: - ¡¿Qué tienes qué hacer esta noche Carmela?!

DON NICOLA: (Que observa la escena) Gritando - Francesca, cuida a la Carme la que no quiero ninguna putana aquí.

ENZO Y DEMÁS INTEGRANTES: Qué está diciendo don Nicola, no la grite a Francesca, ni insulte a la Carmela.

FRANCESCA: - Tratando de calmar - Paisano, scusalo e la diabetes lo que lo pone nervoso.

DON NICOLA: - Que diabeti ni diabetes Francesca y a ustedes (mirando a todos) les advierto a mi figlia nadie la toca ni la mira porque Nicola lo amasa.

CARMELA: - Padre no sea injusto los muchachos son todos buenos.

DON NICOLA: - Bueno, buena porquería fligia.

POLICÍA: - (Entra al bar ante la mirada de todos.)
- ¿Quién es Nicola Borgognoni?

DON NICOLA: - Sono io. Per che

POLICÍA: - Debe acompañarme a la comisaría.

DON NICOLA: - Angora, má que le he hecho.

POLICÍA: - Está detenido por juego clandestino( pone cara de asombro don nicola) no ponga esa cara,. Acá se pasa quiniela, se juega al monte y al tute o me lo va a negar.

DON NICOLA: - Bueno andiamo, (antes de retirarse) se vuelve)
Señore policía permíteme hablare con Francesca y la figlia ( se dirige a ellas) señalándolas. Ustedes no se mueven de aquí.

CARMELA: - Padre quédese tranquilo con la mamá cuidaremos el Bar.

DON NICOLA: - ¡No! el boliche como lo yamo io, quedará cerrado. No quiero que usted y su mamá se queden a solas con estos (dirigiéndose a los comensales) y si les pasa algo Nicola los amazza (se retira.)

VOZ EN OFF: - Don Nicola estuvo detenido un largo tiempo, fueron días de glorias para las dos mujeres. El bar continúo abierto y ellas
gozaron de una libertad que nunca habían tenido. Al volver don Nicola se encuentra con una gran sorpresa, la Carmela está embarazada.

DON NICOLA: - (Dirigiéndose a la Francesca) - No te dije que cuidaras de la figlia (agarrándose la cabeza) porca miseria que van a decir los vecinos, putana, putana c-¿dónde está?

Carmela aparece con la cabeza agachada y mira a su padre-

DON NICOLA: - Ni quiero que me mire a los ocos, usted e la deshonra de la casa, quién ha sido, que lo amazzo a quello farabutto, ma usted se marcha de la casa.

FRANCESCA: -(Llora) Nicola, no sea tan malo, perdona a la Carmela, es la única figlia

DON NICOLA: - No Francesca, Nicola e de una sola parola.

Se apagan lentamente las luces para mostrar a los padres más viejos.

VOZ EN OFF : - Pasaron tres años desde que la Carmela se fue y nunca tuvieron noticias. Pero como la vida es un círculo. Una mañana

DON NICOLA: - (Apoyado en el mostrador) grita Francesca, (limpiando los
vasos esta de espalda a él) la Carmela (con sus dos hijos y su esposo) ha ritornato y mira qué hermoso son los bambinos. Se abrazan.

Cae el telón.

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el fogon

 

Por Mabel Sobradelo

El banquito

La decisión la tomó el abuelo corrido por el hambre después de la guerra civil española, un par de hermanos muertos y el recuerdo de haberles sacado a uno las botas que llevaba y al otro el tapado, solo por la supervivencia.
Llego en barco, jamás dio demasiados detalles y con una maleta que se conservó arriba del ropero y que ningún integrante de la familia se animó a tocar.
Primero sobre el terreno plantó una parra de uva blanca, pasados dos años llegó el resto de la familia y el tiempo la agrandó.
La parra nunca fue muy productiva, durante el verano los alacranes caían al piso y sin querer los pisábamos mientras jugábamos eso nos daba mucho asco, todos detestábamos aquella planta.
Nada se festejaba demasiado en la casa apenas una torta en el día de los cumpleaños.
La abuela siempre fue vieja y muy bonita, nunca se atrevió a cruzar la calle, sacaba a la puerta un banquito de madera y ahí pasaba la tarde después de la hora de la siesta hasta que casi llegaba la noche. Cuando los chicos del barrio salían a andar en bicicleta por la cuadra los llamaba y les entregaba la lista del almacén y de la verdulería, todos aceptaban el mandado ya que una vez que revisaba las bolsas y todo estaba tal cual lo pedido les regalaba unas cuantas monedas.
Los paisanos venían a visitar a la familia rigurosamente una vez a la semana, ella les servía un té con torta de vainilla y al finalizar una copita de grapa, las mujeres hablaban bastante poco, al atardecer se daban la mano y se despedían diciendo “ Dios los acompañe”.
La abuela iba a mirar por la ventana del comedor hasta la hora de la cena.
Esperaba al cartero sentada en el banquito, no se resignó jamás a no recibir cartas de su tierra, pasó su vida esperándolas. Ella nunca las escribía el abuelo se encargaba de eso.
Un día le robaron el monedero el abuelo le prohibió que saliera a la puerta, ella bajó la cabeza. Al día siguiente volvió a salir. Sus hijos le dieron nietos, la más chica se le parecía mucho.
Pasados muchos años dejo de esperar correo, el cartero ya no la saludaba.
Un día de invierno vio por la ventana que le dejaba una carta, salió corriendo hacia la puerta, según mi prima al escuchar un ruido fue a ver qué pasaba. Todos recibimos la noticia por teléfono.
Durante el funeral no hubo ni vecinos ni paisanos, solo estábamos nosotros, durante la noche los varones durmieron en una habitación contigua, me asomé y vi cuan parecido era mi primo mayor a mi abuelo regresé y seguí charlando con una de mis primas, la más chica estuvo pegada al cajón hasta que la enterraron.
El abuelo envejeció terriblemente, volvió a llamarnos por teléfono y todos fuimos a visitarlo.
Salí al patio y no vi la parra solo quedaban los postes y los alambres donde las ramas se sujetaban, entré a la casa había mucho olor a humedad y la pintura al aceite que recubría la mitad de las paredes estaba resquebrajada, acerqué una banqueta al ropero y bajé la maleta había muchos papeles viejos y cientos de cartas acomodadas por años así que fue fácil encontrar la última.
No estaba abierta.

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Por Jorge Santos

Regalo Incumplido

Desde hace bastante tiempo, las fiestas de fin de año representan para mí un signo de profunda tristeza.
Será por los recuerdos de mi niñez o por los que he tenido ya de grande y que realmente me pesan sobre los hombros, pero siempre me dejan esa tristeza que por cada año que se suma se adicionan más añoranzas.
El cinco de enero mi hijo Baltasar ha de cumplir seis años y, desde los tres siempre me pide lo mismo que, agregados los próximos tres, lo hace garabateando papeles.
Yo abro el sobre cuando él lo deja en sus zapatos y no puedo contener un profundo dolor y las lágrimas brotan de mis ojos… me pregunto qué puedo hacer para que el reciba su regalo…
Las clásicas reuniones de noche buena, navidad y el 31 de diciembre como es costumbre se pasan en familia, riendo y quizá tomando un poco demás luego de conocer el pedido de Baltasar para el cinco de enero.
Hace seis años atrás los reyes no trajeron al núcleo familiar el bendito regalo de esa criatura… fue la maravilla mayor que nos pudo haber pasado… después vinieron los problemas.
El seis de enero Baltasar se despertará temprano y por sexta vez oiré su compungida voz diciéndome “papi… este año tampoco los reyes me trajeron a mamita”.

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Por Hilda Trezza

El loco y la Venus

Era una noche tranquila iluminada por una luna que se asomaba tímidamente entre nubes y follajes de ese hermoso parque que rodeaba la casona dónde eran asistidos individuos a los cuales los denominaban “locos”. En busca de quietud bajó al fresco y silencioso jardín uno de ellos” se paró frente a la bella estatua Venus que yacía como incrustada sobre un pedestal dorado. Temblando la miró con su alma de enamorado. Parecía una reina oriental que esperaba a su amante sobre un manto dorado, iluminada por la tenue luz de la luna. El loco, parado frente a ella clavó en su rostro la mirada y dijo ¡Oh, bella reina!, mi amor quisiera entrar dentro de ti y tus labios de fuego besar y envueltos en un éxtasis total no dejarte un momento de amar. Pasaron las horas, él seguía frente a ella, amaneció y Venus desde un profundo abismo, lo miraba con triste mirar.

Cuéntame cómo vives

Érase el mundo de las hadas, separado del mundo de los humanos por un halo transparente y mágico que sólo ellas podían ver, donde los colores brotaban junto a la alegría. Mientras tanto en el otro mundo todo era opaco. Árboles talados, humo que tapaba el hermoso sol…Una de las hadas llamada Uri, siempre soñaba con poder cruzar ese halo que las separaba de los humanos y con su polvito mágico cumpliría su sueño de poder cambiar ese mundo que de a poco los propios hombres lo iban volviendo gris, oscuro, sin vida. Uri construyó un puente que la llevó fuera del halo y fue así como desplegó por el mundo los polvos mágicos representando a través de ellos el amor, la paz, el cuidado del planeta y por un instante toda la tierra se colmó de ellos.

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Por Mirian Claudia López

Seducción letal

Hoy volvió a visitarme. Traté de ignorarla, pero sus comentarios y argumentos son bastantes convincentes.

Siempre que llega me ofrece un dulce imposible de rechazar. Y ahí empieza su estrategia de convicción. Me seduce con sus propuestas, me ofrece soluciones directas a mis problemas. Intenta tomar mi mano y llevarme con ella.

Esta vez volvió a fallar. Aún no sé si por mi cobardía o mi valentía.

No sé qué pasará cuando intente visitarme de nuevo. Quizás acepte su mano y siga su camino. Sabré que en ese instante todo habrá terminado.

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el fogon

 

Por Silvia Vázquez

Los ojos de los mayores

Los ojos de los mayores encierran cataratas de recuerdos. Pasos en falso, errores, caminos equivocados que jamás volverán a ser transitados.
Momentos irrepetibles, como imágenes plenas, acompañadas de luces intermitentes, despertares y ocasos.
Guardan instantes de felicidad y agonía con la misma intensidad. En sus pupilas anidan los vaivenes de la vida, sus recovecos inhóspitos aún sin descubrir y más aún, las ganas insaciables de seguir en una carrera interminable cuya meta final se aleja cada vez más de la realidad.
Esos ojos que hoy se nublan como las noches de otoño, recogieron el llanto de los hijos, la primera letra de un nombre, el color de una flor, el brillo furioso de aquella luz que iluminó una tarde de promesas.
Los ojos de los mayores abrazan. Dejemos que nuestro cuerpo reciba su calor. Ese abrazo se convertirá en eterno si fijamos nuestros propios ojos en ellos y de a poco descubrimos que en algún momento seremos igual de partícipes de esas nieblas. Eso sí, seamos merecedores de unos ojos llenos de vida vivida.

Lluvia

Había prometido no llegar tarde. Siempre lo hacía y ella lo esperaba. El día oscuro, lluvioso y frío, convidaba aromas a café y chocolate. Entró al bar para esperarlo. Pidió un café cortado y otro al rato y leía una y otra vez la revista que sacó del mostrador. Hacía muchas páginas que lo estaba esperando
Cuando el se acercó, un perfume a mentira inundó el aire. Salieron juntos. Él la abrazó. Ella se soltó, miró hacia los dos lados y corrió. El auto de su compañero de espera estaba en la esquina con el motor en marcha. Esa vez, se alegró que él llegara tarde.

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Por Por Ana Zamulko

Carla

¿Nena, qué hacés ahí? La vía no es un buen lugar para sentarse.
El hombre no conoce a Carla. Ella vive en las casitas bajas que están un poco más allá. Atardece sobre los techos de chapa salpicados de óxido, las paredes sin revocar, las bolsas de basura despanzurradas por perros flacos.
Y sabe que por esa vía pasa el carguero de las ocho de la noche, nada más.
Carla espera con la muñeca, lustrosa de tan sobada, entre las manos. Su mamá le dijo andate.
Andate pronto y no hables con nadie. Con la mirada lee sin necesidad de palabras la urgencia y el miedo.
El viejo siempre anda en cosas raras. Hoy está más nervioso que otras veces. Da vueltas con los ojos vidriosos empeñados en encontrar alguna grieta, un resquicio para zafar de lo que sabe que se aproxima.
En un rincón de la pieza está el catre de Carla. La madre está sentada en el borde inclinada hacia delante, los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos clavados en el piso de tierra. Piensa en los años limpiando otras mugres, recogiendo la beba por la casa de las vecinas, después los apurones para llegar a tiempo a la escuela, la cara de las maestras cuando se demoraban los colectivos.
Y la vuelta incierta. ¿Encontrará a Miguel. Borracho? Entonces cuidado con las preguntas, cuidado con el tono del reproche, cuidado con la nena. Si no volvió esperar deseando. Deseos secretos. Confundidos por el amor muerto y las ganas de que se termine esto de una buena vez, y la pena por ese muchachote grande y torpe que no sabe cómo es la luz.
- ¿Y ahora qué hiciste?
Los Maldonado... me mandaron a cobrar un trabajo y me quedé con algo. Era mucha plata sabés, y pensé que los podía pasar, que no se iban a dar cuenta, ¡qué se yo!
…Y nos podíamos rajar de acá -las palabras le salen a borbotones, de adentro empujan muchas otras que no sabe decir, las manos revolotean promesas- con Carla, lejos…
La madre de Carla levanta la cabeza. Los ojos son dos ríos turbios que se desmadran por su cara y se detienen en los ojos suplicantes del hombre.
Se pone de pie con los puños y los labios y el corazón retorcidos como los trapos que usa para secar los pisos que limpia. Camina hacia la puerta.
En la puerta uno de los tipos le da un empujón que la tira al suelo. Oye los dos disparos, se toca la sangre tibia, se relaja, estira un poco el brazo y alcanza a tocar la otra sangre tibia.
En un suspiro leve nombra a la nena.
-Carla... andate. No vengas...

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el fogon

Por Olga Tasca

Agua dulce, Agua salada

Después de arduas horas de trabajo preparando las clases del fin de curso lectivo, las brisas de un aire fresco me traen el perfume de flores del jardín y un suave sol penetra por la ventana, me dispongo a descansar.
Sin darme cuenta una somnolencia se apodera de mí ser y pienso en otro cierre de clases hace 25 años. Cuánto tiempo ha transcurrido, ¿y si buscaran encontrarse nuevamente?
Suena el teléfono, despierto sobresaltada, una compañera de aquellos tiempos me habla de reunirnos. ¿Coincidencia? Susana, Patricia, Mariel, Anita, Jorge, Noemí, Carlos, habían aprobado la idea, sólo faltaba yo. La reunión sería el 23 de diciembre en un lugar muy natural a, orillas del río en el Faro de San Antonio alrededor de las 15 horas.
Allí, nos encontramos con mucha alegría luego de una vida con los recuerdos de nuestra vida estudiantil. Entre saludarnos y reconocernos nos sorprendió un hermoso atardecer sobre el río mar, de agua dulce, agua salada. La emoción nos hizo cantar y nos acompañamos por palmas todos juntos.
El alboroto que hicimos y el encuentro de sentimientos nos dejó ver que una neblina nos estaba cubriendo y alrededor nuestro volaban gran cantidad de gaviotas que parecían impulsarnos a que las siguiéramos. Lo hicimos a través de un camino de arena hasta encontrarnos sin andar mucho con una hermosa playa y el mar.
Recogimos algunos caracoles y luego preparamos una fogata alrededor de una estrella de mar que yacía en la playa. Cuando el fuego estuvo bien encendido nos sentamos alrededor y cada uno a su manera habló de cómo habían pasado estos años. Nos pusimos los caracoles en los oídos para escuchar el susurro de las olas, todos sabemos de la magia de los sonidos del mar. Las gaviotas seguían con sus vuelos y saltitos junto a nosotros y entre mate y mate llegó el amanecer sobre el río mar de agua dulce, agua salada. Comenzaba otro día, 24 de diciembre y una promesa que sellamos allí sobre la arena de Punta Rasa, no olvidarnos y no olvidar.

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marta mutti
pefil Marta Rosa Mutti
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