El fisiólogo ruso Iván Petrovich
Pavlov comprobó lo que se llama “reflejo condicionado” mediante un
experimento: siempre antes de darle
comida a unos perros tocaba una
campanita. Después de un tiempo, el
sonido de la campanita hacía que se
activaran en los perros sus glándulas
salivales ya que estaban dispuestos a
comer. Téngame este dato presente un
instante que ya vuelvo.
El uso de las palabras, ya sean
escritas u orales, como modo de
expresión y comunicación es, para el
ser humano despreocupado, tan
común como el uso de los pulmones
para respirar o el de los párpados para
pestañar. Pero para los que intentamos
hacerlo con un motivo artístico, la
palabra resulta la herramienta básica
con la que tenemos que lidiar para
describir las acciones, las sensaciones
y los sentimientos. Y, justamente uso
el verbo “lidiar”, porque como
herramienta de trabajo, la palabra es
tan poco eficaz como para un pintor
tener un pomo azul para plasmar en el
lienzo una rosa. Dice tan poco la
conjunción de letras “a-m-o-r” del
sentimiento humano que trata de
describir que da pena lo rudimentario
del lenguaje que logramos como género
en los miles de años que nos separan
de los cavernícolas. Aunque esta
palabra sea el cliché a la hora de
analizar las dificultades que nos
presenta el lenguaje, no deja de
corroborarse la absoluta inexactitud a
la que estamos expuestos con el uso
de las palabras. Se podrá decir que es
difícil explicar los sentimientos o las
sensaciones; pues bien, se puede
observar lo mismo con las que
describen objetos, o con los nombres
propios: ¿Qué hay en “c-u-c-h-a-r-a”
de lo que representa para nosotros ese
objeto? ¿Son acaso esos símbolos
unidos lo mismo que el pedazo de metal
o plástico que nos llevamos a la boca?¿Nos transmite el gusto, el olor, la
temperatura, el grado de concavidad,
la brillantez? La respuesta es:
rotundamente no, ni en lo más
mínimo. Pero si hay algo para decir en
defensa de las palabras es que sirven
para ser utilizadas como las campanitas
que usara Pavlov con sus famosos
perros. Si bien “c-u-c-h-a-r-a” o “a-mo-
r” no transmiten lo que nos gustaría, son “campanitas” captadas por cada
oyente o lector y decodificadas por su
cerebro y su cuerpo generando la“saliva sensorial” que activa
determinadas zonas, energías, nervios,
fibras o como quieran llamarle, que
logran finalmente producir algún tipo
de efecto sensitivo. Éste va a ser
diferente para cada persona y va a estar
directamente relacionado con las
experiencias vividas por ella desde sus
primeros segundos de vida o, incluso,
desde la panza de su madre. Aquí
reside la mayor defraudación y el mayor
logro de nuestro complejo sistema de
comunicación. Es tan tortuoso el
camino desde un cerebro a otro, hay
tantas “traducciones” simbólicas en el medio, que la idea inicial que uno
quiere decir termina siendo expresada
en letras y palabras en una forma que
poco refleja lo que inicialmente era (lo
que produce la frustración de la que
hablo). Pero, simultáneamente, es tan
maravilloso lo que se produce después
de que el lector lo pasa por su tamiz,
que compensa cualquier congoja. Ni
más ni menos que una versión
positivada del “Teléfono descompuesto”.
El escritor es como un mal jugador
de dardos que, apuntando al centro de
su blanco le yerra por tanto que
termina haciendo centro pero en el
tablero a su lado. O como el defensor
que se escapa por el lateral y queriendo
tirar un centro convierte el gol de su
vida. Y eso es lo grandioso de la
literatura. En este grosero error/acierto
se basa para generar su encanto. De
esta forma, no sólo se sorprende el que
lee sino también el que escribe. A esto
hay que sumar la capacidad mágica de
las palabras, que son tan toscas por sí
solas, pero tan increíbles cuando se
alían. Por ejemplo, tanto “perfume”
como “cálido” son palabras que aisladas
producen determinada “saliva
sensorial”, pero en la conjunción
“perfume cálido” se genera algo que,
irónicamente, es difícil de explicar con
palabras. Por todo esto, y a pesar de
que sea verdadera la frase que dice que“ya está todo escrito”, seguiremos
escribiendo y leyendo siempre lo
mismo, y siempre será diferente.
Resulta paradójico que todo el
análisis precedente sea formulado con
palabras; pero si fue difícil escribirlo,
no me imagino cómo hubiera sido usar
notas musicales, fotografías, dibujos o
colores. Aunque, retomando el caso
del pintor y el pomo azul: Cuánto más
diría aquél artista si se decidiera por
pintar la rosa azul, o por pintar todo el
fondo de aquel color para dejar sin
pintar el espacio de la flor.
El escritor es como un mal
jugador de dardos que,
apuntando al centro de su
blanco le yerra por tanto que
termina haciendo centro pero
en el tablero a su lado.