Por Lola Caloeiro
Retrato
Entró, los rayos del sol iluminaban el rincón opuesto a la
ventana. Ella caminó hacia allí. Miró al hombre que estaba
inclinado sobre la mesa de trabajo.
-Llega tarde –dijo él sin mirarla.
-Buenas tardes maestro –ella se aferró al manto que
cubría sus hombros- Disculpe mi retraso es que Piero mi
hijo…
-Señora, no me interesan sus excusas. Usted y yo debemos
trabajar juntos, si mal no recuerdo, su esposo, nos impuso
esta tarea.
Miró a la mujer de arriba hacia abajo. -Donna –murmuró
con fastidio.
-Señora, por favor, la pose –agarró sus pinceles
ignorándola.
Ella se sentó en el taburete, cruzó las manos y giró
levemente el torso. Parpadeó, el sol incomodaba a sus ojos
café.
-Señora, la sonrisa.
Ella curvó la comisura de los labios. Fijó sus ojos en el
maestro que nunca osaba apartar la vista de la madera. Hacía
un mes que visitaba el taller. Todas las tardes, adoptaba esa
pose rígida, irreal. Se sometía al mal genio del artista, sólo
para satisfacer el deseo de su esposo. Era consciente de que
su belleza, vulgar, irritaba al maestro porque él, al igual que
su esposo, la ignoraba.
¿Cómo puede hacer mi retrato si apenas me mira? –pensó. Él se levantó, caminó hacia su mesa de trabajo, tomó la
pluma y comenzó a escribir.
Tal vez debía decirle a su esposo que el maestro no
trabajaba todo el tiempo en el cuadro. Ella suspiró. Decidió
ocultar aquel detalle, porque si su esposo se enteraba,
discutiría con el maestro y ella ya no podría estar allí.
-Señora, levante la cabeza y sonría.
Él se sentó y murmuró algo que ella no llegó a oír. Los
ojos café se inundaron de lágrimas, intentó sonreír. Pero
cómo podía sostener esa sonrisa rígida, cuando lo único que
deseaba era llorar. Sintió en ese instante que toda ella hacía
honor a su nombre. Mona Lisa. Su vida, su matrimonio, sus
deseos, todo era liso.
Las lágrimas rodaron. La cabeza se inclinó. En esa sonrisa
se le escapó la vida.
El maestro la miró. Vio a la mujer. Se acercó a ella y con
delicadeza levantó su rostro. Mona Lisa olió el olor a óleo
que desprendía la mano. El índice pigmentado secó las
lágrimas. Se miraron.
-Se encuentra bien?
Ella asintió.
-Me alegro.
Él quiso hablarle pero no pudo. Sólo sonrió, como nunca
antes lo había hecho. Regresó a su lugar de trabajo. Se sentó
frente a la madera y contempló a la mujer iluminada por los
rayos del sol.
Mona Lisa sonrió, desde el alma oculta en su vida lisa.
Cruces
Desde la ventana mira la ciudad que despierta. Camina
por la habitación, se detiene frente a la cómoda, sopla, dibuja
con precisión una cruz, remarca las líneas y sonríe. Se dirige
al baño. Sopla, delinea en el aliento las líneas, con el índice
re dibuja la cruz. Piensa que hoy es el día, se lava los dientes,
los cepilla con fuerza, quebrando el símbolo del espejo. Peina
su cabello, la otra la imita, busca sus ojos, ella también.
Dibuja las muchas cruces de su mente. “Debe morir”. El
vestido violeta cae sobre su cuerpo y piensa que hoy es el
día. Camina con la mente infectada de ella. Enciende la
hornalla, calienta el café. “Debe morir”. Sirve la infusión y
agarra la taza con ambas manos. Bebe el líquido dejándose
invadir por la calidez. Abandona la taza en la pileta, toma el
llavero y la mochila. Se detiene ante la puerta, pone la llave
y da dos vueltas. “Hoy es el día”. Sale, espera el ascensor.
Uno, dos, tres, cuatro, desciende. Toca el contenido de la
mochila. Camina hacia la esquina, detiene un taxi. Sube y se
refugia contra la ventanilla. Ahora sopla el vidrio, en la
aureola dibuja la cruz. Baja del taxi, da los pasos que la
separan de la casa, toca al timbre. Una mujer abre la puerta
y la invita a pasar. Ella se sienta frente a la mesa de vidrio. El
cierre, abriéndose, quiebra el silencio. De la mochila saca el
arma y la apoya sobre la superficie opalina.
—Pensaba matarla —dice y señala el arma.
La mujer sentada de espaldas a la fotografía de Freud le
contesta:
—Me parece que éste es un buen comienzo.
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Por Carmen Concepción
La Extraña
Habían pasado treinta y seis años desde mi
partida cuando volví al lugar. Una profunda tristeza
invadió mi alma. Ya no había trabajo y era otoño,
las hojas de los árboles caían sobre mis veredas
viejas. Unos pequeños niños me miraban como si
fuese una extraña. Desde mi dolor los miré y me
dije: -¡Qué miran esos tontos!...que miran si este
lugar es mío.
¿Mío?...Ni mío ni de ellos... pero yo había nacido
allí, y había sentido durante quince años el olor a
cemento fresco y ladrillos apilados que iban
transformándose en estructuras mientras nosotros íbamos y veníamos del colegio. Mientras nuestros
padres iban y venían del trabajo y en el campo el
petróleo iba y venía en el gato de la torre. Cuando
me fui ya se había terminado el contrato petrolero.
No estábamos ni nosotros, ni nuestros viejos, ni
nuestro club donde íbamos a jugar. El campamento
condenado al exilio había sido alquilado. Eran muy
pocas las familias que quedaban de antes. Recordé
en un momento los trineos con los que jugábamos
en la nieve. Mi boca violeta pintada de calafate, y
las margaritas silvestres que traía del campo y
mami, que las tiraba, porque el olor le hacía doler
la cabeza y me decía: -Salí, salí con esas flores,
no entres - pero al otro día regresaba del campo
con ellas en mis manos y teníamos el mismo
diálogo.
Vi el colegio, el hospital, la pileta de natación.
También, las casas donde habíamos vivido... Guardé
todo dentro de mi corazón como se guarda todo
lo que uno ama en demasía, en esta vida. Ahora
soy extraña en otro destino. Pero dueña de la
nostalgia de un lugar que me regaló una niñez
hermosa y sana, a la que de tanto en tanto vuelvo
cuando en algún kiosco de flores compro un ramo
de margaritas.
Nostalgia
Casas.
Muchas y vacías.
Ferrocarril.
Una vía vieja y una estación
abandonada.
Petróleo
no se perfora más.
Iglesia
abierta sólo los domingos.
Los trineos y mis amigos.
Niños con patinetas.
Mis plantas de Calafate.
No las conocen.
Margaritas silvestres,
las pisan y las ignoran.
Esto es hoy el campamento
donde nací.
Un lugar casi sin pensamientos.
La nostalgia me devora el alma
en este retorno a la niñez
que sólo vive en otro tiempo
donde lo perdió la historia.
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Por Matías D'Angelo
La Sangre Tsunami
El odio más extenso,
se siembra en la fertilidad
de la sangre compartida.
Sangre para quemar
sangre para esclavizar,
sangre para anudar
pechos y gargantas.
El odio genera
la rebelión de otra sangre.
La sangre que muta
la sangre que cambia,
la sangre metamorfa,
que se levantará.
La sangre tsunami.
Que arrasará, que arrasará.
Que matará el calor de la sangre compartida.
Y abrirá nuevos espacios.
Espacios azules,
espacios de sol.
Espacios de estrellas y lunas.
Espacios con tumbas para la sangre compartida.
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Por Luis Elorriaga
Aquella frase
El cielo gris intimaba
a no apreciar la vida.
El desasosiego era inmenso,
era navegar a la deriva.
Entonces recordó aquella frase:
“te amo”; “te amo”.
Una lágrima resbaló por sus mejillas.
Apesadumbrada intentó negar su egoísmo,
reconoció su dolor.
Abrevó en el corazón
y floreció una sonrisa en su cara
somnolienta y distraída.
Apuró el paso y subió al tren.
Olvido
La multitud pujaba por acercarse a la plataforma en
medio de la fragancia exquisita de la mujer y el hombre. Las
puertas del subte se cerraron con dificultad. Sintió que lo
empujaban al mismo tiempo que aquel perfume invadió sus
sentidos. Se volvió y, allí estaba Mariela - su ex - en brazos
de otro. El sacudón del vagón cuando se puso en marcha, lo
hizo trastabillar.
Recién en ese momento recordó que ella había muerto.
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Por Patricia Fernández
Todo cambia
Todo cambia.
La hermana Superiora siempre elogiaba las faldas de la
novicia. Y ella se sonrojaba, le gustaba sentirse unida a ellas,
inmaculadas y casi etéreas. Aunque todavía muchas cosas
le sonaban lejanas, ajenas, ella sentía que iban a cambiar.
Así creyó cuando comenzó sus paseos por las mañanas. Las
veredas del pueblo se rendían a su pureza y unos ojos
también. Las mañanas se fueron acortando y los paseos
también. Acabaron por concluir en aquella casa de blancas
paredes. Frente a aquellos ojos. Todos los días se encontraban
y los cuerpos se extinguían en la entrega, se extenuaban.
Al regreso, las veredas habían cambiado, ahora se
mostraban indiferentes bajo su paso. Ella lo notó y más
cuando tocó sus faldas, no se sentían livianas y le parecieron
oscuras.
“Sor Mercedes”, dijo con sequedad la voz. “Sor Mercedes”,
repitió con cierta urgencia.
“Si”, llegó la respuesta tímida.
“¡Sus faldas!” Ella las miró en un ahogo. Se agitaban con
la brisa y eran de un rojo floreado intenso. No dijo palabra.
Giró sobre sus pasos, alcanzó las veredas tan íntimas y corrió
hacia aquella casa. El destino puesto en un par de ojos,
esperaba.
El abrazo
La anciana nunca cerraba los ojos, los tenía secos, no
habló con nadie. Salió de su casa, se alejó del bosque y de
las sombras. Sus pasos la llevaron lejos, hacia…¿un castillo?
Una entrada, fastuosa, aplastante y la puerta. Después
otras puertas y otras, hasta aquella habitación.
Fría, despojada. Sin muebles casi. En el centro, la cuna.
Sólo eso, una cuna, una cuna imperial.
Frente a ella se hizo aún más pequeña, se arrebujó hasta
casi desaparecer. Tímidamente, no sin vacilar, se acostó. Sus
brazos la abrazaron esa tarde con más calor. Sonrió, nunca
más estaría sola, recién entonces cerró sus ojos.
Inútil
Corría con la billetera en la mano. Esquivaba personas y
todo lo que se cruzaba en su carrera. Detrás, lejos, dos
uniformes azules pretendían alcanzarlo. De pronto se
escucharon dos detonaciones.
La corrida de los uniformes se intensificó; al llegar a
Bartolomé Mitre y Rodríguez Peña agonizaba un anciano
que se cruzó involuntariamente en el camino del caco. Uno
de los policías continuó la persecución por Rodríguez Peña
hasta la Avenida Rivadavia, en cuya esquina observó en medio
del amontonamiento de personas y automóviles un cuerpo
ensangrentado boca abajo tirado en el pavimento. Se acercó
y alejó a los curiosos. Dio vuelta al herido. En la mano
izquierda, muy apretada, sostenía una billetera gastada. La
cabeza cubierta con un gorro impedía ver su cara. Intentó
acomodarlo y el gorro cayó hacia un costado, el cabello
abundante y ensortijado quedó libre. Con un último y inútil
esfuerzo balbuceó: re – re – remedios, la re – rece – receta
del mé – médico; mi ma – ma – mamá.... A continuación
expiró.
El policía cerró los ojos de la joven de no más de 15
años.
La llamada
¿Tendría esperanzas? Preguntaban aquellas miradas que
sólo habían brillado, con el pasaje hacia Europa, y con el
castillo de naipes que fabricaron con el dinero que cobrarían
al entregar las maletas.
Todo. Para sus hijos y todo para reunir la familia otra
vez. Como de costumbre las celdas se abrieron a las siete
am. Se dirigieron al comedor con los pequeños en brazos y
con aquel cansancio dibujado en la espalda. La Mora, la
Zulma, La Jessica y cincuenta presas más. La voz dura del
megáfono retumbó en el pabellón llamando a la Mora. Dejó
a su hijo- el Milton - en manos de otra. ¿Saldría? se
preguntaban. Ella era la más antigua de todas... Desesperada
corrió en busca de las noticias. El telegrama se deslizó por
la rendija del vidrio blindado. Cayó sobre el mármol del
mostrador. Lo tomó y lo abrió rompiéndolo. ¡Ahí estaba! La
condonación no había salido. Le quedaban todavía nueve
años para salir. Rió feliz, por primera vez en mucho tiempo.
Ahora tendría un techo y una escuela seguras para el Milton.
Después sería diferente, a ella le gustaba tener esperanzas.
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Por Aldo Ferrante
Tu
mundo
La
transparencia
rojiza mutante
de lo real. El
paso, nuestro
mundo. Tu grito
ahogado, nuestra
tranquilidad. El amor
que nos llena, fruto
menudo. Rostro
como espejo, manos,
pies, olores
diminutos. La
inmensidad del
pequeño ser.
Alegría murió el
dolor. Ojos
profundos y el
deseo egoísta.
Con mi último
aliento, me llevo
tus ojos de
caramelo y
cielo.
Contraste
Fingió no haberme visto. Posó sus ojos de cielo en lo
incierto.
Me acerqué fingiendo no haber observado su jugada; fui
directo.
La miré a sus ojos de cielo y realizó un ademán de freno.
Rodeé la belleza de su cuerpo entero y sus ojos seguían
en lo incierto.
La miré a sus ojos de cielo y me alejé.
Incrédula rompió su quietud y persiguió mi huella en el
sendero.
Me alejé, se acercó, me alejé, me acechó.
Fingía no haberme visto y descansó su mirada en mí.
Apurando el paso me alcanzó... y me rodeó.
Cuando la tuve tan cerca, mis ojos
abrazaron la cúpula de su cielo.
Quien abre mis ojos
El sol no llega a mis ojos,
no veo cielo despejado,
no distingo colores que atesoren la fe de vivir.
Pero estoy acá para bancar.
Sostengo mi alma con la fuerza
que el dios de algunos me dejó por algo.
Será que no tengo que verlos...
Será que no tengo que reflejarlos...
El pasado ya pasó y no quiero volver.
Fragancias mutan aromas,
guardando el dolor de un mundo
con dientes afilados, bolsillos vacíos
y errantes cuerpos impensados.
Me apropio de la última esencia
que penetró mi medula,
esa que todo deseaba saber.
Y el pasado no es mejor... pero.
Lo que fue, ya pasó
no quiero hurgar en pretéritos,
aunque tal vez deba volver a verlo
para no insistir en reflejarlo.
Espera vana
Es un gusto nada más. Como nadar, pero con olas de
hierbas y espuma de jazmines del aire. Una sombra me
resguarda del tirano calor de diciembre. Deseo escuchar
tu llegada, en cada caricia del suelo. Despacio, sin querer
molestarme. Ruego que me molestes, quiero verte. Muero
en el deseo.
Abro los ojos y recuerdo... siete años hace que no estás.
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Por Celia Lipsky
Huída
Te mueves ondulando el viento que ensortija tus
cabellos en ese desaforado correr hacia la playa.
Agitada. Ansiosa.
Tus ojos se clavan en la inmensidad del mar, las
olas ruidosas, estremecedoras te invitan a un abrazo
eterno.
Yo desde la ventana con la mirada fija, absorta
veo tu silueta que desaparece entre espumas y vapores.
Lo imprevisto, incomprensible. Corro mas no llego.
Ahora me siento pesada como una estatua de
mármol, mis pies clavados no logran moverse. Tu
partida duele. La arena invita, empiezo a perder la
conciencia, una suavidad amada me roza y la
respiración honda del mar baña mi espalda, me acuna
y ahora te alcanzo.
Sueños aliterados
Sueños que se tejen enmarañados, ocultos como
encajes que se deslizan entre tenues y ondulados tules.
Sueños esperanzados que ruedan sobre suaves
terciopelos hasta perderse en la infinitud del olvido.
Sueños sutiles que nos transportan a otros mundos
entregados a una respiración acompasada, relajada.
Sueños que son la savia energizante que dan impulso
a la multifacética creación.
Sueños cual rara mixtura de fantasías y realidades
que nos hunden en un abismo sin fin.
Sueños que aceleran nuestros latidos, que provocan
sudor y nos estremecen.
Sueños donde el horizonte se traza rectilíneo, exacto
hacia el que marchamos sin llegar.
Sueños propios, únicos que se hacen añicos al
estallar, cuando abrimos los ojos.
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Por Julia Mansi
Luz verde
-Va a llover, Julia, es mejor que dejemos las ventanas
cerradas- dice mi esposo.
-Creo que sí – respondo- el cielo está gris.
-Te esperaba hace tiempo – dice el abuelo y me envuelve
en sus brazos.
La abuela amasa, papá levanta una pared, los tíos alrededor
ayudan como siempre.
Y la mesa espera y al mismo tiempo todos esperan el
momento de sentarnos a la mesa, esa cálida y cotidiana
comunión familiar.
-Pero ¿dónde estuviste mi niña?- pregunta otra vez el
abuelo, y agrega: - te esperaba hace tanto…y me da un beso
tibio en la mejilla.
-¡Julia!- el semáforo está con luz verde- avisa mi marido.
¿Dónde andabas? Lo miro y me doy cuenta que un rayito de
sol anuncia que el día ya no es gris. Hago un guiño, pongo
primera y seguimos.
Renacer
En un juego que no comprendo la bruma me envuelve.
No siento cansancio, pero casi es imposible respirar. Será
que sólo tengo el recuerdo, donde nunca dejaste de ser mío.
Aún te veo, ese último día. Tu cara perpleja, el adiós que no
entendías. Tú ibas, yo debía regresar, y aunque nunca lo
sepas, llevé tu amor conmigo. La bruma se irá , el cansancio
con ella y con mi amor y tu amor, te volveré a buscar.
Esta esquina que sonríe
Pasas y la esquina sonríe.
Tu minifalda al viento
sin importar el que dirán.
Es la esquina del amor.
Guarda los besos del olvido
y los del corazón.
La esquina sonríe.
No sabe de dolor.
El viento se lleva las historias
que estafan al corazón.
Por eso si otra vez pasas
sin importar el que dirán
te arrojará un “te quiero”,
esta esquina que sonríe siempre.
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Por María Mantovan
¡Señora, chist, señora!
¿Qué pasa señora que no avanza? La decisión está tomada ¿por qué ese frío y ese fuego la paralizan, la detienen?
¿Son los miedos? ¿Es la costumbre? Quizás todo, no...
Principalmente esos principios arraigados a conductas no
innovadoras, a que todo debe ser definitivo, con resignación
y por qué no con sufrimiento. A tal punto ha llegado este
deber que no se permite respiros, alegrías ni descansos. Es
una conducta dictatorial y sucesora. Me atrevo a juzgarla,
creo que debería ser decisivo y puntual. Encuéntrese a sí
misma y aprenda a disfrutar de los detalles, ésos que a usted
tanto le importan. Y deje de lado lo que no alimenta, lo que
duele, lo que lastima. “Difícil“ será su respuesta, ¿verdad?...Sí,
muy difícil, pero no imposible. Recuerde, ¿qué sucede que
no recuerda? Es cuestión de comenzar, comenzar... .¿Qué
pasa señora?
Hebras de plata
Allí está, sentada junto a la ventana que todos los días
alberga su soledad. Muda y absorta con su mirada perdida,
impenetrable, lejana. ¿Sus pensamientos?... parece que no
pensara. Pero, sí, piensa, pues hay palabras precisas en
momentos precisos, y según su propio refrán “ Las mejores
palabras son las que no se dicen”. ¿Por qué el silencio?
Seguramente los recuerdos llenan sus horas, que van y vienen
sin definir tiempo ni lugar. Pero junto a la ventana el mundo
insiste y se dibuja en la distracción del caminante, algún
que otro saludo no advertido y el perro que siempre la
acompaña mirando hacia la calle. Allí siente el calor del sol,
recoge el frío del invierno pese a la estufa y ella, inclaudicable
y silenciosa soledad, como es, la acompaña.
Etapa difícil la de la penumbra. Ya no cuentan las
decisiones ni los deseos. Todo parece oscurecerse y
malograrse o se deja de ser útil, sin saber si por propia
decisión o por imposición. El resultado es el mismo. ¿ Cómo
explicar que fue útil, y más? Tuvo una vida muy sacrificada
y laboriosa como quizás muchos de los que la juzgan ahora,
jamás lo hicieron. Rodeada muchas veces del murmullo del
ambiente. Otras, por el silencio o algo de música. Pero jamás
abandona su interior. Hasta la sonrisa se ha olvidado de ella
o ella la ha abandonado.
Solamente algunos acordes y letras la transportan quién
sabe donde. Algunas personas y circunstancias hacen lo suyo
alguna vez.
Así mi madre, día tras día, se marcha y se me ocurre que
lo hace sobre las vías de un ferrocarril que curiosamente
parecen hebras de plata.
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Por Hannah Martin
Necesidad
Necesito que me mires
una vez más.
No lo ves,
no puedo esperar.
De pronto tus pasos
se dirigen lentos hacia mi.
No puedo esperar,
te dejo un recuerdo,
mi nombre…
¿lo ansías guardar?
Necesito que me mires
para ver mi reflejo en tus ojos.
De pronto
es tu sonrisa
la que me cautiva
y en el silencio puedo
disfrutar tu calor
y
necesito de tu amor
para sentirme viva
y
necesito de tu ser
para ser más
y
necesito lo que quieras
pero lo necesito ya.
Mil vuelos
Lo cotidiano me abraza, me quema. Me envuelve
con suavidad en su zarza ardiente. Mis ojos fluctúan
en la ilusión y no ven más allá. Me busco en la noche
oscura y no me siento. Tampoco al frío que intenta
paralizarme. Aprieto los puños, tal vez escondiendo
algún rencor del pasado, que aflora en la angustia
presente. Te nombro en mi corazón. Vuelvo a pensar
en ti perdida en el tiempo. Te llamo, bien bajito, dentro
del corazón. Por fin te descubro en el aire y entras en
mi respiración. Estás en mí. Aleteas como un pájaro. ¿Buscas un lugar? Lo sabes, claro que lo sabes. Sin ti
no existo. Ahora lo cotidiano deja de parecerme un
infierno. Ahora el fuego se ha vuelto cenizas. Ahora
con tus alas, de ellas me levanto y contigo emprendo
mil vuelos. Y juntos construiremos ese lugar.
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Por Adrián Merel
La salida de Belén
Belén salió del edificio escoltada por su sombra y la de él. Fue una sensación rara, el aire frío a bordo de una brisa
tenue castigaba su rostro y contrastaba con el concierto de
bocinas y gritos que habitaban la avenida Libertador. Su piel
recibió el cambio de temperatura con extrañeza. Su piel aún
tenía memoria.
Él había anunciado que saldrían a celebrar. Las calles
destilaban manchas celestes y blancas a mares, enjambres
de seres gritaban y reían ensayando una suerte de coro torpe
y desafinado. Belén veía todo aquello como quién mira una
película, un tren de imágenes sin sentido bailoteando en sus
pupilas. Sentía ganas de llorar mas no lo hizo. Sus lágrimas
hubieran sido un juego de espejos invertidos ante tanto rostro
con llanto que habitaba aquella escena. ¿Y qué tal gritar? ¡Absurdo, pensó! El “Dale campeón” retumbaba en sus oídos
vibrándole por el tembloroso cuerpo.
Mientras caminaba trató de reconocer las calles que
pisaba mas todo le era ajeno. “Hoy los argentinos celebran
el triunfo de la patria deportiva” subrayó él mientras entraban
al restaurante.
El mozo que los atendió estaba tan eufórico como los
demás. El sitio estaba abarrotado de lenguas cuyo idioma
universal era el fútbol. Belén sintió unas ganas viscerales de
gritar, de contarle todo a todos, de ver sus reacciones.
Mas todo era nada bajo la inútil marea de oídos ciegos y
miradas sordas.
Él comió orgulloso. Ella tenía mucho hambre y mucho
asco y no quiso probar bocado. El mozo no quiso cobrarles
porque “el país está de fiesta” dijo alejándose.
El regreso fue largo como todos los regresos. Belén sentía
la ferocidad de la impotencia azotándole los huesos. Temía
acostumbrarse. Un río de lágrimas surcó su rostro. Por
supuesto que nadie lo notó. Se secó con la manga derecha
de su camisa marrón mientras reingresaba al edificio.
Cuando me liberaron, reencontré la avenida Libertador
vacía de voces y colores, igual que yo. Las calles volvieron a
serme ajenas. Mientras daba unos pasos supe que me había
quedado allí adentro, sepultada con sus gritos y recuerdos
entre aquellas paredes. Grité y lloré hasta agotarme, mas
nadie lo notó.
No es la primera vez
No es la primera vez. Por eso mi nerviosismo es apenas
un cosquilleo. Y comienzo el ritual, mirando tu rostro,
acercando mis manos al aire que acaricia tus párpados,
rozando mi piel sobre el terso dibujo de tu garganta. Siempre
quedo absorto. Finalmente, hundo la navaja con firmeza. No
es la primera vez.
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Por Guadalupe Molina
A las seis, pm
Salió de su casa como todos los días. Se había hecho un poco
tarde, ¡la maldita humedad y el cabello! Consultó su reloj: las
cinco y treinta, el tren tardaría unos diez minutos en llegar a la
estación y no lo quería perder. Ese día tenía un parcial y no podía
llegar tarde a la Facultad bajo ningún costo. No era la clase de
persona que deja las cosas libradas al azar.
La primavera estaba presente en la tarde soleada y se sentía
plena de vida. A esa hora viajaba poca gente hacia el centro, así
que se sentó en un buen lugar y junto a la ventanilla. Buscaba
aprovechar el trayecto para seguir repasando, así que sacó sus
apuntes. Estaba segura de que le iría bien, pero nunca se sabe.
Florencia estaba aburrida, la clase de la mañana se había
suspendido porque el profesor estaba con licencia a causa de un
resfrío. Miró las flores del jardín que apenas se abrían, se dirigió
al garaje, sacó su bicicleta y le avisó a su madre que salía a dar un
par de vueltas. –No vuelvas tarde- le pidió su madre esforzando
la voz, Florencia ya se había calzado los auriculares del walkman.
Y salía pedaleando con total libertad acompañada de la canción
que tanto le gustaba.
El sacudón del tren la apartó de la lectura. El tren se había
detenido en un paso de vía inesperadamente. Los gritos
desesperados, los llantos, las exclamaciones de impotencia, dolor
y las muchas preguntas sin respuestas la envolvieron. Colocó el
señalador para no perder la línea del texto y se asomó por la
ventanilla. La bicicleta había quedado destrozada junto a la vía,
inusitadamente de algún lugar venía la letra de una canción de
Fito Páez. Volvió la cabeza hacia los apuntes, y se revolvió en el
asiento, consultó el reloj, eran casi las seis, miró al guarda, luego
hacia la cabina del maquinista, mordió sus labios. El tren se puso
lentamente en movimiento, las manos relajadas volvieron a los
apuntes. Seguramente, llegaría a horario para dar el examen.
Inmensidad
Sentada en la cubierta
entre el ir y venir de las olas
disfruto en soledad, la tibia noche
y ...
embelesada frente a esta inmensidad,
no estando a mi lado.
te siento junto a mí.
Dime...
¿Qué ha sido de aquel amor
que juramos tan apasionados?
¿Se lo llevó el viento?
¿Se perdió en el tiempo?
¿Sabes?...
a pesar de tu ausencia,
frente a esta inmensidad
...te siento junto a mí.
Resiliencia
Viviré tu ausencia
como fue tu adiós.
Ya
estás en mi pasado.
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Por Nilda Villagra
Los pájaros
Cuando inicié el vuelo sentí que había elegido bien.
Diez mil metros de altura me alejarían de las situaciones
incómodas que tanto habían irritado la carcaza de un
espíritu endeble, me protegerían de la domesticidad
acotada por los jingles de limpieza y las recetas
instantáneas de budines y flanes, me despegarían de la
crítica lapidaria sobre textos que no eran entendidos.
La inmensidad errante sería la escudera de una
soledad esquiva al tedio de la mediocridad. Las alas me
conducirían hasta la luz mientras mis manos hundían la
asperidad del plumaje, acariciando el cuello rugoso y la
cresta airada.
El cóndor parecía comprenderme; seguía planeando
con renuncia a la rapacidad...
Me instalé sobre él a horcajadas y juntos recorrimos
la plenitud nostálgica de Punta Alta, Puerto Belgrano,
Tafí del Valle, Horco Molle, el Barrio Latino, El Mercado
de las Pulgas, la cuesta del Totoral...
Decidí que si arrancaba una de sus plumas despejaría
de metáforas aquellos versos, ajustaría el argumento de
ese cuento, proclamaría mi rechazo a los espejos y a los
laberintos, trituraría con ternura la frialdad del mármol.
Y el vuelo también me alejaría de Hitchkock para
que no me incluyera en su película “Los pájaros”; no me
captarían para el elenco de “Pasaron las Grullas”,
tampoco sería el ganso de “La Gran Tentación”, ni el
lorito de “Paulie” y menos “El Pájaro canta hasta morir”.
Los pájaros... me trasportaban hacia el delirio de los
colores y la sonoridad; la escritura me perseguía con la
frondosidad de Quiroga; el agua me inundaba hasta la
neurosis de Virginia, mientras las cámaras filmaban el
desplazamiento al infinito de todos esos fantasmas...
yo me había caído de la cama.
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Por María Elena Ortiz
Sueño
Soñaré para siempre que has entrado en mi
vida con el dulce tormento de no verte jamás.
Palparé en los silencios de la noche estrellada
tu perfume a violetas y el incienso de altar. Algún
día en lejanos recados de la muerte un ángel,
una estrella ¿nos volverá a alumbrar?
Seguiré soñando, esperando aunque mi alma
hecha trizas sabe que no volverás.
El árbol
No lo recuerdas, pero aquel día lo dijiste,
aferrado a la almohada, de espaldas.
Mi vientre comenzaba a llevar otros latidos y
lo presentías. Sentiste miedo.
Tus pupilas vacías, tristes se extraviaban en
otro lugar, donde tu mente también desaparecía.
No estabas preparado, no entendías, no podías
con vos mismo y te dejaste llevar.
“Un día de estos voy a desaparecer”. Tonterías,
me dije. Ya va a pasar. Además en casa no teníamos
armas, - superstición – “las carga el diablo”.
Siempre admirabas los nidos y los pichones que
el árbol de nuestro jardín albergaba cada
primavera.
Hasta aquella mañana en que el silencio fue
más hondo y más largo cuando te encontré
suspendido debajo de la rama más gruesa. Nunca
me perdonaré haber olvidado que en el galpón
guardabas una soga...
La novicia
Había esperado siete años y ya no dejaría pasar más.
Ernesto había sido otra historia, ¿Qué cuando se recibiera
de abogado? No. Dejaría pasar el cumpleaños de su hermana
y lo hablaría con su madre. Le costó esconder la pena durante
la fiesta, ni siquiera su madre lo notó. Ni bien terminó la
reunión, con las primeras luces de la mañana se lo dijo. Su
madre después de permanecer callada tan sólo murmuró:
“Ese no es tu destino”.
Partió dejando atrás el humo de las chimeneas de las
fábricas, las calles empedradas, el griterío de los chicos en
la canchita de fútbol, las hojas de los plátanos que habían
empezado a caer. El monasterio la esperaba y la vida retirada
también.
Seis meses después la cabellera que había sido rubia,
ahora descolorida se exhibía castaña. Ese día su madre, su
hermana, sus amigas y Ernesto esperaban en la capilla. Desde
un órgano llegaba un canto Gregoriano y desde los bancos
el murmullo del rosario. Una a una las novicias fueron
pasando y aceptando sus votos.
Ella era la última en la larga y apretada fila. Casi no se la
veía. Sólo el cabello de a retazos. Cuando llegó frente al
altar, muchos ojos se iluminaron. Los hábitos venían
prolijamente doblados sostenidos por sus manos. Se arrodilló
besó el piso y los dejó. Miró la gran Cruz del altar y se
persignó. Fue hasta donde estaba su familia, hubo silencio y
abrazos.
Sintonía para dos
Dos almas se descubren
en dulce amor platónico
se queman sin querer
en la pasión escondida.
Dos almas frente al mundo
se aíslan, se rechazan
y como rocas,
pierden su color.
Dos almas en la noche
florecen en delirios,
y apenas hallan calma
en el amanecer.
Dos almas que reaccionan
sabiéndose engañadas,
resignan enfrentarse,
y se niegan el perdón.
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Por María del Carmen Poyo Martínez
Fue por el costado de la rosa
Por el costado de la rosa,
fue por el costado,
cuando erguida sospechó el amor
mientras abría sus pétalos mejores,
ávida serial
de grama y desparpajo,
de nocturnos y de albores...
Fue por el costado de la rosa,
después del alba,
cuando comulgaba con los astros
y se volvía reina sideral,
cuando en convención secreta
pactaba eternidades.
Fue por el costado...
Perfume libre,
historia breve...
... henchida de rubores.
Fue por el costado de la rosa...
Como un cuchillo gélido
...entró la oscuridad.
(inédito)
Y de muy cerca: RENÉE RODRÍGUEZ
una gran profesora
Reneé Rodríguez vive en la casa en que nació, en
una de los barrios mas bonitos de San Andrés. Sus
estudios primarios los realizó en el colegio nuestra Sra.
de la Misericordia de San Fernando, luego el ciclo
segundario en el “Liceo Nacional de Señoritas de San
Isidro” para continuar los universitarios en la vieja
Facultad de Filosofía y Letras cuando estaba en la calle
Viamonte y San Martín. Coronan su vida docente, más
de cincuenta años de actividad.
Desde el monólogo interior, el soliloquio y
la pincelada del relato
Mi Criptex interior
Los espacios poco frecuentados de la casa nos llenan de
sorpresas con los increíbles hallazgos de viejas cosas que
tuvieron que ver con otras personas, otros estilos, otras
generaciones y tal vez con nuestra infancia.
El día que decidí desocupar el altillo, quedé impactada: ¡Cuánta vida muerta había en él! ¡Cuántas manos laboriosas
y creativas me habían precedido! ¡Cuánta lucha intelectual
olvidada ingratamente entre la oscuridad y el silencio, cosas
que en su momento, se habrán hecho entre acordes
chopinianos y la luz del sol!
Fotos sepias de jóvenes mujeres ataviadas con puntillas,
lazos, flores, elegantes peinados que con gracia sujetaban
matas de renegridos cabellos. Un pequeño frasco de perfume
roto que celosamente escondía unos bucles dorados, que el
tiempo amarilló. Más allá, una caja amorosamente cerrada.
¡Eran cartas de amor! Tentada quise leerlas, pero me sentí
abochornada del pretendido arrebato indiscreto. Allá, sobre
un viejo botiquín – que aún recuerdo en casa de mi abuela
materna – otro envoltorio. Lo abrí, mientras un imperceptible
polvillo despertaba de un largo sueño, confundiéndose con
un rayo de sol que lo tornaba un bello arco iris bailarín. ¡Oh!
Maravilla, guardaba fascículos del Quijote del año 1850; ¡Ay,
mis antepasados españoles!
Y aquí, donde tengo apoyado mi brazo, la máquina de
coser Singer de la cual salieron decenas y decenas de pañales,
cortinas y aquellos blancos guardapolvos tableados… Al pié
de la máquina, un cofre de madera que guardaba llaves, ¡Sí,
llaves!, enormes pesadas, innumerables…
Pensativa, a media voz musité:
¡Pobre llave desdentada,
si no cierras ni abres nada,
para qué te he de guardar!
¿Para qué?
Son sólo un símbolo de otra época, otros bienes, otras
gentes…
Las verdaderas llaves son las del corazón, esas invisibles, únicas. Las que atesoran recuerdos, sentimientos, secretos
familiares, aquello que hubiéramos querido ser y por temor
o cobardía lo ocultamos bajo esa llave que ningún cerrajero
forjó, sólo nosotros.
Forjarlas nos llevó la vida.
Benditos aquellos que tienen la capacidad de tener en su
pecho esa caja inviolable que nunca alivianará divulgando
amores imposibles, infidelidades o actitudes perversas que
han afectado nuestra paz.
Amo a mi llave. Sólo ella y yo.
Ella, yo, mis secretos y Dios. Cosas que calla el alma y
recuerda con dolor el corazón.
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Por Mabel Spinelli
Nevado de lilas
Un cansancio me envuelve, ya me decidí. Preparo mi valija
con rueditas y me alejo de estos días azorados.
El viaje fue largo, pero en mi descanso siento que me
rodea una de las siete maravillas del mundo. Es tanta la luz
que las plantas trepadoras crecen y decoran como columnas
egipcias, todo lo que encuentran al paso. Miro el jacarandá,
totalmente florecido. Las flores lilas en toda su gama, no se
encuentran ni en la paleta de un pintor. Árboles, árboles tan
bellos como la vida. ¡Qué asombroso es este pequeño paraje!
El arroyo caudaloso me llama oculto entre matas y
arbustos, lo observo, mis retinas se llenan de colores y me
siento casi como dentro de un cuadro de Van Gogh, recorro
los montes en sus verdes colores. En un impulso que no
domino salto , me sujeto de una rama. Mis manos la abrazan
como tentáculos: Mi cuerpo se transforma en un péndulo
suspendido en el espacio. Río, río y grito. ¡Ay! No sé que
hacer. Sorpresivamente una abeja me acosa, quiero escapar…
Clava su aguijón y ¡Zas! Súbitamente me encuentro sentada
en un nevado de lilas.
A la vueltita
Cerca del árbol frondoso que nos habían indicado,
veríamos la casa de Rosendo Vargas.
- ¡Buen día amigo!- dijo la voz.
El hombre del rostro rudo y arrugas surcadas por el sol,
lucía bombacha y botas campestres.
Nosotros íbamos en busca de algo precioso e
indispensable.
- Señor ¿usted sabe cómo llegar a la casa de Rosendo
Vargas?-respondió.
- Aquí no más, a la vueltita no más…¿Ve el ombú, allí a la
vueltita?
Los pastos hacían difíciles el cruzar, paja brava.
De pronto el viento soplaba y se detenía, se detenía y
soplaba. Parecía estar cerca el amplio árbol de raíces
enmarañadas y copa extendida en el cielo.
Íbamos sueltos, el calor nos cubría el rostro de un húmedo
sudor. El perfume de eucaliptos impregnaba el aire. Volaban
los patos y aún de día serpenteaban los cuises.
Chapoteábamos en el barro y la paja que se hundían a
nuestro paso.
Cerca galopaban alazanes dorados con crines largas
soltadas al viento. Un relincho de pronto nos detuvo.
Cansino, mi acompañante me consolaba.
-Te lo advertí – El camino es ciego, largo y difícil.
Montado a caballo espoleándolo suavemente, un poco
taciturno, mirando fijo el horizonte, reapareció el hombre
que nos guiaba con una fusta en la mano. Se movía con un
gesto en el rostro y extendiendo una mano dijo:
-Aquí no más don, a la vueltita.
En una hondonada cercana al molino descubrimos la casa
que buscábamos. Un girasol solitario parecía saludarnos
Cientos de abejas nos preanunciaban el colmenar.
Zumbidos que subían y bajaban, sabían a coro que
rítmicamente indicaban el tiempo de cosecha.
Saber de cada uno
Cada uno sabe dentro de su existencia, cuanto le dio la
vida.
Cada uno sabe si esa existencia fue mediocre, solitaria,
sumergida en el abismo del silencio coexistente.
Cada uno sabe como fue la entrega para el otro.
Desinteresada, profunda abierta para conocer el alma.
¿Te conozco? , ¿Me conoces?
¿Eres? Existo para ti.
Somos…
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Por Liliana Spaltro
Sólo dos
Yo,
imagen piel
de lunas en sombras.
Vos,
remolino feroz,
usurpando mis noches.
Yo,
agua clara,
eclipse detenido en el espacio.
Nosotros,
sólo dos,
sumergidos en el suburbio del tiempo.
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Por Adolfo Velázquez
Música de piano
Y ese patio exterior, que tuvo su “encere”, su brillo...
llega al portón de madera, luego la vereda, la calle, el
mundo.
Veo la niña, alta y delgada, con un corte de pelo tipo
Cristobal Colón, y su mirada pura inocencia, tal vez un
algo de ausencia...
Veo más niños, juegan, van y vienen, ríen, casas
vecinas, calle y vereda. Su burbuja, algo que recordarán
como lo más aproximado a la felicidad.
El mundo y veinte años han pasado... te han pasado
por arriba, te arrolló la vida, y duele hasta el hueso,
hasta el pelo duele.
El viento y las hojas siguen dando vueltas por ese
patio, opaco ahora, pero también hay tierra y papeles y
plantas muertas; y la obstinada “nonna” que se ocupó
de todo ya no está...
La coreografía de sobrevivir, las vueltas de la vida, el
paso en falso, errores propios y ajenos, la mala suerte;
la casa en venta y lo incómoda que te pone el sólo venir
un ratito a mostrarla...
Música de piano ya no hay, lo dejaste por ahí, en el
camino, no nos conocíamos; nada de octavas me decís
ahora, que te acompaño, que sos una mujer. De la niña
que eras sólo queda la mirada (claro, falta la inocencia).
Buena amante
Llegué tarde, otra vez...al menos, ella ya sabe que es
así.
Me ve, me apunta con el índice y gatilla con el pulgar ahí
me perdona-. Ni saludo, me siento enfrente y llamo
al mozo.
Nos miramos, cómplices...guiño el derecho, tomo sus
manos y reviso sus uñas, porque se las come,-también
los “pelechos”-.
“¿Cuánto tiempo tenemos?”
- Alguno de los dos dirá.
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Por Juan Viaggio
La cita
Se miró al espejo y el aire, dentro del cuarto, se impregnó
todo de ella.
El viento, con los ojos intoxicados, la espiaba por una
rendija de la ventana, corriendo sutilmente la cortina sucia.
Aún era temprano y él no debía llegar, había tiempo de
sobra para ultimar los detalles.
La cena sería exquisita y estaría servida en el momento
justo, ni un minuto antes, ni un minuto después, “igual que
la muerte”, pensó torciendo irónicamente los labios, como
si hubiese querido trasladar la sonrisa a la mejilla.
“Velas, eso es, pondré velas, y mi sombra envuelta en
seda interior, se irá ondulando en la penumbra de su cuerpo
y concebiremos el fin de los días de soledad.”
Iba y venía dentro de la habitación, rebotando del armario
al espejo, que ya se había cansado de halagarla. Se veía
radiante, se pusiese lo que se pusiese. No había una sola
prenda que no se quisiera escapar del cautiverio del ropero,
para vestir la desnudez que sería desvestida.
Su largo encierro narcisista, le llevó más de lo previsto, y
aunque se había hecho tarde, todavía era temprano.
Echó un ligero vistazo para convencerse de que todo
estaba bien dispuesto, apagó la luz y dejando la oscuridad
perfumada, cerró la puerta. En la pequeña casa, al igual que
en sus manos, cada rincón era frío e inmenso.
-Yo creo que la espera es una cuestión de espera, no de
paciencia, a ti ¿qué te parece?, Ninfa-. La pobre perrita la
miró con una anciana y grisácea ceguera, le movió
estáticamente la cola, y le devolvió un ladrido casi mudo,
como un quejido que pide permiso a la respiración.
-Si, tienes razón, un perro sólo aguarda a que su amigo
esté de regreso, lo que no es poca cosa, esa sí que es una
espera, una de almohadones diría yo, y cuando estás por
pasarte al otro, ése, el más nuevito y de mayor comodidad,
escuchas el ruido de las llaves y, de un salto a la puerta, con
todo ese festival que hacen ustedes, el vecino entra, saluda
a su mujer y su perro, si es que tiene, claro, y tu ya ni te
acuerdas cual era el almohadón...
Ninfa apenas la oía, no porque fuera casi sorda, además
andaba somnolienta y agitada en el sillón que había debajo
del viejo reloj de la sala.
La miró con compasión y un zarpazo de la conciencia le
hizo levantar la vista de súbito.
La impuntualidad de las agujas se clavó en punto en sus
pupilas, repitiendo la misma mentira del tiempo, una amarga
saliva le recorrió la garganta, y una nube de arena se atoró
en su corazón.
Prendió un cigarrillo, bebió la última copa de vino, y se
durmió sobre el lomo de Ninfa, a la misma hora en que
amanecería.
El camioncito de cumpleaños
Como pasa el tiempo, y a este camioncito, canoso y ajado
como yo, se le han secado las ganas de jugar. Y eso que
todavía soy un niño. ¿Cómo ha perdurado en mi vida?, lo
miro y ni me acuerdo cuando era un viejo. ¿Y si estiro mis
manos, y lo tomo con suavidad?; bueno mis manos, si ya no
distingo las arrugas de los dedos. No me importa, yo solo
sabré como se ve un anciano jugando con él.
Mejor lo dejo donde está, porque pobrecito, las tres
rueditas que le quedan no van a soportar el maltrato que le
daría al jugar como las ganas me lo dictan. Ahora me acabo
de acordar, si lo muevo de su lugar, voy a olvidar de donde
lo saqué. ¿En qué sitio habré puesto el retrato? Deseo ver el
rostro de mi María, pero si estaba junto al camioncito, por
alguna razón lo saqué, si me iluminara el motivo, quizá logre
encontrarlo. Mi María debe de estar muy decepcionada, un
viejo aburrido y melancólico que sufre de anacronismo. ¿Si
lo tomo entre mis manos? Ella me lo regaló en mi décimo
cumpleaños y... ... ¿hace ya diez años, que la vida me dejó solo?
Pero él sigue aquí, cojo, desganado, y con la trompa
apuntando a una almohada vacía. ¿Nunca más le he
cambiado la funda? ¿Serán mis manías de viejo triste? Si es
así, entonces no lo muevo, qué joder, que siga viéndonos
dormir. ¿Dónde habré puesto el retrato? Estaba junto al mío,
detrás del camioncito.
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Por Analía Villanueva
La fecha
Había pasado días estudiando. Estaba segura que ahora
nada la distraería. Salió caminando hacia la parada de
colectivos, cientos de personas ausentes a su alrededor. Ella,
concentrada sólo en el examen, totalmente abstraída.
Iba repasando sus apuntes mientras cruzaba la avenida.
Un grito, una frenada, y volvió al asfalto, casi la atropellan -
sí que era distraída -.
Por fin llegó. Se sentó en el primer pupitre, sacó una hoja
y colocó en el margen superior derecho su nombre, y la fecha.
De pronto se dio cuenta.
El examen había sido el día anterior.
Te espero
Te espero amor y no te conozco,
te veo en el futuro, pero te alejas.
El tiempo de jugar también se aleja.
Espero al amor sin conocerlo.
Sigo esperando.
Sé que me buscas,
recorres los cuatro vientos
vuelas el cielo, caminas la tierra
navegas todos los mares
y te rechazan.
Sigo esperando.
Buscas suavidad
buscas franqueza
buscas paciencia
buscas ternura,
me buscas, amor.
Sigo esperando.
Casi perdido, encuentras una gitana
- la suerte ya está echada -
pensaste en todas, pero no en mí
estoy demasiado cerca para que me veas.
Sigo esperando...
La esperanza
Vos
y yo
y ella
Los tres
Nosotros
Hoy, somos uno
Pronto ya no lo seremos
Una vida más está por llegar
¿ seremos cuatro o cinco ?
Quizás seamos muchos
El amor genera vidas
La vida con amor
se vive y se disfruta
Si hay una vida más
es una esperanza más
y un problema más
y una boca más
Más tarde, el llanto
la alegría y el sueño
No dormir y soñar
Soñar que somos más
Ya te esperamos
¿ Cuándo llegarás ?
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Por Toribio Wamsiedler
Otra rosa
Entre el sueño y la vigilia, entre ese estar dormido o
despierto, vi que cortabas una rosa, y en un florero
enterrabas su destino fijándola en un tiempo
irremediable, hacia el no tiempo. Pasé la noche en vela,
cerré los ojos, cuando la nieve se derritió blanca en el
alba y vi a la rosa del florero resucitar. La transportaba
un ciego en sus manos abiertas y extendidas. La lluvia
caía sobre el mar y mojó mi cuerpo desnudo llenando
mi boca y apagando tus deseos y los míos. Abrí los ojos.
Miré el rosal desde la ventana, tenía otra rosa.
Lo cíclico
La economía parece cíclica, avanza, se detiene, se
detiene, avanza. Lo mismo pasa en la relación con mi
mujer y en el trabajo. Hoy, hasta “el techo”, mañana
sin nada. ¿No será el viento que nos rige? Sopla y se
detiene, se detiene y sopla.
Será cuestión de pedirle que sople nomás.
Un eco en ecos
Ya la esquina no será.
Ya la esquina no será la que antes era.
No estará tu figura en este invierno
calentándose frente a la fogata,
con un tango mudo entre los labios
mirando, como si no miraras, más allá de las figuras.
Ya no estarás bancando al viento, que pone frío en la calle
mientras juega con las hojas que perdonó el otoño
en la esquina de Mendoza y Sarmiento, que
no será la que antes era.
Tu sonrisa... un recuerdo en recuerdos.
Tu saludo... un eco en ecos.
¡Carlitos!
¿Te fuiste al cielo a vocear los diarios?
¡Canillita!
¡Qué en paz descanses!
Toribio (cliente)
Porque alguien me enseñó
No te lavo,
para no sufrir tu hedor.
Te lavo, para que estés bien,
te sientas cómodo, tengas salud.
Te lavo porque me interesa
tu estar, tu sentir, como subsistes.
Te lavo para comunicarme
y aprender tus necesidades
o cuánto te falta para ser feliz.
Te lavo, porque alguien me enseñó
que es un gesto
de caridad maravillosa.
Te lavo, para tener la gloria
de estar arrodillado
lavándote los pies.
Todo hermano es una buena noticia.
Todo hombre es un Evangelio a descubrir.
Cuestiones sustantivadas
La alegría de verte.
Las ganas de escucharte.
Los deseos de amarte.
Las ansias de sentirte.
La curiosidad de saberte.
El hambre de besarte.
El apremio de tocarte.
La necesidad de acompañarte.
La fuerza de abrazarte.
La melancolía de recordarte.
La nostalgia de tu ausencia.
La angustia de no sentirte.
La lágrima de extrañarte.
La dicha, de reconocerte y reconocerme.
El blanco
El eterno arquero
Elfo, que en el
disparar la flecha
dispara su alma, crea
en mi, una utopía
ser como él.
También su blanco
que al ser herido
lo define, blanco.
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Por Gerardo H. Goldberg
Acción
Ahora estaba inmóvil en su habitación del barrio
Congreso, pensando en lo inmóvil que estaba en su habitación
del barrio Congreso. Antes, se regodeaba pensando en su
capacidad de análisis, de elaboración intelectual en teorías
complicadas acerca de la vida. Y ahora se daba cuenta de
que la vida era acción y él se la había pasado pensando en
pensar. Se preguntaba qué hacer para salir de esa telaraña
mental, hasta que se dio cuenta de que la solución era “hacer”. Había que hablar, gritar, saltar, etc. Todo lo que
implicara acción. Cualquier cosa que no lo dejara quieto,
para poder escaparle al pensamiento, a la intelectualización.
Sólo acción.
Decidió salir a correr. Sí, había que correr sin parar.
Cuando terminó de ponerse las zapatillas pensó que haría
lo que fuera para huirle al infinitivo. No “correr”, sino corrí,
corro, correré. No “saltar”, sino saltó, salté, saltamos. Porque
un verbo en infinitivo, como pensar, siempre era algo
paralítico. Lo que implicaba siempre quietud, pensó (piensa,
pensará).
Corría sin parar (paro, paras, para). A veces más rápido,
otras más lento. Sin saber (supe, sabré) a donde ir (fui,
iremos). Sin haber pensado adonde ir (iré, voy). Decidiéndose
por tomar (tomamos, tomo) una calle u otra sólo por los
instintos, un tanto extintos, después de tanta racionalidad.
Las personas pasaban a su lado como desdibujadas. Eran
un pequeño vientito que rozaba su cuerpo. Hasta se podría
decir (dijeron) que sólo sus pies corrían, ya que su cabeza
giraba y giraba pensando en no pensar (pensó).
Al llegar (llegaremos) a la avenida Rivadavia, no reparó
en que debía quedarse parado. Había que correr sin parar
(parará, pararon). Siguió de largo sin importarle los autos,
los bocinazos, las frenadas abruptas. Para él, los semáforos
dejaron de ser (son, fueron) datos útiles para convertirse en
datos sutiles. Cada respiración destilaba adrenalina. Cada
transpiración supuraba toxina.
Cruzó hasta la plaza del Congreso. Al pasar (pasó) por la
réplica de “El pensador” de Rodin, lo abrasó el frío de verlo
desnudo y, a pesar de ello, tan abstraído en su pensamiento.
No quiso pensar (pensó), pero pensó.
Pensar, pensar, pensar. Y paró de correr, todavía con el
cuerpo hacia Hipólito Irigoyen y la cara vuelta hacia la
estatua. Parar de correr también era “hacer” algo. Era pasar
de una acción (correr) para hacer otra (parar). Pensó que el
infinitivo también era acción, al fin y al cabo. Correr. Parar.
Imaginó que la palabra “infinitivo” derivaba de “infinito”,
por lo que no sólo eran una acción, sino que además la
convertían en eterna. Yo correr. Yo parar.
Entonces pensar también era acción, pensó.
Y se quedó inmóvil sobre sus dos piernas.
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Por Jonathan Cabilla
Rima I
Como salida de un cuento
como perdida en el tiempo,
como entregando su cuerpo
a los cinco elementos.
Como si la belleza fuera eterna,
como si la maldad no existiera
como si poesía pura ella fuera,
aguarda.
Como si sus ojos cerrados
aún dormidos, miraran
un millón de estrellas
en el sol del desierto
con los párpados cerrados
y los ojos del alma bien abiertos,
aguarda.
Como si fuera la bella durmiente
esperando con su sueño eterno
al príncipe azul y tierno
que con su beso la despierte.
Como si la piedra filosofal
fuera su corazón
y su boca de fuente,
aguarda.
El misterioso lugar
donde volar su libertad
la rima
aguarda.
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Por Juana Schuster
Lo eterno
No envejece la ostra
dentro de la valva intacta.
No envejecen las hojas secas,
porque los otoños son eternos.
No envejece el sonido,
porque hablo contigo.
No envejece el cariño,
porque lo siembro.
No envejece el mar,
porque el faro guarda sus secretos.
No envejece el pájaro,
porque no hay jaulas.
No envejece el amor,
porque es eterno.
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Por Romina Carrizo
Mirada
¿Cómo dejarte pasar,
si me muestras
el mundo
en la transparencia de tus ojos?
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Por Luis A. Goncalvez
Imposible
Algún día
sabrás de este sentimiento.
Ahora
solo te llevo, callado
en mi corazón.
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Por Carla Estefanía González
Inexplicable
Es locura
pensar
que siento mariposas
cuando te veo
¿El amor se explica?
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Por Raquel Meninato
Ilusión
Te vi y fue primavera
inolvidable avanzando
los días. Y yo, condenada
a callar.
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Por Violeta Sturnich
Recuerdo
Te recuerdo
en cada instante,
y recordarte es,
dulce suerte,
de encontrar
otra vez
la caricia de tu mirada.
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