El desafío de crear nuevos espacios identitarios de transformación sociocultural
Contenido Mítico, Vía Dolorosa
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Rescatando protagonismos del Yo... José de San Martín
La fisonomía cognitiva de la muerte
Los límites ¿una isla perdida?
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CRÓNICA
Reneé Rodríguez
Basado en el cuento de Augusto Roa Bastos “Regreso”
Deseábamos con mi esposo hacer un paseo recordatorio por la histórica ciudad capital de la Provincia de Buenos Aires: La Plata: tupidos parques, endiabladas diagonales, preciosas casonas patriarcales que nos recordaban las antiguas fincas de nuestros abuelos y allá en el fondo del inmenso ATRIO, Ella, la neogótica y tradicional Catedral de La Plata, monumental en su singular aspecto gótico que nos habla de otras culturas, de increíbles arquitectos que aún sin contar con la maravillosa tecnología actual supieron hacernos herederos de techos gloriosamente pintados, de finas torrecillas que se elevan al cielo y que culminan con una cruz que Dios sabrá cómo pudieron insertar a tan gran altura, 112 metros. Luego las puertas de grosísima madera, talladas con graves figuras de santos y de apóstoles. Y así, consternados ya, ante tanta majestuosidad, penetramos al recinto imponente. Sus vitrales espléndidos en su recordación, en sus colores deslumbrantes y a la vez conmovedores; bajamos la vista y observamos los confesionarios; también de madera que reproducían el frente de la Catedral con minuciosos trabajos hechos por orfebres realizados en roble de Eslavonia, y multitud de tallas de madera hechas artísticamente por el escultor tirolés Leo Moroder.
Pero la obra que me sustrajo de tanto lujo y grandeza fue el Vía Crucis. Tallado éste, también en madera, pero que evocaban las dolorosas imágenes de los nativos de la doliente América. Y recordé con honda consternación a nuestros personajes que creo que también pueden ser míticos: Locú Godoy y Sevoí (el lombriz).
En la primera parte del Vía Crucis el Señor dice: “No existe amor más grande que dar la vida por los amigos”. Y así lo hace Locú, en su pretensión de querer ayudar al joven que llamó su hermano, y al cual ofrece como poder de vida su casa y el amor de su madre. Sus grandes fortunas.
Como Jesús, que carga la cruz y va hacia su agonía, Locú carga con su hermano hambriento, desnutrido, golpeado y casi inconsciente, y así cree llevarlo hacia el paraíso, su hogar; que luego se transformó en el más terrible de los infiernos. Y así sigue Locú con su hermano al cual castigan y escupen los guardias y que acompañan con estentóreas risotadas y duras mofas, pero ellos en silencio, tratan de soportar la terrible vigilia.
Pero ya están por llegar… No eran verdugos los que así flagelaban a los desposeídos, eran otros seres inferiores, pobres de sentimientos, ricos en crueldad, dioses de la maldad. No crucificaron a esos pobres y hambrientos seres que solo buscaban mitigar la pobreza de sus hogares. Era diabólica lujuria de sociedad mal parida…
Y allí estaba al final del camino María Magdalena, suplicando, abrazada a los pies del injusto militar, por la vida del hijo probo, que sin saberlo estaba defendiendo los derechos del hermano, casi niño, y del otro, el protegido que pondría en los brazos de su madre, a la que en ese momento le partían el corazón con el estrépito de dos balas, que nadie escuchó pues las apagó el grave grito de: ¡Cobardes! ¡Adiós, mamá! Y ¡Viva la patria!
Y en ese momento Cristo expiró…
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