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Apuntes literarios

Gaston Leroux

Mariano Buscaglia

Con el correr de los años, la fama del escritor francés Gastón Leroux fue petrificándose alrededor de una única obra: El misterio del cuarto amarillo - Le mystère de la chambre jaune, 1907. Primitiva novela de género policial que marcó un antes y un después en cómo desarrollar un enigma, cuya premisa es un asesinato imposible.
Gastón Leroux es un autor ignorado, exiliado a la categoría de escritor de folletines crepusculares – que lo fue – y de novelas absurdas – que lo eran –. En cualquier estudio que se precie sobre la historia de la novela policial, Leroux es un autor ineludible, pero a la hora de citarlo, se lo hace de forma expedita y con cierta renuencia por parte del especialista. Repito, se dice que fue un autor de folletines ridículos, añosos para la época, un deudor de lo peor de Xavier de Montépin o de Émile Gaboriau.
Las escuelas literarias, en su afán de corrección y de clasificaciones, olvidan que tanto Leroux, al igual que su colega Gustave Le Rouge, fueron admirados por los vanguardistas literarios de la época, en especial por el surrealismo, o sea, por esas corrientes literarias que dieron pie a lo que se lee hoy día.
Como muchos periodistas, derivados en escritores a tiempo completo, Leroux se dedicaba a la literatura por entregas, conocida también como “de folletín”. Más que una forma de literatura, más que un género, era una manera inteligente –y comercial- de sacarle más jugo a un libro. Primero se escribía por entregas y, si la lectura era acompañada por el éxito, luego se editaba en volumen. Autores como Dickens o Víctor Hugo publicaron sus obras de esta forma.
El objetivo de la literatura folletín era sólo uno: incrementar la tirada de los diarios, algo que tuvo mucho que ver con el advenimiento de la revolución industrial y la consecuente alfabetización de las masas. Las historias eran trepidantes, pero por lo general la construcción de los personajes pecaba de artificiosa, la mayoría de ellos eran meros fantoches del destino al que los sometía su creador. Un escenario donde el drama alcanzaba cuotas altísimas y rimbombantes en sus exageraciones teatrales.

Gaston Leroux

Ponson Du Terrail, el creador de Rocambole, fue uno de los primeros autores en toparse con el problema de tener que resucitar personajes bajo las exigencias de los lectores u obligado por los caprichos de una trama no demasiado meditada. Esto dio pie a que personajes que habían muerto bajo las dentelladas de antropófagos australianos –como lo leen- volvieran al ruedo literario tras una treintena de capítulos. No es de extrañar que este tipo de desplantes literarios, complotaran contra el género folletinesco y dieran por resultado un montón de obras de calidad menguante. De aquí que un autor tan extemporáneo en este campo literario, fuera catalogado como menor desde el vamos.
Lo primero que se descubre tras una lectura atenta de la literatura folletinesca, es que los propios autores no tomaban muy en serio ni a sus obras ni a sí mismos. Es legendaria la respuesta que le dio Eduardo Gutiérrez, nuestro mayor escritor de folletines, a Miguel Cané, cuando el autor de Juvenilla lo indagó acerca de sus libros: “eso no es para usted; prométame no leerlos nunca”.
Gastón Leroux también recurrió a la ironía, pero lo que en sus ascendentes literarios fue una forma de expresar amargura ante un género que asfixiaba sus talentos, en Leroux fue un arma para ir más allá del género, para romper las barreras que apresaban a un autor demasiado grande para sentirse dichoso con el éxito mundano de ser un periodista devenido en escritor o un autor devenido en artista. Leroux no tomaba serio una cosa ni la otra.

Gaston Leroux

El absurdo es una de las premisas más fuertes del quehacer novelístico de Leroux. A través del absurdo, el autor de El Fantasma de la Ópera, fue creando algunas de las historias más originales gestadas en los albores del siglo XX. A vuelo de pájaro señalaré las siguientes: una habitación cerrada donde se asesina a una persona, sin que el asesino escape y que, sin embargo, no se lo encuentra cuando se abre la puerta – El misterio del cuarto amarillo; una serie de asesinatos en una posada donde los indagadores policiacos descubren las huellas de los pies del asesino, pero impresas en el techo – Balaoo, 1911; una novela que tiene por protagonista a un vampiro decadente, un asesino recluido en una cabaña y un hombre mecánico creado por un maestro relojero – La muñeca sangrienta y La maquina de asesinar, La poupée sangrante - La machine à assassiner, 1923; una teatro dominado por la presencia de un fantasma – El fantasma de la Ópera, Le fantôme de l’Opéra, 1911; la gesta de una reina gitana secundada por un hombre de seis brazos que, en vez de caminar rueda y un hombre tan espigado que atraviesa las rejas más delgadas – La reina del aquelarre, La reine de Sabbat, 1910; las insólitas aventuras de un periodista devenido en detective, cuyo nombre, literalmente, significa Bola que Rueda.
Estas tramas inauditas, que también repetiría Gustave Le Rouge y, en menor medida, Maurice Leblanc – creador del archicriminal Arsène Lupin – y Pierre Souvestre & Marcel Allain – autores del otro ladrón de levita, Fantomas –, eran acompañadas por diálogos desopilantes, portentosos, bravucones, exagerados; recargados de comas y signos exclamativos. Algo, y acá no quiero arriesgar un vínculo que no me consta, se volvería a ver en la mejor prosa francesa de todos los tiempos, la de Ferdinand Celine.
Los diálogos en Leroux, tal vez sólo superados por ese otro monstruo del folletín galo, Alexandre Dumas, eran una parte vital de su obra. En ellos el autor retrata, con una crudeza asombrosa, la mediocridad burguesa del francés de la Belle Époque. Hombres emperifollados en sus galas, en sus ropajes y formas, en cuyas inteligencias obtusas sólo aspiran a la comodidad pudiente o a las veleidades artísticas más mezquinas. En esos diálogos, siempre desopilantes y ridículos, donde los tipos son representados con un cinismo la mar de cruel, Leroux retrataba sin censura lo que más tarde Arturo Jauretche, en nuestro país, llamaría el mediopelo. La novela Los mohicanos de Babel –Les mohicans de Babel, 1926, está dedicada a este tipo de clases. Estos personajes, siempre secundarios, son los que más enriquecen la novelística de Leroux, cuyos actores principales, tal vez por necesidad editorial, tal vez por desgano, eran bocetados con líneas suaves y directas. Demasiado acartonados como para tomarlos en serio. En ese sentido, la novela El perfume de la dama de negro - Le parfum de la dame en noir, 1908, casi puede leerse como una parodia al género de folletín donde el drama llega a cumbres tan álgidas y rayanas en el ridículo, que es difícil no ver una intención bromista por parte del escritor.
Leroux, a mi humilde entender, comprendió que la única forma de trascender un género tan acotado como el del folletín era sobreexplotarlo, tensar sus reglas hasta el límite, hacer de sus tramas inverosímiles y ridículas, algo superior, algo surrealista. Leroux supo jugar con un género literario que intentó condenarlo, como el destino al Fantasma de la Ópera, supo hacer felices a sus lectores y a sí mismo como autor.


 

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