La realidad de una obra, de un libro, de
una poesía, de un cuento depende
principalmente de quién lo escribe y, en un
grado muchísimo menor, en cómo ha sido
corregido ese texto.
La historia comienza cuando un escritor
pone el punto final a su obra y la entrega a
una editorial. Ya ha disfrutado al escribirla y
ha sufrido al introducirle algunas mejoras.
Cree que se han terminado las noches
insomnes, los nervios, las angustias, las
emociones todas que siempre se revelan
durante la composición de un texto. Pero
no... Al poco tiempo recibe el llamado del
corrector, pues necesita hacerle algunas
consultas. Éste es el primer avatar que le
espera al autor...
La responsabilidad principal de un
corrector -del latín, ‘el que endereza lo
torcido, el que reforma o enmienda’- no es
otra que la de “acompañar” al autor en lo
que sería el refinado de su obra. Cumple la
difícil tarea de corregir, de mejorar lo escrito,
de señalar los elementos discordantes que
pueden haber en un texto.
Pero aún sabiendo esto, cuando el autor
se reúne y se enfrenta con su original (o con
lo que queda de él) la mayoría de las veces
tarda en asimilar y aceptar tanto cambio: “esta voz ya no lleva tilde”, “esto es un
neologismo”, “está mal esta preposición”,
“este párrafo no se entiende”, “las mayúsculas
están mal utilizadas”, etcétera, etcétera.
A veces, el autor acepta rápidamente las
modificaciones, pero otras, no. Lo que
sorprende es que, cuanto más fogueados y
más experiencia tienen los escritores, la
disposición que presentan frente a las
sugerencias recibidas es mucho más abierta;
son más “permeables” a las recomendaciones.
Pero, también, influye mucho que el
corrector no se exceda en su tarea, que no
se desenfrene por encontrar la falta donde
no existe, ya que no es coautor, tan solo es “afinador” del texto. El estilo es del autor, es
su manera especial de escribir; el que corrige
no puede reemplazarlo con el suyo, debe
tratar de incorporarle las mejoras posibles
pero sin desvirtuarlo.
Cabe aclarar que el autor siempre tendrá
la última palabra respecto a tomar o no en
cuenta los consejos del corrector, porque, al
fin y al cabo, la obra es suya. Y si elige que
todo su texto esté escrito en minúscula, o
sin las tildes, o con los tiempos verbales
incorrectos, así saldrá a la luz. Recordemos,
por ejemplo, el caso especial de Jorge Luis
Borges, que decidió que uno de sus cuentos
fuera publicado utilizando sólo la letra ‘g’,
cuando lo correcto es que muchas de las
palabras elegidas por él se escriben con ‘j’;
sin olvidar también su costumbre de utilizar
etimologías creadoras, gramáticas utópicas,
etcétera, en varias de sus obras.
Sabemos que no siempre es amistosa la
relación corrector-autor, pero, si los dos
tienen en claro que todo es en beneficio del
texto y del futuro lector, podrán llegar a un
acuerdo y a un punto final feliz. Además, el “ida y vuelta” respecto a la aclaración de las
dudas, la aplicación de posibles mejoras, el
tratar de evitar expresiones oscuras o
inentendibles y el espíritu de colaboración
que se da entre ambas partes producen
siempre un enriquecimiento muy especial
entre ellos.
Y para esto hay un dicho que no encierra
más que la verdad: “Si se escribe con justeza,
se corrige con destreza”.
¿Cómo enfrentar la corrección de un texto?- por Silvia Varea (Correctora de Textos en Español
silviavarea@arnet.com.ar)