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Anton Chejov (1860-1904)
Con una ética basada en lo cotidiano y quizá en la
consideración por los demás, Chejov engrana las tramas
de sus cuentos. Resalta desde el realismo, la carencia como
estímulo que impulsa hacia el camino, a quien, no tiene
dónde detenerse. Seguir a pesar de, algo que lleva mucho
más lejos. He aquí lo trascendente y bello de sus escritos y
por ende su vigencia. En los cuentos chejovianos no sucede
mucho en apariencia, pero detrás de esa “apariencia bulle
la revelación del grito silencio” Y, por debajo de la forma
evidente de la historia corriendo en dirección opuesta yace
la verdadera. Que no se ve, pero se advierte. Cuentos que
guardan una forma y un fondo hacia los que juegan las
partes, componiendo un corpus estricto.
Los grandes del cuento como Chejov han dejado
constancia de que este género requiere de aprendizaje. Y
que ha buscado y busca formas de redefinirse y crearse pero
todas se ajustan a un canon predeterminado.
Impulsado por un realismo crítico se manejó desde el
simbolismo. Recreó sus historias en la belleza de lo natural
(el jardín) con el fin de mostrarnos otra belleza, sutil y
apenas insinuada que es la del dolor humano. Bastará el
encuentro de un ser con el otro para que haya algo que
contar. Es la vida pasando entre ellos y con ellos.
Los personajes de Chejov no arman edificios con sus
parlamentos. El autor con la mirada en el interés del lector
maneja los diálogos desde espacios pequeños; la finalidad
es lo mucho que se puede mostrar. Diálogos de apariencia
superficial que remiten a situaciones de gran significación
y que evidencian la dificultad que tenemos para
comunicarnos, para decir como sentimos y qué sentimos y
que hace al entendimiento cotidiano. Desde esta
concepción nos enseña cómo la inercia destruye. Sus
personajes parecen compartir insignificancias, sin embargo
revelan su existencia con levedad o a través de las
discusiones diciendo cosas que no se atreven, o que ni
siquiera saben que sienten. De golpe, la verdad irrumpe y
queda instalada muchas veces en el sesgo irónico que provee
el toque del humor o del mismo sufrimiento.
Historias en donde la acción atraviesa cada parte de la
trama, aún la dilación. Cada palabra ocupa el espacio y
tiene el peso justo. Los escribió un hombre al que
simplemente lo maravillaba el paso del día a día. Chejov
entendió (y lo dejó apuntado en “El Pabellón Nº 6) que en
la vida no hay nada bueno que no contenga algo malo y de
algún modo, lo manifiesta en su obra ya que el pecado, la
culpa y la redención se exponen como una manera de
existencia.
Más allá de la urdimbre exacta de la trama y de sus
parlamentos, sus textos no caducan porque estos matices
son el fondo de su pozo. A la vida podemos vestirla de época,
darle clima, costumbres, tradiciones, pero en todos los
tiempos y latitudes jamás dejará de tener sitios comunes.
Prueba de ello es la producción de otros escritores que han
seguido la línea de este gran maestro como: Vladimir
Nabokov, William Faulkner, John Cheever, DJ Salinger,
Raymond Carver, Ernest Hemingway y por nombrar alguno
de nuestra geografía, el escritor tucumano Juan José
Hernández.
De Cartas sobre el cuento de Antón
Chejov a sus colegas
[A Máximo Gorki. 3 de septiembre de 1899]
[...] Un consejo más: al corregir las pruebas, tacha
muchos de los sustantivos y adjetivos. Usas tantos
sustantivos y adjetivos que la mente del lector es incapaz
de concentrarse y se cansa pronto. Si yo digo: «El hombre
se sentó sobre el césped, lo entenderás de inmediato. Lo
entenderás porque es claro y no pide un gran esfuerzo de
atención. Por el contrario, si escribo «Un hombre alto, de
barba roja, torso estrecho y mediana estatura, se sentó
sobre el verde césped, pisoteado ya por los caminantes; se
sentó en silencio, con cierto temor y tímidamente miró a
su alrededor», no será fácil entenderme, se hará difícil
para la mente, será imposible captar el sentido de
inmediato. Y una escritura bien lograda, en un cuento,
debería ser captada inmediatamente, en un segundo [...]
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Chejov, alguien que escribió casi 500 cuentos para mostrar lo que hay detrás de las palabras - por Marta Mutti
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