No sé si ustedes han oído hablar de su arte
a un fotógrafo profesional; a mí siempre me
ha sorprendido el que se exprese tal como
podría hacerlo un cuentista en muchos
aspectos. Fotógrafos de la calidad de un
Cartier-Bresson o de un Brassai definen su
arte como una aparente paradoja: la de
recortar un fragmento de la realidad, fijándole
determinados límites, pero de manera tal que
ese recorte actúe como una explosión que abre
de par en par una realidad mucho más amplia,
como una visión dinámica que trasciende
espiritualmente el campo abarcado por la
cámara. Mientras en el cine, como en la
novela, la captación de esa realidad más
amplia y multiforme se logra mediante el
desarrollo de elementos parciales, acumulativos,
que no excluyen, por supuesto, una
síntesis que de el “clímax” de la obra; en una
fotografía o un cuento de gran calidad se
procede inversamente, es decir, que el
fotógrafo o el cuentista se ven precisados a
escoger y limitar una imagen o un
acaecimiento que sean significativos, que no
solamente valgan por sí mismos sino que sean
capaces de actuar en el espectador o en el
lector como una especie de apertura, de
fermento que proyecta la inteligencia y la
sensibilidad hacia algo que va mucho más allá
de la anécdota visual o literaria contenidas
en la foto o el cuento.
Cortázar, el cuentista y la imagen- Julio Cortázar