Apuntes Literarios
 

Jugar con Cortázar es sorprendente, es mágico, deviene de su lectura, de ‘escucharlo’ en esa forma de oralidad tan suya. Y cuánto hemos jugado con él sus lectores. Rayuela nos facilitó entradas y salidas para su ancho mundo. Historias de cronopios y de famas nos permitió repetir instrucciones que enhebraban un juego único y distinto, y cuánto más. Cuántas veces más. Por eso nos alcanza un velado temor, un desasosiego, cuando el autor desde un título deja entender que el juego ha de terminar, que el juego desde la amplia libertad, ha de finalizar.
El cuento Final de juego de Julio Cortázar (1914-1984) integra el volumen homónimo publicado en 1956. Más tarde reunirá su libro Final de Juego junto con Las armas secretas bajo el título común de Ceremonias (1966). Y vale tenerlo presente. Porque tal cuento nos ha de alcanzar “el misterio y la ceremonia”.
En la narración, cuanto se nos señala de los espacios y los climas nos dará la posibilidad de conocer un tiempo del vivir de tres niñas; el memorar de ámbitos, diálogos, lecturas, que pudieron haber sido entrevistos, u observados en la adolescencia bonaerense del mismo autor. El humor interviene sobre un inventario de actitudes habituales entre quienes conviven en el hogar al que nos asomamos, después seguiremos el devenir de un jugar de las chicas y entonces alcanzaremos a conocerlas más, mediando su creatividad, y pensando en que, como dijo Antonio Requeni, “los niños se inventan a sí mismos cuando juegan y creen en lo que inventan”. Un segundo tiempo nos pone en autos sobre el juego al que habremos de acercar nuestro asombro. Con imaginación se dará una búsqueda de identidades y entonces las propias niñas escarbarán un conocimiento más hondo en ellas mismas interpretando personajes de una ficción que les toca en suerte representar, inspirándose en prototipos cuyos modelos se vienen de un incierto Oriente, como de nuestra misma América profunda. La tercera parte que da final al cuento, deja el misterio en su mismo cierre, y nos propone para nuestra memoria un juego que, como larga cinta o serpentina coloreada, podrá dar paso a una evolución de cada cual, a la aceptación del devenir, y a la posibilidad de conservar el niño interior, tal como el que asomaba siempre en los ojos con nostalgia y humanidad de Julio Cortázar.
Cuento de un contar, su locutora -que fuera una de las niñas en esta historia-, se desentiende del inicio “lo que cuento empezó vaya a saber cuándo”, pero nos tiene anhelantes por saber cuando sucedió su final. Un cuento simple, se ocupa del acaecer en apariencia tranquilo, hasta monótono de tres niñas, cuyas edades apenas entrevistas nos sugieren el paso de la niñez a la adolescencia. Una de ellas Leticia, con parálisis infantil, sin obligaciones que no sean seguir los tratamientos que se imponen y aprovechar largos tiempos de lectura y descanso es quien preside el País de Oro de esas infancias. Sus hermanitas ayudan en las tareas del hogar, de esa casa poblada por mujeres. Casa que da sus fondos al terraplén y explanada por cuyas vías pasa el Ferrocarril Central Argentino Y se nos da recorrer un ámbito, un pequeño mundo desde el adentro, la casa con sus habitaciones interiores y sus patios, y ahí sus rumores distintos. Todo pasado por el tamiz de la cotidianeidad, todo lo leemos aceptando de antemano que las pillerías infantiles, los maullidos del gato, los celos detectados por los modos de vida de las vecinas, el humor de todos los días y las pequeñas miserias hemos de olvidar no bien se asome el afuera que nos espera desde la puerta blanca de los fondos. Justo donde se abría la puerta blanca, allí estaba “la ciudad silvestre” y axis mundi de sus juegos. Allá estas chicas gozaban asomándose a un mundo que pasaba raudo como un ferrocarril: “Abríamos despacio la puerta blanca, y al cerrarla otra vez era como un viento, una libertad que nos tomaba de las manos, de todo el cuerpo y nos lanzaba hacia delante”. Sí, quiero comentarlo. Estas líneas están entrelazadas de poesía y danza. Descripción esta, prosa tan hermana de aquella poesía de Cortázar que evocara un “Río del aire/ estremecida escala donde la danza aprende la cadencia/ y urden abeja y flor su claro juego”. Surge así, de repente, el lenguaje poético como el motor más seguro con el que cuenta el escritor para acelerar sus narraciones.
Queda todavía el alcanzar con la mirada un lejos impreciso, subiendo el terraplén: el río, el más allá, y también desde ahí dominar con la vista el centro del reino, el ámbito del juego. El juego que importa, el elegido para las cálidas siestas del verano es el de las estatuas y de las actitudes. Juego entre fantasía y vida, que nos conduce por el fascinante acaecer de actuaciones simbólicas en la pretendida posesión de una determinada realidad o irrealidad. Y que deviene un juego en serio para las participantes, un juego iniciático, diría. Cada siesta sucederá la parodia de estatuas, que nos trae el recuerdo de un código remoto porque ‘las estatuas’ es juego que con variantes tiene lejano arraigo en nuestra cultura tradicional. Y en éste juego que ya nos descubre Cortázar, vale el gesto, la palabra que “se dice” por otras vías descubriendo su atajo ficcional. El sorteo con piedrecitas permite la intervención del azar, la ganadora deberá actuar usando los elementos que se le eligieron en la caja de los ornamentos, o si toca la otra alternativa, expresar determinadas actitudes.
¿Y después qué se debe que hacer? Se preguntarán, nos preguntaremos. Después se esperará el tren de las catorce y ocho - el dato real, indudablemente nos sitúa en otra época, en la que la puntualidad del tren permitía hasta poner en hora los relojes!- y la elegida, ya en su pose,
permanecerá inmóvil durante el transcurso brevísimo del paso del ferrocarril proveniente del Tigre.
El mundo tiene para este momento quienes representen, y quienes sean sus espectadores. El juego debe ofrecer visiones preparadas con larga ensoñación, con atenta preocupación, con fabricada sofisticación. Acierta la más osada, la más soñadora, la más creadora, la que juega con el alma. Volvemos otra vez a observar las tres niñas que en su teatro desnudarán sus sentires, sus pasiones, sus anhelos, sus profundos mirares. Una, la enferma la que producía hasta cierta pena por su flacura y el endurecimiento de su espalda, la muy débil, es también la muy hábil, la llena de arrojo , será quien dirija a las otras en el juego.
Con el misterio con que se maneja lo prohibido y oculto a los mayores, la siesta dirá el momento de abrir la caja de ornamentos, y una vez lista quien ofrecerá la interpretación esa tarde, ayudarla a ubicarse al pie del talud, en inmovilidad de estatua, en un instante de clarividencia ritual.
Con los disfraces, y con el gesto dirán la envidia, la caridad, la vergüenza, el miedo, auxiliadas por una utilería de color, de brillos y opacidades, de objetos símbolo serán hechiceras, personajes de la mitología, heroínas, en fin, para su propio deleite, para una competencia que pretende vencedoras y vencidas, en tanto cada una trata de salir de una búsqueda que interroga su juez interior, también a las hermanas jueces implacables y por fin, inconfesadamente, pero todos los días, a hora precisa, inexorablemente, el juicio de los pasajeros apenas entrevistos, asomados a esas ventanillas del ferrocarril que ya aparecen y ya se borran.
Hasta el día cuando un jovencito, que supo mirar con gran interés el juego de las niñas, les arroja un papelito firmado por Ariel B.
Concentración y conmoción de emociones, en este meollo tratamos los lectores dilucidar si persiste la transparencia inicial que nos encantaba, estamos dispuestos a ver, a sentir, el inexorable cambio, percibir si deviene la mirada niña o adulta de nuestras participantes. Otros brevísimos mensajes dirán opiniones y una admiración mayor por Leticia.
Emocionados comentarios en el grupo de sacerdotisas, asomos de celos, expectativas desacostumbradas, se suceden hasta el anuncio de una visita. Dolor y júbilo tal vez - pero no manifiesto-, de Leticia que se sabe la elegida. Desasosiego en las otras. Terminante resolución de aquélla por no estar presente la siesta de la visita, y en su lugar una carta en sobre lila, escrita y cerrada por ella misma sin haber revelado su contenido, habrá de entregarse al jovencito. Eso será todo. Una conversación tímida y hasta grata de las otras niñas cuando la visita de Ariel, y ya, a las repetidas preguntas de aquél por Leticia, se le entrega el sobre que “muy colorado” guardará en el bolsillo sin leer. Cuando lo conocimos, Ariel B nos resultó -y es claro, ellas no nos saben involucrados en el juego-, nos resultó un Julio Cortázar adolescente.
Después de este suceso, hubo una última representación, esta vez fue la misma Leticia quien quiso hacerla, con oropeles desacostumbrados, perfecta para un final, entonces hubo un espectador “salido de la ventanilla”, a quien, desde las abiertas pupilas de las otras chicas, miramos mirar sólo a la protagonista. Fue la última vez, ésta lo sabía. Las otras niñas necesitaron comprobar su presentimiento cuando al día siguiente observaron que Ariel no se asomó desde la tercera ventanilla del segundo coche como acostumbraba.
El final estaba previsto, anunciado, por el autor de la narración, desde su título; también por una de las participantes y relatora del cuento. Por la vida, que acierta en avisar la llegada de la adultez y que seguramente les permitió a las niñas establecer la objetividad del otro. El desenlace nos dejó el misterio multiplicado de una comunicación que no se revela, encerrada en el sobre lila, misterio que se llevó el joven de ojos claros, alto, delgado, de traje gris, de sonrisa con dejo de melancolía, tan parecido a Julio Cortázar, tan él con su niño interior, el mismo que privilegió el juego como forma de conocimiento y de predestinación.


El Juego como otra forma de ficción en el contar de Julio Cortázar -
por Perla Montiveros de Mollo