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Silvia Ferrante
No ha habido, en la larga historia de los pueblos, conquista sin dolores, violaciones, robos, escarnio, aberraciones y muerte. Sin embargo, según la antropóloga Valerie Andrushko de la Universidad del Sur de Connecticut y Elva Torres del Instituto Nacional de Cultura de Cuzco contamos con algunas excepciones.
Los incas no creían en la guerra como medio de conquista si no que preferían las alianzas políticas, conquista sin derramar sangre y tácticas ideológicas para tomar el control.
La conquista musulmana del reino visigodo duró quince años, del 711 al 726, durante el cual lograron ocupar el actual territorio de España y Portugal y parte del sur de Francia. Aparentemente pudieron convivir las tres religiones (Cristiana, Judía y Musulmana) en relativa paz.
Roma conquistó territorios de la península itálica, las tierras que rodeaban el Mediterráneo, desde Gran Bretaña hasta los ríos Rhin y Danubio, la Península Balcánica, Asia Menor, Siria, Egipto y todo el norte de África hasta el Sahara, aportando un concepto de ciudadanía más amplio que el de los griegos, la planificación urbana, el calendario, las grandes obras públicas de ingeniería, carreteras, puentes, embalses, el derecho que ha inspirado las leyes europeas desde la edad media a nuestros días y un sistema educativo.
Estos conquistadores fueron continuadores y difundidores de la cultura griega pero, además, aportaron una lengua madre de la que derivaron muchas otras.
A este respecto se refiere Pablo Neruda es su “Confieso que he vivido”:
“Las palabras transformaban hasta el paisaje”. “Que buen idioma el mío, que buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Éstos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras.”
Carlos Fuentes, escritor mexicano y uno de los principales exponentes de la narrativa contemporánea, en “Las dos orillas” hace decir a Jerónimo de Aguilar, un conquistador español que narra, desde la tumba, la forma en que Cortés vivió y el enamoramiento que sintió por la tierra conquistada. Y cuenta que el poder de la Malinche consistía en que era dueña de “la palabra”, la traductora que interpretaba como le convenía, con tal de retener al hombre que amaba: el conquistador.
En “la palabra” y la epopeya que aprendimos, mestizamos y convertimos en historia o leyenda, los encontramos y nos encontramos. Aún en la palabra que callamos, en el silencio, que es otra forma de expresarnos.
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