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LITERATURA EN APUNTES

 

La Redonda ¿Un reino de este mundo?

 

Hernán Lakner

La Redonda

Tal vez uno de los vínculos más fructíferos sea el que se establece entre la literatura y la vida. ¿Qué sucede cuando esos mundos aparentemente separados se proyectan sobre el otro, se ganan terreno, se confunden? Acaso una de las formas de ese vínculo se dé cuando un escritor advierte que la materia con la cual trabaja –la ficción– invade su realidad; que lo que escribe y publica modifica, enriquece y condena su vida. Quizá haya que contar la historia de cómo la vida real del escritor madrileño Javier Marías (1951) fue abordada por la vida imaginaria hasta convertirlo en el rey Xavier I de Redonda.
La historia del reinado de Marías se inicia un día de 1997 cuando recibe una carta del para él desconocido Jon Wynne-Tyson; o bien, Juan II, rey de Redonda. En ella lo invitaba, de un modo a la vez precavido y enrevesado, a sucederlo en el trono. Marías ya conocía el reino por referencias literarias, pero ignoraba la existencia de un rey de carne de hueso. La primera respuesta fue displicente: “No me atrevo a pensar que me esté ofreciendo lo que creo que no me ofrece, porque si yo creo que me está ofreciendo lo que no me ofrece...”. Las notas epistolares se sucedieron hasta que la propuesta fue inequívocamente explícita y sus razones, más o menos estas: Juan II tenía setenta y tres años, se sentía viejo y cansado, y quería abdicar por los acosos de otros aspirantes. Le informaba que las únicas obligaciones reales eran, por un lado, oficiar de albacea literario de los escritores Matthew Phipps Shiel y John Gawsworth (o bien, de Felipe I y Juan I, primer y segundo rey, respectivamente); y, por otro lado, debía perpetuar la leyenda del reino de Redonda –cosa que ya había hecho, sobre todo, con la publicación de la novela Todas las almas (1989), en la cual el narrador se obsesionaba con la increíble vida de Gawsworth–. Marías aceptó: “Es difícil resistirse a perpetuar una leyenda, más aún si uno contribuyó a extenderla. Y sería mezquino negarse a encararla.”
Redonda es una minúscula e inhóspita isla antillana que a veces aparece en los mapas y a veces no, y se halla cerca de las islas mayores y más conocidas Montserrat y Antigua. Su primer registro escrito lleva la firma de Cristóbal Colón, quien, en su segundo viaje, la bautizó con el nombre “Santa María de Redonda” (“así llamada por ser tan redonda y lisa que parece que no se puede subir a ella sin una escala”), la consignó y la incorporó a la Corona de España. Todo sin desembarcar.
La historia del reino como tal comienza en 1865 cuando el padre predicador metodista y naviero de M. P. Shiel compró Redonda para celebrar –después de ocho o nueve hijas– el nacimiento del primer varón. Quince años después, lo coronó rey bajo el nombre de Felipe I. Pero entre la adquisición y la coronación, la Reina Victoria se anexó la isla. Padre e hijo reclamaron incesantemente ante la Oficina Colonial británica hasta que obtuvieron el uso del título de rey de Redonda, siempre y cuando no intentara rebelarse contra el poder colonial y su reinado “careciera de contenido”; es decir, mientras fuera sólo ficticio. Frente a estas imposibilidades, Redonda comenzó a perfilarse como un reino más bien literario o de papel y tinta, ni tan real ni tan imaginario; “que se hereda por ironía y por letra y nunca por solemnidad ni por sangre”; que nunca conoció monarca que no reinara en el exilio.

La Redonda

Durante su estadía en la Universidad de Oxford en el año 1984, alguien le habló de un particular escritor inglés, un tal John Gawsworth (1912-1970) –seudónimo de Terence Ian Fytton Armstrong–, quien había heredado de M. P. Shiel los dobles títulos de albacea literario y rey de Redonda. La casualidad hizo que Marías diera con un viejo ejemplar autografiado por el segundo rey de Redonda y el hallazgo avivó su curiosidad por el resto de su escasa obra: cinco volúmenes de poesía, algunos breves ensayos literarios y cuentos de horror desperdigados en antologías. Y nada se encontraba publicado. Su figura era más bien un fantasma en el mundo; vida y obra sepultadas bajo el silencio o la ignorancia. Y no obstante Gawsworth había sido toda una personalidad y una promesa literaria en los años 30: se codeaba con las figuras más relevantes del momento, como el maestro del terror Arthur Machen, el celebérrimo E. T. Lawrence (o Lawrence de Arabia). Llegó a ser el miembro más joven de la Real Society of Literature, a cuyos integrantes acosaba pidiendo pensiones – que solía obtener – para escritores amigos. Pero después de 1954 ya no publicó ni una línea más. Viajó por Túnez, el Cairo, Argelia, Calcuta e Italia, donde aprovechó una última farra antes de volver definitivamente a Londres para vivir hasta el fin de sus días como un mendigo, harapiento y olvidado. Fueron los últimos tiempos malos del bueno de Gawsworth: los tiempos del olvido de la escritura, de su afición tardía al alcohol después de una juventud abstemia, de la soledad final después de tres matrimonios, de los viejos amigos ausentes o ya muertos, de los nuevos que se divertían con él, de los intercambios de falsos títulos nobiliarios por tragos; eran los tiempos de la muerte próxima en un hospital cualquiera de Londres.

La Redonda

Como rey, Juan I impulsó el otorgamiento de ducados a gente ilustre, conformando una verdadera nobleza literaria o intelectual: Dylan Thomas fue Duque de Gweno; Henry Miller, Duque de Thuana; el mencionado Durrell, Duque de Cervantes Pequeña… Sobre los detalles y pormenores de la ascensión al trono de Marías o Xavier I, el escritor apenas ha esbozado parte de esa historia en su “falsa novela” Negra Espalda del Tiempo (tras un reinado en secreto de un año, tiempo que le llevó escribir el libro y dar la sorpresa), y ha prometido un segundo volumen que llenará los huecos de su primera narración como rey. Conocemos, en cambio, algunas de sus obras como rey: la fundación de una editorial temática (Reino de Redonda) y la creación de un premio literario para autores extranjeros. Pero estos hechos son sólo la punta de un iceberg, todavía Marías sabe y calla. Sólo a veces lanza algún pormenor inédito y entonces lo imaginamos acatando el lema de Redonda: ride si sapis; esto es: ríe si sabes, es decir, si tienes con qué.

 

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