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En el puente el frío del invierno se había disfrazado con el sol del mediodía. Hora del ángelus, aseguraron las campanas de una iglesia. Los ojos celestes de la mujer mostraron gratitud, bonhomía. Estaba sobre el mismo río de la primera cita, las aguas como el tiempo, eran otras. Ella llevaba dentro el oscuro silencio de aquella noche que la aturdía, la acosaba, pero ahora acabaría con él y sin salirse del libreto.
Abrió el bolso pequeño de terciopelo que por un momento le pareció una mariposa negra y afelpada. Era el mismo que había abrigado flores y hojas secas en tiempos de entrega, de piel y sabores. Sus dedos apartaron el pañuelo, un labial, y llegaron a las cuentas del rosario aferradas al frío metal en medio de la suave tela. Sin dejar de mirar el agua que corría por debajo del puente, tomó el arma y la dejó caer. Observó con tristeza cómo se iba también el rosario.
Se enderezó, un golpe de aire frío la hizo estremecer. Recordó el roce de los labios de él sobre su cuerpo. Regresó a la misma esquina bajo un cielo desprovisto de nubes. Eran las tres de la tarde. El sol mostraba una vereda limpia. Ella veía manchas de sangre. Elevó las manos como si rezara, o pidiera perdón. Curiosamente el sol dejó paso a la madrugada, o a aquella hora de promesas mentidas. Y todo volvió a sucederse otra vez.
Él la esperaba como habían quedado. Ella llegó de la mano de una sombra, alguien que consiguió por dinero y los dejó solos. Se alejó lo necesario pero no se fue. Quería asegurarse. Vio el destello. Escuchó el ruido y la corrida. Intentó espantar la culpa con un llanto sordo. Se dijo que los fantasmas no volvían y había esperado el tiempo prudente para deshacerse del arma en el río esa tarde. Pensar en esto la liberó de cierta angustia, soltó unas lágrimas y luego dejó salir un par de carcajadas.
Exhaló un poco de aire. Empezaba a sentirse liviana. Acercó la mano a su rostro para retocar el maquillaje, pero el revólver que sujetaba se lo impidió. Otra vez dejó caer el arma o al menos eso creyó. Buscó el rosario en su bolso pero no lo encontró. Un par de mariposas negras dieron vueltas sobre su cabellera dorada. Se sorprendió.
Eran las tres de la hora del diablo, las campanas no tocaron y éste que venía por su parte, vio a la mujer apuntar sobre su sien, a sus pies yacía el bolso de felpa negra abierto en una mueca. La pequeña mano no tembló. Después solo el sonido metálico sobre las baldosas de la vereda y la risa del diablo escapándose por encima de la copa de los árboles.
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