“Explicarnos la luna, explicarnos la
distancia a las estrellas es más fácil”,
anotó el escritor Osvaldo Bayer ante
las colosales columnas de piedra de la
Reserva Natural de Bosques Petrificados
al nordeste de la provincia de
Santa Cruz. De igual modo resulta
explicar, en pocas líneas, el carácter de
la tan abundante y rica escritura
nacional que hoy nos rodea, y digo hoy
como sinónimo de cuarenta años.
Tiempo de ávida y reincidente lectora,
aunque también, escritora.
Podría empezar diciendo que a nivel
territorial nuestra escritura se apoya en
tres patas filosóficas: realidad, espíritu
y moral.
Triángulo filosofal tan universal
como ambiguo en donde el escritor
argentino explora; y lo hace muy bien,
ya sea con erudición o a puro sentimiento.
Basta con haber leído autores, de índole tan diversa como cercanos a
nuestro tiempo, tales como: Juan José
Millas, Joaquín Gianuzzi, Jorge
Boccanera, Rodolfo Walsh, Beatriz Sarlo,
Héctor Tizón, Hugo Mujica, Oliverio
Girondo, Roberto Fontanarrosa, etc., y
pido disculpas a los tantos otros muchos
buenos autores nacionales, que por
suerte los hay, por no poder continuar
la lista.
Todos ellos son la punta de un
iceberg que asoma por sobre la
superficie de la literatura argentina y
en cuyo fondo se sumerge todo un
pueblo que escribe. Porque todos, de
una u otra forma, escribimos.
Alcanza con leer, sin ningún
criterio selectivo, algunas de las
cientos de antologías de escritores
noveles que circulan por las librerías
del país.
O en publicaciones literarias en los
diarios nacionales. Fascículos de poesía
y narrativa, gacetillas barriales,
concursos regionales y extranjeros,
sitios de internet, ediciones propias y
una amplia producción comunitaria
emergente de tantísimos talleres
literarios. Desde todos esos lugares
nuestro escribiente contemporáneo
deja testimonio y denuncia bajo una
mirada realista. Como también pone
en evidencia sentimientos en donde
los matices filosos de lo inexplicable
toman todas las formas posibles dentro
de la correspondencia espiritual del
autor.
Pero, por si todo eso fuera poco,
escribimos en las paredes de las calles,
en los baños públicos, en los vidrios
empañados, en la palma de la mano,
cuando no en el cuerpo, en la arena,
en las notas dejadas sobre el
refrigerador y en las puertas de los
amigos ausentes, en el yeso del quebrado,
en el cemento fresco, en los árboles, los pupitres, en las servilletas
de papel y marquillas de cigarrillos y
aunque parezca demasiado, pero no
por eso menos cierto, escribimos hasta
en el aire.
Todo esto, absolutamente todo, es
literatura.
Porque todo lo escrito, por mínimo
que sea, tiene una historia que
trasciende a nosotros cotidianamente.
Se hace claro entonces que el
escribiente argentino actúa su escritura
en los distintos escenarios de nuestra
idiosincrasia en donde la historia, ya
sea real o no, es la excusa para que los
personajes accionen los hechos,
haciendo de los sentimientos los
auténticos protagonistas, casi siempre
dentro de un marco estético y unos
pocos casos no tanto.
El fondo del iceberg - Por Lilian Gómez