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Cortada El Disimulo

por Edith Migliaro

 

manecía en la cortada de “El Disimulo”, un auto con los vidrios polarizados estacionado, la silueta de un hombre recostado en el asiento del conductor, dormido, desmayado o quizás muerto yacía en medio de la calle. Los primeros vecinos en acercarse fueron el Pai Cai y Abel, dos hermanos, que no se hablaban, de la última casa de la cortada, la de dos puertas de madera iguales, a la derecha de una un cartel que rezaba “TEMPLO DEL PAI CAI” a la izquierda de la otra “PLOMERO-GASISTA” con letras de molde y con pintura agregaron matriculado, debajo de una azulejo con la imagen de la virgen.

Cortada el disimulo

-No es feligrés de mi iglesia.
-Yo no le hice ningún arreglo.
-Hay que llamar a la policía- opinó el sodero que oportunamente dejaba el pedido en la casa de la divorciada profesora de música que ni se apareció.
-Nooo, la policía no -gritaron todos al unísono.
Del chalet adjunto se asomó el Sr. Gómez, corredor de bolsa y su esposa con un libro en su mano Belle de Jour. Un tipo sumamente nervioso, pero correcto, algo misterioso, ella una mujer sobria y reservada. Se levantaba a las 7.00, llevaba sus hijos al colegio, iba al gimnasio dos horas, y luego de organizar la cena dedicaba las tardes de los lunes a su cabello, aunque las peluquerías estaban cerrada, martes: a la psicóloga, a pesar de haber abandonado el tratamiento hace años, miércoles: té con amigas, no obstante pasar años sin hablarles, jueves: médico o dentista, por lo que tenía una dentadura perfecta y una salud de hierro y viernes: clases de cocina francesa, a pesar de odiar la comida agridulce.
-No sé quién es, no le hice ninguna inversión... -dijo él.
-No lo conozco, aún... -acotó ella.
De la mitad de cuadra, se asomó de la carnicería de Don Vito, Hilario que como no conseguía trabajo le daba una manito a su señora que sí tenía, el yerno, un paraguayo no muy agraciado pero de pícara sonrisa enmarcada por amplias orejas. Conocido por su tendencia a piropear a la clientela, sin diferenciar, y claro, el encanto guaraní le corría a favor.
-¿Qué pasó? -quiso saber por si las dudas...
-No sé, pero ese auto no lo vendí yo- se atajó el gitano Ivanof, dueño de una concesionaria de autos dudosamente importados que vivía en la esquina con su familia aunque en ocasiones solía desaparecer preventivamente por largas temporadas.
La viuda Mireya, dejó bien en claro que sus amistades la visitaban después de las 18. Y se retiraban a 3 o 3.30 de la madrugada por razones de trabajo.
-Doctor, acérquese -gritó Abel -quizás no esté muerto.
-No, yo ya no tengo licencia para ejercer la medicina.
-Por estar jubilado -rápidamente aclaró su esposa.
Los asustados y sorprendidos vecinos formaron un ronda alrededor del extraño automóvil, sin decidir qué hacer, cuando algo cansada abriéndose paso entre ellos, la pequeña tímida y delicada esposa de Hilario que recientemente había dado a luz su sexto hijo y enseguida empezó a trabajar, con suavidad golpeó la ventanilla del auto y con ademanes le comunicó al conductor que volviese más tarde, este lo puso en marcha y se retiró. La tierna esposa y madre retornó a su hogar, sin muerto que lamentar, los vecinos retomaron su rutina.

 

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