Dossier
 

Andrea Francescutti - Sin título -


Hace algunos años, al término de unas "felices" vacaciones (según creíamos), irrumpió en nosotros el horror. Nuestra casa había sido desvalijada durante la ausencia. Creo que la primera sensación que experimentamos fue la de violabilidad. Todo nos recordaba la intrusión. No solo los huecos, los objetos que faltaban, los vacíos que perforaban la fisonomía del hogar, sino también las huellas, aunque bastante imperceptibles, que indicaban la presencia ajena. Otros, aunque más no fuera por unos instantes, habían recorrido la casa, rozado sus objetos, sopesado lo que valía la pena y lo que no. Quizás fue por eso que esa noche, después de cambiar las sábanas, permanecimos acostados (para no dormir) junto a nuestra pequeña hija, en el único sitio donde nos creímos a salvo. Después vino la necesidad de lavar. Como Raskolnikov lavaba su crimen, como los seres ultrajados lavan su cuerpo y sin embargo no los abandona la sensación de suciedad, nosotros lavábamos el honor mancillado de la casa. Nuestra casa. Me llevaría mucho tiempo poder desprenderme de esa voz opresora que me susurraba al oído: "Vienen por más". Tardaría mucho más aún en poder mirar a los desconocidos que me topaba en los alrededores del barrio sin considerarlos sospechosos. Levantamos algunos muros y descendimos algunos peldaños en la confianza depositada en la humanidad.


 

 

Imaginé que no podría recuperarme jamás de las cicatrices que abría la materia en el alma. Y cuando ya me creía perdida, la literatura vino en mi auxilio. Una vez más, la literatura venía en mi auxilio. La referencia más ineludible era Cortázar con su Casa Tomada. Recordar ese ritmo, esa respiración entrecortada por la presencia fantasmal que acecha, lejos de asustarme aún más, me aliviaba. Pero fue Girondo, sin dudas, quien me permitió comprender. Mi refugio era (es) algo más que una sumatoria de paredes y techos. Si lo que había sucedido me causaba tanto dolor era porque también la casa hablaba de mí. Pensé en Aparición urbana, que entonces adquiría otras connotaciones. Cuando pude recordarlo, el poema empezó a fluir a borbotones, a manar como mana la sangre de una hemorragia o la leche de un pecho que se derrama en la boca del hijo. Apenas se insinuaba el cambio de género: herida, malherida, inmóvil, en silencio, hincada ante la tarde, ante lo inevitable. ¿Qué importaba el hecho todavía no resuelto de si se trataba de ángel o caballo? Las palabras de Oliverio me ayudaban a expresar mi casa. Vulnerada, desvalida, casi de rodillas. Yo encontraba en las voces de otros sino una explicación, al menos una forma de rearmarme, mitigando el dolor. ¡Qué terapéutica podía ser la literatura sin proponérselo! Cuántos trozos de escritura podían salvarnos no sólo de los miedos más atroces sino también de los instantes más sublimes. Supe que solo bastaba con tirar del hilo de la memoria para que afloraran las palabras que creí sepultadas. Allí estaban. Agazapadas, pero fieles, esperando el momento de ser.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


De cómo la literatura, una vez más, vino en mi auxilio / por Nancy Manoli